Breve historia del mundo (32 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

En aquellos años estuvo a punto de ocurrir lo mismo con el imperio insular japonés. La situación en Japón era muy similar a la de Europa en la Edad Media. El verdadero poder se hallaba en manos de los nobles y los caballeros, sobre todo en las de una familia que controlaba al emperador, el mikado, como los antepasados de Carlomagno habían controlado a los reyes merovingios. Los japoneses habían aprendido siglos atrás de los chinos a pintar, construir casas y escribir poesía, y ellos mismos sabían hacer cosas magníficas. Pero Japón no era un gran imperio pacífico y sosegado como China. Los poderosos aristócratas de las diversas comarcas e islas mantenían entre sí pugnas caballerescas. En torno a 1850, los más pobres se unieron para arrebatar el poder a los grandes del imperio. Pero, ¿cómo conseguirlo? Sólo sería posible con la ayuda del emperador, el mikado, aquella marioneta sin poder que debía pasar varias horas diarias sentada en su trono. Por tanto, la pequeña nobleza luchó contra los poderosos terratenientes del país en nombre del emperador, a quien pretendían devolver la antigua autoridad que debió de haber tenido en un oscuro pasado.

Todo aquello ocurría en el momento preciso en que las primeras legaciones europeas regresaban a un Japón que había sido durante más de 200 años tierra prohibida para cualquier extranjero. El ajetreo de las ciudades japonesas, con sus millones de habitantes, sus casas de bambú y papel, sus delicados jardincillos, sus bellas damas con tocados como torres, los gallardetes policromos de los templos, la compostura solemne, seria y contenida de los caballeros con sus espadas les debieron de resultar a los embajadores blancos bellos y ridículos. Pisotearon con sus sucias botas de andar por la calle las costosas alfombras de los palacios, sobre las que los japoneses sólo pisaban descalzos, y no se consideraron obligados a observar las ancestrales costumbres de aquellos supuestos salvajes, los japoneses, al saludar o al tomar el té. Pero no tardaron en ser objeto de odio. Cierto día en que un grupo de viajeros de América no se hizo cortésmente a un lado, según la costumbre, cuando un príncipe importante recorría el país en su litera acompañado de los miembros de su séquito, éstos se enfurecieron de tal modo que arremetieron a golpes contra los americanos y mataron a una mujer. Acto seguido llegaron, como era de suponer, unos barcos de guerra ingleses para bombardear la ciudad. Los japoneses vieron cómo se les venía encima la suerte de los chinos. Pero, entretanto, la revolución contra los magnates del país había triunfado y el emperador, llamado en Europa el mikado, tenía ahora realmente un poder ilimitado. Apoyado por consejeros inteligentes que nunca aparecían en público, decidió emplear su autoridad para proteger en el futuro a su país de la soberbia de los extranjeros. Eso no implicaba renunciar a la antigua cultura. Bastaba con aprender los últimos inventos de los europeos. Así pues, el emperador abrió definitivamente el país a los extranjeros.

Llamó a oficiales alemanes que organizaron un ejército moderno, y designó ingleses para construir una flota también moderna. Envió a japoneses a Europa para que estudiaran la nueva medicina y asimilaran las demás ciencias que habían permitido a aquel continente hacerse tan poderoso en los últimos años, e implantó, siguiendo el ejemplo alemán, la escolarización general obligatoria para preparar al pueblo para la lucha. Los europeos estaban encantados. Los japoneses eran, al parecer, un pueblecito razonable al haber abierto de aquel modo su país. Se apresuran a venderles y mostrarles todo cuanto pedían. Y en pocas décadas, los japoneses habían aprendido las artes europeas de la maquinaria de la guerra y la paz. Y una vez puestos al día, acompañaron de nuevo a los europeos hasta la puerta con toda cortesía. «Ahora sabemos lo que vosotros sabéis. Ahora nuestros barcos de vapor saldrán a comerciar y conquistar, y nuestros cañones bombardearán ciudades pacíficas si alguien se atreve a humillar en ellas a un japonés». Los europeos pusieron cara de perplejidad, y aún siguen poniéndola, pues los japoneses son los mejores alumnos de toda la historia universal.

Aquel mismo año en que Japón comenzó a liberarse, ocurrieron también en Norteamérica sucesos importantísimos. Recordarás que las colonias mercantiles inglesas, las ciudades portuarias de la costa este de Norteamérica, se habían independizado de Inglaterra en 1776 para fundar una confederación de Estados libres. Los colonos españoles e ingleses avanzaron cada vez más hacia el oeste luchando contra las tribus indias. Seguro que sabes por haberlo leído en libros de indios cómo eran las cosas allí y cómo los granjeros construían sus casas de troncos, cómo talaban los densos bosques y cómo luchaban, cómo los vaqueros guardaban sus gigantescos rebaños y cómo el salvaje oeste se pobló de buscadores de oro y aventureros. En las comarcas arrebatadas a las tribus indias se fueron fundando nuevos Estados. Puedes imaginarte que, al principio, se trataba de tierras muy poco cultivadas. Pero, sobre todo, aquellos Estados eran muy diferentes entre sí. Los situados en el sur, en zona tropical, vivían de grandes plantaciones donde se cultivaban enormes cantidades de algodón y caña de azúcar. Los colonos eran propietarios de inmensos terrenos. El trabajo lo realizaban esclavos negros comprados en África a quienes se trataba muy mal.

