Read Breve historia del mundo Online
Authors: Ernst H. Gombrich
Cuanto peor le iba a la gente, más esperaba el milagro. Se imaginaban con todo detalle al emperador sentado en la montaña; su barba rojiza y llameante había atravesado la mesa de piedra de tanto como llevaba allí durmiendo. El emperador se despertaría cada cien años y preguntaría a su escudero si los cuervos seguían volando en torno a la montaña. Sólo cuando el escudero dijera: «¡No, señor; no veo ninguno!», se alzaría y hendiría con la espada la mesa en la que había penetrado su barba al crecer, abriría de un tajo la montaña en cuyo interior se hallaba hechizado y saldría a caballo con todos sus vasallos revestido de magnífica armadura. ¿No crees que si aparecieran hoy se quedarían estupefactos?
Pero al final, lo que puso el mundo en orden no fue un milagro así, sino un caballero enérgico, hábil y de miras más amplias cuyo castillo se alzaba en Suiza y se llamaba Habsburgo. Este caballero tenía por nombre Rodolfo de Habsburgo. Los príncipes le habían elegido rey en 1273 porque esperaban que, como caballero pobre y poco famoso, no se inmiscuiría en sus asuntos. Pero no habían contado con su habilidad e inteligencia. Es cierto que al principio poseía pocas tierras y, por tanto, escaso poder. Pero supo aumentarlas de manera muy sencilla, incrementando así su autoridad.
Tras marchar a la guerra contra Otokar, el rebelde rey de los bohemios, y vencerlo, le arrebató una parte del país. De ese modo quedó justificado como rey. Luego se la concedió en feudo a sus propios hijos en el año 1282. Esa parte era el país de Austria. Así fue como consiguió un gran poder para su familia, llamada Habsburgo por el nombre de su castillo suizo. Y la familia supo aumentar ese poder mediante concesiones continuas de nuevos feudos a sus parientes recurriendo a bodas y legados hereditarios, hasta el punto de que los Habsburgo fueron pronto una de las dinastías principescas mejor consideradas y más influyentes de Europa. No obstante, gobernaron más en sus grandes feudos familiares (es decir, en Austria) que en el imperio alemán, a pesar de ser reyes y emperadores alemanes. Pronto, los demás señores feudales, duques, obispos y condes, gobernaron en sus territorios de Alemania como príncipes no sometidos a casi ninguna limitación. Pero con los Hohenstaufen había concluido la verdadera época de la caballería.
En los cien años que transcurrieron entre Federico I Barbarroja, muerto en 1190, y Rodolfo I de Habsburgo, muerto en 1291, se produjeron en Europa muchísimos cambios. Más de los que uno pueda imaginar. Ya te he contado que en tiempos de Barbarroja había en Italia poderosas ciudades cuyos burgueses se atrevían a enfrentarse al emperador y hacerle la guerra; mientras, en Alemania, había caballeros, monjes y campesinos. Al cabo de cien años, la situación era muy diferente. Los alemanes habían viajado mucho, aunque sólo fuera por las cruzadas que les llevaron a Oriente, y entablado relaciones comerciales con países lejanos. En ellos, sin embargo, no se podían intercambiar bueyes por ovejas, ni cuernos para beber por paños. Allí se necesitaba dinero. Y si había dinero, había también mercados donde era posible comprar toda clase de mercancías. Estos mercados no se podían establecer en cualquier parte. Se trataba de lugares determinados protegidos con murallas y torres y situados casi siempre en las cercanías de un castillo. Quien entraba en ellos y practicaba el comercio era un burgués y ya no estaba sometido a un propietario de tierras. En aquellos tiempos se decía: «El aire de la ciudad hace a la gente libre», pues los burgueses de las ciudades más importantes no eran súbditos de nadie fuera del rey.
