Breve historia del mundo (21 page)

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Authors: Ernst H. Gombrich

La ciencia no era practicada ya exclusivamente por algunos monjes en sus celdas conventuales. Muy poco después del 1200, la famosa Universidad de París contaba ya con 20.000 estudiantes de todos los rincones del mundo que aprendían y debatían en grandes disputas las opiniones de Aristóteles y su coincidencia con la Biblia.

Toda aquella vida cortesana y urbana llegó también por esas fechas a Alemania, sobre todo a la corte del emperador. Esta corte se hallaba entonces en Praga, pues, tras la muerte de Rodolfo de Habsburgo, la elección había recaído en otras familias. Desde 1310 gobernaba desde Praga sobre toda Alemania la familia de los Luxemburgo como reyes y emperadores. Pero, en realidad, apenas mandaban ya realmente sobre el país, sino que cada uno de los príncipes feudales regía independientemente en Baviera, Württemberg, Austria, etc. El emperador alemán era tan sólo el más poderoso de ellos. La tierra propia de los Luxemburgo era Bohemia, en cuya capital, Praga, reinaba desde 1347 Carlos IV como soberano justo y amante del lujo. En su corte había caballeros tan nobles como en Flandes, y en sus palacios se podían ver cuadros tan bellos como en Aviñón. El año 1348 fundó, además, una universidad en Praga, la primera del imperio alemán.

En Viena, la corte de Rodolfo IV, llamado «el Fundador», yerno de Carlos IV, era casi tan esplendorosa y rica como la de éste. Te habrás dado cuenta de que ninguno de esos soberanos vivía ya en castillos solitarios ni recorría el país en arriesgadas campañas guerreras. Tenían su palacio en medio de la ciudad. De ahí puedes deducir lo importantes que habían llegado a ser las ciudades. Y eso no era más que el principio.

UNA NUEVA ERA

¿Conservas cuadernos de cursos anteriores o algún tipo de objetos viejos? Al hojearlos, uno se sorprende —¿verdad que sí?— de lo que ha cambiado en el poco tiempo transcurrido desde entonces. Nos extrañamos de cómo escribíamos. De las faltas y de los aciertos. Y, sin embargo, no nos dábamos cuenta de estar cambiando. Así ocurre también con la historia del mundo.

Sería estupendo que, de pronto, pasaran a caballo unos pregoneros por las calles y nos anunciaran: «¡Atención! ¡Comienza una nueva era!». Pero las cosas no son así: las personas cambian sus puntos de vista y apenas se percatan. Y, de pronto, lo advierten; como tú cuando examinas antiguos cuadernos de clase. Entonces se sienten ufanos y dicen: «Somos la nueva época». Y suelen añadir: «¡Antes, la gente era estúpida!».

Algo parecido ocurrió en las ciudades italianas en los años posteriores al 1400. Principalmente en las ricas y grandes ciudades de Italia central, sobre todo en Florencia. También allí había gremios y se había construido una gran catedral. Pero no existían propiamente caballeros nobles, como en Francia y Alemania. Los burgueses de Florencia no consentían ya que los emperadores alemanes les dictaran órdenes. Eran tan libres e independientes como lo habían sido en otros tiempos los ciudadanos de Atenas. Poco a poco, estos burgueses —comerciantes y artesanos— fueron considerando importantes ciertas cosas que no lo habían sido para los caballeros y artesanos de tiempos anteriores, en la auténtica Edad Media.

No se tenía mucho en cuenta que alguien fuera un guerrero o artesano de Dios que sólo actuaba en su honor y a su servicio. Sobre todo se quería de la gente que fuese capaz, que supiera e hiciera cosas y tuviera juicios propios. Que no preguntara a nadie por su opinión y no pidiera a nadie su aprobación. Que no consultara libros antiguos para saber cuáles habían sido los usos y costumbres de antaño, sino que abriera los ojos y aferrara las cosas. Eso era lo que les interesaba. Abrir los ojos y echar mano de las cosas. Se consideraba más o menos secundario que uno fuera noble o pobre, cristiano o hereje, o que observara o no todas las reglas del gremio. Lo principal eran la autonomía, la eficiencia, la inteligencia, el conocimiento y la energía. Se preguntaba poco por el origen, la profesión, la religión o la patria; la pregunta era, más bien: ¿qué clase de persona eres?