La situación era distinta más al norte. Allí no hace tanto calor, y el clima recuerda al nuestro. En esa zona había campesinos y ciudades no muy diferentes de las de la patria inglesa de los emigrantes, aunque todo era mucho más grande. No se necesitaban esclavos, pues era más fácil y barato realizar el trabajo por cuenta propia. Así, los ciudadanos de los Estados del norte, en su mayoría cristianos piadosos, consideraron una vergüenza para la Unión, fundada sobre los principios de los derechos humanos, mantener esclavos como en la Antigüedad pagana. Los Estados del sur explicaban, además, que necesitaban a los esclavos negros y que, sin ellos, se hundirían; que los blancos no podían realizar el trabajo en medio de aquel calor, mientras que los negros no habían nacido para ser libres, etc. El año 1820 se llegó a un compromiso; los Estados al sur de una línea determinada podían tener esclavos; los del norte, no.

Pero, con el tiempo, la vergüenza del esclavismo resultó insoportable. Parecía, ciertamente, que no se podía hacer gran cosa contra ello, pues los Estados del sur, con sus inmensas plantaciones, eran mucho más poderosos y ricos que las comarcas campesinas del norte y, además, no estaban dispuestos a ceder por nada del mundo. Pero, finalmente, encontraron la horma de su zapato en la persona del presidente Abraham Lincoln. Su destino no fue nada corriente. Había crecido como un sencillo campesino en el interior del país, había luchado el año 1832 contra un jefe indio, «Halcón negro», y había sido luego funcionario de correos de una pequeña ciudad. Allí, en su tiempo libre, estudió las leyes del país y llegó a ser abogado y diputado. Como tal, luchó contra la esclavitud y fue muy odiado por los dueños de las plantaciones de los Estados sureños. Sin embargo, en 1861 fue elegido presidente, lo cual fue para los Estados del sur motivo suficiente para desvincularse de los Estados Unidos y crear su propia confederación de Estados esclavistas.

Lincoln dispuso pronto de 75.000 hombres que se le ofrecieron voluntarios. Sin embargo, la situación era muy mala para el norte, en especial porque Inglaterra apoyaba a los Estados esclavistas a pesar de haber suprimido y, prohibido la esclavitud en sus propias colonias desde hacía algunas décadas. Se declaró una guerra civil terriblemente sanguinaria pero, finalmente, venció el valor y la tenacidad de los campesinos del norte y, en 1865, Lincoln pudo entrar en la capital de los Estados sureños en medio de jubilosos esclavos liberados. Once días después, durante una representación teatral, fue asesinado por un sureño. Pero su obra estaba cumplida. Los Estados Unidos de América, reunidos y libres otra vez, se convirtieron pronto en uno de los países más ricos y poderosos del mundo. Al parecer, se puede vivir también sin esclavos.

DOS NUEVOS ESTADOS EN EUROPA

He conocido a muchas personas que eran niños cuando aún no existían ni Alemania ni Italia. Sorprendente, ¿no te parece? Esos Estados grandes y poderosos, de una importancia tan decisiva no son, en absoluto, muy antiguos. Tras la revolución burguesa de 1848, cuando por toda Europa se construían nuevas líneas de ferrocarril y se instalaban tendidos telegráficos, cuando las ciudades, convertidas en ciudades fabriles, crecían y muchos campesinos emigraban a ellas, cuando los hombres llevaban sombrero de copa y lentes sin patillas pero con cordones negros, nuestra Europa era todavía un rompecabezas de pequeños ducados, reinos, principados y repúblicas aliadas o enemistadas de manera enrevesada.

Si dejamos de lado a Inglaterra, más preocupada por sus colonias en América, la India y Australia que por el vecino continente, en aquella Europa había tres potencias importantes. En el centro se hallaba el imperio de Austria. Allí gobernaba desde 1848 el emperador Francisco José en el palacio vienes de Hofburg. Cuando yo era pequeño lo vi pasear en carroza, ya anciano, por el parque de Schónbrunn, y recuerdo aún bien la solemne comitiva de su funeral. Era el auténtico emperador en el verdadero sentido de la palabra. Mandaba sobre pueblos y países muy diversos. Era emperador de Austria, rey de Hungría y conde del Tirol con título de príncipe y poseía una infinidad de otros títulos heredados del pasado, incluso el de rey de Jerusalén y protector del Santo Sepulcro, conservado desde el tiempo de las Cruzadas. Bajo su soberanía se hallaban así mismo muchas comarcas italianas, y otras más bajo la de su familia, junto con croatas, serbios, checos, eslovenos, eslovacos, polacos y muchísimos otros pueblos. Por eso, en los billetes de banco austriacos de entonces se podía leer el valor, por ejemplo «Diez Coronas», en todas aquellas lenguas. El emperador de Austria seguía teniendo también nominalmente algún poder en los principados alemanes, pero esto era especialmente complicado. Desde que Napoleón destruyera en 1806 el último resto del Sacro Imperio Romano Germánico, no existía ya un imperio alemán. Los distintos países de habla alemana constituían sólo una confederación, la Confederación Alemana, o Deutscher Bund, a la que pertenecía también Austria junto con Prusia, Baviera, Sajonia, Hannover, Francfort, Brunswick, etc., etc. La Confederación Alemana era un conjunto complejo y curioso. En cada retazo de tierra mandaba un príncipe distinto, y todos tenían monedas y sellos propios y uniformes distintos para sus funcionarios. Aquello había sido siempre poco práctico, incluso cuando se necesitaban varios días para viajar de Berlín a Munich en coche de postas. Pero ahora, desde que el ferrocarril no tardaba ni un día en realizar ese recorrido, apenas podía soportarse.

