Breve historia del mundo (28 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

Así pues, Federico se vio rodeado de enemigos por todas partes: Austria, Francia, Suecia y la poderosa y gigantesca Rusia. Pero no esperó a que le declararan la guerra, sino que ocupó Sajonia, que también le era hostil, y mantuvo durante siete años una guerra implacable en la que sólo le apoyaron los ingleses. Pero sus dotes le permitieron llegar a tanto que no perdió la guerra contra aquella superpotencia y hubo que entregarle Silesia.

Desde 1765, María Teresa no fue ya la única soberana de Austria. Su hijo José gobernó junto con ella como emperador (José II) y, tras su muerte, pasó a ser soberano de Austria. Fue un luchador aún más celoso que Federico, e incluso que su madre, en favor de las ideas de la Ilustración. La tolerancia, la razón y la humanidad eran, realmente, lo único que le importaba. Suprimió la pena de muerte y la servidumbre de los campesinos. Permitió a los protestantes de Austria volver a celebrar los servicios divinos y arrebató, incluso, a la iglesia católica parte de sus tierras y sus riquezas, aunque era un buen católico. Estaba enfermo y tenía la sensación de que no podría gobernar mucho tiempo. Por eso lo hizo todo con tanto empeño, con tal impaciencia y prisa, que sus súbditos consideraron sus iniciativas excesivamente rápidas y repentinas, y demasiadas para una sola vez. Muchos le admiraban, pero el pueblo le quiso menos que a su sosegada y piadosa madre.

Por las fechas en que las ideas de la Ilustración habían triunfado en Austria y Alemania, los burgueses de muchas colonias inglesas de América se negaron a seguir siendo súbditos de Inglaterra y a pagarle impuestos. Su jefe en la lucha por la independencia fue Benjamín Franklin, un simple ciudadano muy dedicado al estudio de las ciencias de la naturaleza, descubridor del pararrayos. Era un pensador honrado como pocos, pero también un hombre sensato y sencillo. Bajo su dirección y la de otro americano, George Washington, las colonias inglesas y ciudades comerciales de América constituyeron una federación de Estados y, tras largas luchas, expulsaron a las tropas inglesas del país. A continuación, quisieron vivir enteramente según los principios de la nueva orientación del pensamiento y declararon en 1776 como Constitución para su nuevo Estado los sagrados derechos humanos de la libertad y la igualdad. Pero permitieron que en sus plantaciones siguieran trabajando esclavos negros.

TRANSFORMACIÓN VIOLENTA

En todos los países se consideraron rectas y buenas las ideas de la Ilustración y se gobernó de acuerdo con ellas. La misma emperatriz de Rusia, Catalina la Grande, se carteaba continuamente con los predicadores franceses de la Ilustración. Sólo los reyes de Francia hicieron como si no estuvieran enterados de nada y como si todo aquello no fuera con ellos. Luis XV y Luis XVI, sucesores del gran Rey Sol, fueron personas incapaces que sólo imitaron las formas externas de su gran predecesor, es decir, la pompa y el lujo, los enormes gastos en fiestas y representaciones operísticas, en nuevos palacios y en parques gigantescos con setos podados y en enjambres de sirvientes y cortesanos vestidos de seda y encajes. La procedencia del dinero les resultaba indiferente. El cargo de ministro de Hacienda estuvo ocupado por estafadores que extorsionaron y obtuvieron con engaños inmensas sumas de dinero. Los campesinos tenían que matarse a trabajar y los burgueses pagaban enormes impuestos, mientras que los nobles derrochaban o se jugaban el dinero en la corte entre conversaciones más o menos ingeniosas.

Pero la mayor desgracia para los campesinos era que el aristócrata terrateniente dejara en alguna ocasión el palacio del rey para ir a su finca, pues entonces salía con su séquito a la caza de la liebre y el zorro, y pisoteaba con sus caballos los campos penosamente cultivados por sus labradores. ¡Y ay del que se quejara! Era una suerte que el señor se limitase a golpearle personalmente la cara con la fusta, pues el propietario noble era al mismo tiempo juez de sus campesinos y podía castigarlos como se le ocurriera. Cuando uno de esos señores obtenía el favor del monarca, éste le regalaba una nota donde sólo aparecía lo siguiente: «Enciérrese en la cárcel al señor...». Firmado: el rey Luis XV. Al noble le estaba permitido poner el nombre por su cuenta, pudiendo así hacer desaparecer, sin más, a quien no le cayera bien por algún motivo.