Y, de pronto, hacia 1420, los florentinos se dieron cuenta de que eran distintos de cómo se había sido en la Edad Media. De que valoraban otras cosas. De que les parecían bellos objetos que no se lo habían parecido a sus antepasados. Las antiguas catedrales y cuadros les resultaban tenebrosos y rígidos; las antiguas costumbres, aburridas. Buscaban algo tan libre, independiente y sin prejuicios como a ellos les gustara. Entonces descubrieron la Antigüedad. La descubrieron correctamente. Para ellos carecía de importancia que la gente de entonces hubiera sido pagana. Lo único que les sorprendía era la eficiencia de aquellas personas. Con qué libertad habían debatido sobre todas las cuestiones de la naturaleza y el mundo, con razonamientos y contraargumentos; cómo se habían interesado por todo. Aquellas personas eran ahora los grandes modelos. Sobre todo, por supuesto, en ciencia.

La gente salió literalmente a la caza de libros latinos y se hicieron esfuerzos por escribir en un latín tan bueno y claro como el de los auténticos romanos. También se aprendió griego y se disfrutó con las magníficas obras de los atenienses de la era de Pericles. Pronto comenzaron a interesarse mucho más por Temístocles y Alejandro Magno, por César y Augusto que por Carlomagno o Barbarroja. Era como si todo el tiempo intermedio hubiera sido sólo un sueño, como si la libre Florencia fuera a convertirse en una ciudad como Atenas o Roma. La gente tuvo de pronto la sensación de que aquel tiempo antiguo y pasado de la cultura griega y romana había renacido. Ellos mismos se consideraban como recién nacidos por medio de aquellas obras antiguas. Por eso se hablaba mucho de «Rinascimento», palabra italiana que significa «renacimiento». La culpa de lo que quedaba en medio era, según se creía, de los feroces germanos, que habían destruido el imperio. Los florentinos querían hacer resurgir con sus propias fuerzas el espíritu antiguo.

Les entusiasmaba todo lo que fuera del tiempo de los romanos, las magníficas estatuas y los suntuosos y grandes edificios cuyas ruinas aparecían por toda Italia. Antes las llamaban «ruinas del tiempo de los paganos», y eran más bien objeto de temor que de observación atenta. Ahora, de pronto, se daban cuenta de su belleza. Y así, los florentinos comenzaron a construir otra vez con columnas.

Pero no sólo se buscaron cosas antiguas, sino que se contempló, además, la propia naturaleza de una forma tan nueva y sin prejuicios como lo habían hecho los atenienses 2.000 años antes. Se descubrió lo hermoso que era el mundo, el cielo y los árboles, las personas, las flores y los animales. Se pintaron las cosas tal como se veían. Ya no de manera solemne, grandiosa y sagrada, según se representaban en las historias santas de los libros de los monjes y las vidrieras de las catedrales, sino con viveza y gracia, con desenvoltura y naturalidad, con claridad y exactitud, tal como se quería que fuera todo. Abrir los ojos y aferrar las cosas era también la mejor actitud en asuntos de arte. Esa era la razón de que, en aquel tiempo, vivieran en Florencia los más grandes pintores y escultores.