Las cosas tenían un aspecto completamente distinto a izquierda y derecha de Alemania, Austria e Italia.

Al oeste se encontraba Francia, que, poco después de la revolución burguesa, se había convertido nuevamente en un imperio, a partir de 1848. Un sucesor del gran Napoleón había sabido despertar los recuerdos de la antigua gloria y, aunque no era ni de lejos un hombre tan grande, fue elegido, primero, presidente de la república y, enseguida, emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III. A pesar de todas las guerras y revoluciones, Francia era entonces un país especialmente rico y poderoso, con grandes ciudades fabriles.

Al este, la situación era la siguiente: el emperador ruso, o zar, no era querido en aquel inmenso país. Tienes que pensar que muchos ciudadanos y burgueses rusos habían estudiado entonces en universidades de Francia o Alemania y eran personas con ideas muy modernas, contemporáneas. Pero el imperio ruso y sus funcionarios tenían, en realidad, un carácter completamente medieval. Piensa que en Rusia no se derogó la servidumbre campesina, al menos de nombre, hasta 1861 y que 23 millones de campesinos rusos no recibieron hasta entonces la promesa de una existencia digna de un ser humano. Pero no es lo mismo prometer que cumplir. En general, en Rusia se gobernaba con el látigo de cuero, el llamado
knut
. Cuando alguien se atrevía a expresarse libremente se le enviaba, por lo menos, desterrado a Siberia, por más inofensivas que fueran sus palabras. La consecuencia fue que los estudiantes y burgueses formados en las ideas contemporáneas odiaban terriblemente al zar, que debía vivir en un temor constante a ser asesinado. En realidad, casi todos los zares acabaron víctimas de muerte violenta, por más vigilancia que tuvieran.

Parecía imposible que junto a la gigantesca Rusia y la poderosa Francia, habituada a la guerra, hubiera algún otro Estado importante en Europa. Desde la pérdida de sus colonias en Sudamérica, que comenzaron a independizarse de ella el año 1810, España había perdido cualquier poder. Los periódicos acostumbraban a llamar a Turquía «el hombre enfermo», pues le era ya imposible conservar sus posesiones en Europa. Todos los pueblos cristianos sobre los que había gobernado en otros tiempos lograron liberarse de ella poco a poco con la colaboración entusiástica de Europa. Los primeros fueron los griegos; luego, también, los búlgaros, los rumanos y los albaneses. Rusos, franceses y austriacos se disputaban el resto de la Turquía europea, Constantinopla, lo cual fue una suerte para los turcos pues ningún Estado quería ceder al otro aquel pingüe botín. Esa es la razón de que siguiera siendo turca.

Francia y Austria luchaban entonces —como desde hacía siglos— por conseguir zonas de soberanía en Italia. Pero los tiempos habían cambiado. El ferrocarril había acercado también a los italianos, que, como las ciudades alemanas, tomaron conciencia de que no eran sólo florentinos o genoveses, venecianos o napolitanos, sino todos italianos y que querían decidir su destino por sí mismos. En el norte de Italia había entonces un pequeño Estado, el único libre y autónomo. Se extendía al pie de la montaña por la que Aníbal había descendido en otros tiempos a la llanura. Como se hallaba al pie del monte, la región se llamaba Piamonte. Así pues, el Piamonte y la isla de Cerdeña constituyeron juntos un reino pequeño pero poderoso bajo el rey Víctor Manuel, que tenía un ministro especialmente inteligente y con una gran capacidad de adaptación, Gamillo Cavour, que sabía exactamente qué quería. Quería lo que añoraban desde hacía ya tiempo todos los italianos y por lo que habían derramado su sangre muchas personas durante y antes de la revolución de 1848 en luchas arriesgadas y valientes pero sin control: quería un reino italiano unido. Cavour mismo no era un guerrero. No creía en la fuerza de las conjuraciones secretas y de los asaltos audaces con los que el valiente y fantasioso Garibaldi y sus jóvenes combatientes pretendían lograr la libertad para el país. Buscaba un camino distinto y más eficaz, y lo encontró.

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