Pero, en la corte, esos señores eran limpios y delicados, iban empolvados y perfumados y caminaban entre el frufrú de sedas y encajes. La rígida pompa de la época de Luis XIV les resultaba demasiado fatigosa y eran partidarios de entretenimientos más encantadores y desenfadados. Tampoco llevaban ya aquellas pesadas pelucas, sino otras ligeras, empolvadas de blanco con una coletilla colgando por detrás. Aquellos señores sabían hacer reverencias y bailar de maravilla, y sus damas todavía mejor. Las damas vestían corpiños muy ceñidos en la cintura y gigantescas faldas redondas que les daban aspecto de campanas. Eran los miriñaques. Damas y caballeros paseaban así por las avenidas de setos de los palacios reales y dejaban que sus fincas se echaran a perder y sus campesinos murieran de hambre. Pero como aquella vida remilgada y antinatural les aburría también con frecuencia, inventaron algo nuevo: jugaban a la sencillez y la naturalidad, vivían en cabañas de pastores decoradas con encanto y construidas en los parques del palacio y se llamaban con nombres inventados de pastores sacados de poemas griegos. Aquello era el colmo de su naturalidad y sencillez.

María Antonieta, la hija de María Teresa, cayó en medio de todo aquel ajetreo vistoso, elegante, delicado y refinado. Era una muchacha joven de algo más de 14 años cuando se convirtió en esposa del futuro rey de Francia. Como es natural, creyó que todo debía ser tal como lo había encontrado. Era la más activa en todos los maravillosos bailes de máscaras y óperas; hacía teatro ella misma, era una pastora encantadora y consideraba magnífica la vida en los palacios de la realeza francesa. Su hermano, el emperador José II, hijo mayor de María Teresa, no cesó de aconsejarle, así como a su madre, que viviera con sencillez y no exasperara aún más al pobre pueblo con su derroche y su frivolidad. El año 1777, el emperador José escribió a María Antonieta una carta larga y seria en la que leemos lo siguiente: «Las cosas no pueden seguir así mucho tiempo; y, si no la previenes, la revolución será terrible».

Todo continuó de aquella manera doce años más. Pero, entonces, la revolución fue tanto más terrible. La corte había derrochado ya todo el dinero del país. No quedaba nada con que poder pagar el gigantesco lujo diario. Entonces, el año 1789, el rey Luis XVI convocó, finalmente, una asamblea de representantes de la nobleza, el clero y la burguesía, es decir, de los tres estamentos para que le aconsejaran sobre la manera de volver a conseguir dinero.

Como no le agradaron las propuestas y exigencias de los estamentos, el rey, por medio de su maestro de ceremonias, quiso ordenarles que volvieran de nuevo a casa. Pero un hombre llamado Mirabeau, persona inteligente y apasionada, le respondió: «Vaya y diga a su señor que nos hemos reunido aquí por el poder del pueblo, y ese poder sólo se nos arrebatará por la fuerza de las bayonetas».

Nadie había hablado aún así al rey de Francia. La corte no sabía qué hacer. Mientras reflexionaba, la nobleza, el clero y la burguesía reunidos siguieron deliberando cómo poner coto a la mala gestión. Nadie pensaba en derrocar al rey; sólo se querían imponer mejoras similares a las introducidas entonces en todos los Estados. Pero el rey no estaba acostumbrado a que le prescribieran nada. El mismo era una persona débil e indecisa que tenía como ocupación favorita los trabajos manuales, pero consideraba completamente natural que nadie se atreviera a oponerse a su voluntad. Así pues, recurrió a los soldados para dispersar la asamblea de los tres estamentos. El pueblo de París se indignó, pues había puesto su última esperanza en ella. La gente se congregó y se abrió paso hacia la prisión de la Bastilla donde se había encarcelado anteriormente a muchos predicadores de la Ilustración y donde, según se creía, se mantenía presa a una multitud de inocentes. El rey no se atrevió en un primer momento a dar la orden de disparar contra su pueblo para no irritar más a la gente. De ese modo, la imponente fortaleza fue asaltada por el pueblo, que mató a la guarnición. La gente recorrió jubilosa las calles de París llevando en triunfo por la ciudad a los prisioneros liberados, aunque resultó que los únicos encarcelados eran esta vez auténticos criminales.

Entretanto, los estamentos reunidos en asamblea habían tomado decisiones inauditas: querían imponer sin limitaciones los principios de la Ilustración. Sobre todo el de que todas las personas son iguales y deben ser tratadas de igual manera por la ley en cuanto seres dotados de razón. Los nobles de la asamblea se adelantaron con un magnífico ejemplo y renunciaron voluntariamente a todos sus privilegios en medio del entusiasmo general. Todos los franceses podían ocupar cualquier cargo, todos debían tener en el Estado idénticos derechos y deberes, los derechos del hombre, como se los llamó entonces. El pueblo, declaró la asamblea, es el auténtico soberano; y el rey, sólo su delegado.

Ya puedes comprender lo que quiso decir con ello la asamblea de los estamentos: que el soberano está al servicio del pueblo, y no al revés, el pueblo al servicio del soberano; que no le era lícito abusar de su poder. Pero los parisinos que leyeron aquello en los periódicos entendieron de una manera distinta esta doctrina de la soberanía del pueblo. Pensaron que quien debía gobernar a partir de entonces era la gente de la calle y el mercado, el llamado pueblo, sin más. Y como el rey no quiso todavía mostrarse razonable y entró en negociaciones con cortes extranjeras para que le ayudaran contra su propio pueblo, las mujeres del mercado y los pequeños burgueses de París salieron hacia el palacio de Versalles, mataron a la guardia, penetraron en los lujosos salones de magníficas lámparas de araña, espejos y alfombras de damasco y obligaron al rey y a su esposa María Antonieta a ir a París junto con sus hijos y su séquito. Allí quedaron realmente bajo la vigilancia del pueblo.