Estos pintores no se sentaban ante sus cuadros para reproducir el mundo como unos buenos artesanos. Querían comprender además todo cuanto pintaban. Hubo sobre todo un pintor en Florencia para quien no fue suficiente pintar buenos cuadros, por bellos que sean. Y eso que los suyos eran, incluso, los más hermosos. Quería saber cómo eran en realidad todas aquellas cosas que pintaba, y cuál la relación existente entre ellas. Este pintor se llamaba Leonardo da Vinci. Era hijo de una muchacha campesina y vivió de 1452 a 1519. Quería saber cuál es el aspecto de una persona cuando llora y cuando ríe, cómo se ve por dentro un cuerpo humano —los músculos, los huesos y los tendones—. Para ello pidió que le trajeran de los hospitales cadáveres de personas muertas y los diseccionó y estudió. Aquello era entonces algo totalmente insólito. Pero Leonardo no se detuvo ahí. Miró con ojos nuevos plantas y animales y reflexionó sobre cómo hacen las aves para volar. Entonces se le ocurrió la idea de si los seres humanos no serían capaces de algo igual. Fue la primera persona que investigó con precisión y detalle la posibilidad de construir un pájaro artificial, una máquina voladora. Y estaba convencido de que alguna vez se lograría. Se interesó por toda la naturaleza, pero no lo hizo consultando los escritos de Aristóteles o los libros de estudio de los árabes. Quería saber siempre si lo que leía en ellos era realmente cierto. Para ello se dedicó, sobre todo, a abrir los ojos; y sus ojos vieron más que los de cualquier persona antes de él, ya que no se limitó a mirar, sino que, además, pensó. Cuando deseaba saber algo, por ejemplo, qué ocurre cuando el agua forma remolinos o cómo asciende el aire caliente, se dedicaba a hacer experimentos. No daba mucho crédito a la sabiduría libresca de sus contemporáneos y fue el primer hombre que se dispuso a conocer de forma experimental todas las cosas de la naturaleza. Dibujaba sus observaciones y las apuntaba en notas y cuadernos que guardaba y cuyo número era cada vez mayor. Al hojear actualmente sus apuntes, uno se sorprende a cada momento de que un solo hombre pudiera estudiar y experimentar tantas cosas de las que entonces nadie sabía, o no quería saber, nada.

Pero sólo una mínima parte de sus contemporáneos llegó a sospechar que aquel pintor famoso había realizado tantos descubrimientos y tenía opiniones tan insólitas. Era zurdo y escribía con una letra diminuta y vuelta del revés que resulta imposible de leer. Esto le vino muy bien, probablemente, pues en aquel tiempo no dejaba de ser peligroso tener opiniones independientes. Así, entre sus anotaciones, leemos la siguiente frase: «El Sol no se mueve». No pone nada más. Pero esas palabras nos permiten ver que Leonardo sabía que la Tierra gira en torno al Sol, y que no es el Sol el que da la vuelta cada día alrededor de la Tierra, como se había creído durante miles de años. Quizá Leonardo se limitó a esta única frase porque sabía que en la Biblia no se decía nada de ello y que muchos creían que, despues de 2.000 años, las cosas de la naturaleza se debían seguir viendo como las habían visto los judíos cuando se escribió la Biblia.

Pero lo que llevó a Leonardo a guardarse para sí todos sus maravillosos descubrimientos no fue sólo el miedo a ser considerado un hereje. Conocía muy bien a los humanos y sabía que lo emplean todo para matarse unos a otros. Por eso, en otro pasaje de los manuscritos de Leonardo leemos lo siguiente: «Sé cómo se puede estar bajo el agua y permanecer mucho tiempo sin alimentarse. Pero no lo voy a hacer público ni explicárselo a nadie, pues los seres humanos son malvados y utilizarían ese arte para asesinar, incluso, en el fondo del mar. Perforarían los cascos de los barcos y los hundirían con toda la gente que fuera en ellos». No todos los inventores fueron, por desgracia, tan buenas personas como Leonardo da Vinci, y así los seres humanos han llegado a saber desde hace tiempo lo que él no quiso enseñarles.

En la época de Leonardo da Vinci había en Florencia una familia especialmente rica y poderosa. Eran comerciantes de lana y banqueros. Se llamaban los Médicis y, con su consejo e influencia, dirigieron la historia de la ciudad casi todo el tiempo entre los años 1400 y 1500, como lo había hecho antiguamente Pericles en Atenas. El principal miembro de la familia fue Lorenzo de Médicis, llamado «el Magnífico» por el hermoso uso que dio a su gran riqueza. Se preocupaba por todos los artistas y eruditos. Si se enteraba de la existencia de algún joven dotado, lo llevaba a su casa y le proporcionaba instrucción. Por las costumbres de aquella casa puedes ver cómo pensaba la gente de entonces. No había allí en la mesa ningún orden de preferencia por el que los más ancianos y nobles se hubieran de sentar en la cabecera, sino que el primero en aparecer ocupaba el lugar preferente junto a Lorenzo de Médicis, aunque fuera un muchacho aprendiz de pintor; y quien llegaba el último, se sentaba al final, aunque se tratara de un embajador.

Todo aquel placer nuevo por el mundo, por las personas eficientes y los objetos hermosos, por las ruinas y los libros de romanos y griegos fueron imitados pronto en todas partes, pues una vez que se ha descubierto algo, el resto de la gente no tarda en aprender. En la corte del papa, que se encontraba de nuevo en Roma, se llamó a los grandes artistas para que construyeran palacios e iglesias según el nuevo estilo o los decoraran con cuadros y esculturas. En particular, cuando algunos clérigos ricos de la familia de los Médicis fueron elegidos papas, vivieron en Roma los mayores artistas de toda Italia, que crearon allí sus obras más grandes. Es cierto que la nueva manera de ver las cosas no estaba siempre en consonancia con la antigua piedad y, por tanto, los papas de entonces fueron menos sacerdotes y curas de almas de la cristiandad que príncipes magníficos deseosos de conquistar Italia y que gastaron de su capital inmensas sumas de dinero para maravillosas obras de arte.

Esta actitud de renacimiento de la Antigüedad pagana se había extendido igualmente por las ciudades de Alemania y Francia. Los burgueses comenzaron también allí a interesarse poco a poco por las nuevas ideas y formas y se dedicaron a leer nuevos libros en latín. Esto era más fácil y barato desde 1453, pues, ese año, un alemán realizó un gran invento; un invento tan extraordinario como la invención de las letras por los fenicios. Se trataba del arte de la imprenta. Hacía tiempo que se conocía en China —y desde hacía algunas décadas, también en Europa— la posibilidad de impregnar con tinta negra planchas de madera talladas e imprimirlas después sobre papel. Pero el descubrimiento del alemán Gutenberg consistió en tallar letra a letra en taquitos de madera, y no placas enteras. Esos taquitos se podían colocar a continuación en una especie de cajas que se sujetaban en un marco y se imprimían cuantas veces se deseara. Una vez hecho un número suficiente de copias impresas de la página, se separaba el marco, y las letras podían volver a componerse. Era sencillo y barato. Más sencillo y barato, por supuesto, que cuando se copiaban los libros uno a uno en un trabajo de años, como tuvieron que hacer los esclavos romanos y griegos y los monjes. Pronto hubo en Alemania e Italia un gran número de imprentas y de libros impresos, Biblias y otros escritos, y se comenzó a leer con pasión en las ciudades y hasta en el campo.

Pero por aquel entonces otro descubrimiento transformó el mundo más todavía. Fue la invención de la pólvora. Los chinos la conocían también, probablemente, desde hacía tiempo, pero la emplearon sobre todo para fuegos artificiales y cohetes. Fue en Europa donde, a partir del año 1300, se comenzó a disparar cañonazos contra castillos y personas. Y no pasó mucho tiempo hasta que los soldados individuales tuvieron en sus manos enormes y toscas armas de cañón. Es cierto que era más rápido disparar con arcos y flechas. Un buen arquero inglés podía lanzar por entonces 180 flechas en un cuarto de hora, que es lo que le costaba a un soldado cargar el arcabuz y hacer fuego con una mecha encendida. Sin embargo, en la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra se utilizaron ya en varias ocasiones cañones y armas individuales, que se difundieron cada vez más a partir de 1400.

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