El rey intentó huir al extranjero. Pero como lo hizo con todo tipo de complicaciones y ceremonias, como si se tratara de un viaje a un baile de máscaras en la corte, lo reconocieron y lo devolvieron a París junto con su familia sometido a estrecha vigilancia. La asamblea estamental, llamada ahora asamblea nacional (tras la disolución de los estamentos) había decidido entretanto otras muchas innovaciones. Se arrebataron sus posesiones a la iglesia católica, así como a todos los aristócratas huidos al extranjero por temor a la Revolución, y se determinó que el pueblo eligiera nuevos representantes que habrían de decidir entonces cada una de las leyes.

De ese modo, el año 1791, se reunió en París un gran número de jóvenes procedentes de todas las partes de Francia para deliberar. Pero los reyes y soberanos del resto de Europa no quisieron permitir durante más tiempo que se limitara y quebrantase progresivamente el poder de un monarca. No obstante, no se dieron demasiada prisa en apoyar a Luis XVI, pues, en primer lugar, no se había ganado mucho respeto con su conducta; y, en segundo lugar, las potencias extranjeras no consideraban en absoluto desagradable un debilitamiento del poder francés. De todos modos, Prusia y Austria enviaron algunas tropas a Francia para proteger al rey. Pero esta medida enfureció al pueblo. El país entero se levantó contra aquella indeseada intromisión ajena. Cualquier aristócrata o partidario del rey resultó sospechoso de ser un traidor vinculado a aquellos apoyos extranjeros a la corte real. Turbas enfurecidas sacaron de sus casas durante la noche a miles de nobles, los apresaron y los mataron. La ferocidad fue en aumento. Se quería exterminar y aniquilar todo cuanto fuera tradicional.

Se comenzó por el vestido. Los partidarios de la Revolución no llevaban peluca ni calzones ni medias de seda. Se cubrían con gorros frigios y se ponían pantalones largos como los que llevamos hoy. Era más sencillo y barato. Vestidos así, se lanzaban a las calles gritando: «¡Muerte a los aristócratas! ¡Libertad, igualdad, fraternidad!». La fraternidad, sin embargo, no llegó muy lejos entre los jacobinos, como se llamaba el partido más extremoso. Los jacobinos persiguieron no sólo a los nobles sino a todos cuantos no compartieran su opinión. Y al que perseguían, lo decapitaban. Se inventó una máquina especial, la guillotina, que permitía decapitar de manera sencilla y rápida. Se creó un tribunal propio, el tribunal revolucionario, que dictaba día tras día sentencias de muerte contra gente, que era ejecutada luego con la guillotina en las plazas de París.

Los dirigentes de aquellas masas excitadas eran gente extraña. Uno de ellos, Danton, fue un orador apasionado y un hombre audaz y sin miramientos que con su voz imponente exhortaba al pueblo a luchar sin tregua contra los partidarios del rey. Otro se llamaba Robespierre y era exactamente lo contrario que Danton, un abogado envarado, sobrio y seco que pronunciaba discursos interminables en los que nunca dejaban de aparecer los héroes de la época de los griegos y los romanos. Robespierre subía a la tribuna de oradores de la asamblea nacional vestido siempre de manera impecable y con movimientos acompasados, como un maestro de escuela ridículo y temido. Allí hablaba de la virtud y nada más que de la virtud; de la virtud de Catón y de la virtud de Temístocles, de la virtud del corazón humano en general y del odio contra el vicio. Y como se debía odiar el vicio, había que cortar la cabeza a los enemigos de Francia. Entonces triunfaría la virtud. Y los enemigos de Francia eran todos los que no opinaban como él. Así, en nombre de la virtud del corazón humano hizo ejecutar a cientos de adversarios. No tienes por qué creer que fuera un hipócrita. Lo creía de veras. No se dejaba sobornar con ningún regalo ni conmover por ninguna lágrima. Era terrible y quería, además, difundir el terror. El terror entre los enemigos de la razón, según decía.

El rey Luis XVI fue llevado también ante el tribunal del pueblo y condenado a muerte por haber pedido ayuda extranjera contra su propio pueblo. Al poco tiempo fue decapitada también María Antonieta. Al morir, ambos demostraron más dignidad y grandeza que en vida. Pero los países extranjeros se mostraron realmente horrorizados por la ejecución. Un gran número de tropas marchó contra París, pero el pueblo no permitió ya que le arrebataran su libertad. Todos los hombres de Francia fueron llamados a las armas, y los ejércitos alemanes sufrieron una derrota, mientras el dominio del terror hacía estragos en París y, sobre todo, en las capitales de provincias.

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