No debes imaginar la vida en una ciudad medieval como la vida urbana de hoy en día. Las ciudades eran casi siempre diminutas, estaban llenas de rincones y tenían callejas angostas y casas altas y estrechas con gablete. En ellas vivían muy apretujados los comerciantes y los artesanos con sus familias. Los comerciantes solían recorrer el país acompañados de gente armada. Se trataba de algo necesario, pues por aquel entonces muchos caballeros eran tan poco caballerosos que se habían convertido, sencillamente, en bandoleros. Instalados en sus castillos, acechaban a los comerciantes para saquearlos. Pero los ciudadanos y los burgueses no lo consintieron por mucho tiempo. Tenían dinero y podían pagar soldados. Solían vivir, pues, en conflicto con los caballeros y no era raro que los burgueses vencieran a esos caballeros bandoleros.
Los artesanos, sastres, zapateros, pañeros, panaderos, cerrajeros, pintores, carpinteros, canteros y constructores constituían asociaciones artesanales o federaciones llamadas gremios. Cada uno de ellos, por ejemplo el gremio de los sastres, era tan cerrado y tenía leyes casi tan rigurosas como el estamento de los caballeros. No todo el mundo podía alcanzar sin más ni más el grado de maestro sastre. Antes había que ser aprendiz durante un tiempo determinado; luego, se obtenía el grado de oficial y había que recorrer mundo para conocer ciudades y formas de trabajo ajenas. Estos oficiales itinerantes recorrían el país a pie y visitaban, a menudo durante años, muchas naciones hasta el momento de regresar a casa o encontrar una ciudad desconocida que necesitara —pongamos por caso— un maestro sastre, pues en las ciudades pequeñas no hacían falta muchos y el gremio procuraba con gran rigor que no accediera al grado de maestro más gente de la que podía hallar trabajo. El oficial debía demostrar allí lo que sabía, es decir, preparar una pieza maestra (un bello abrigo, por ejemplo), y, a continuación, se le nombraba solemnemente maestro y era recibido en el gremio.
Los gremios tenían sus reglas, como la caballería, sus juegos en común, sus banderas de colores y sus hermosos principios que, como es natural, no siempre se observaban, como tampoco los principios de los caballeros. No obstante, existían, y eso ya era algo. El miembro de un gremio tenía que ayudar a otro, no le estaba permitido dañarle ante su clientela, pero tampoco debía suministrar malas mercancías a los suyos, estaba obligado a tratar bien a sus aprendices y oficiales y, sobre todo, tenía que cuidar de la buena fama de la profesión y la ciudad. Tenía que ser, por así decirlo, un artesano de Dios, como el caballero un luchador de Dios.
Y, en efecto, de la misma manera que los caballeros se sacrificaban para combatir por el sepulcro de Cristo en las cruzadas, los burgueses y artesanos hacían también a menudo entrega de sus bienes, sus fuerzas y su bienestar cuando se trataba de construir una iglesia en la ciudad. Para ellos era enormemente importante que su nueva iglesia o su nueva catedral fueran mayores, más bellas y más suntuosas que el edificio más espléndido de cualquiera de las ciudades vecinas. Toda la ciudad compartía aquella ambición y todo el mundo se entregaba entusiasmado a la tarea. Se buscaba al constructor más famoso para que trazara los planos; los canteros tallaban las piedras y hacían estatuas; y los pintores realizaban cuadros para el retablo y ventanales policromos que resplandecían en el interior de las iglesias. A nadie le importaba ser precisamente él el inventor, el diseñador o el constructor; la iglesia era obra de toda la ciudad; era, por decirlo así, el servicio divino realizado por todos en común. Es algo que se nota en esas iglesias. Ya no son los sólidos templos con aspecto de castillos, como las construidas en Alemania en tiempos de Barbarroja, sino espacios magníficos, con amplias bóvedas y altas y esbeltas torres campanarios; espacios donde todo el pueblo de la ciudad tenía sitio y donde se reunía para escuchar a los predicadores, pues por aquel entonces habían aparecido en el mundo nuevas órdenes de frailes a quienes ya no importaba tanto cultivar las tierras del monasterio y copiar libros, sino que recorrían el país, pobres como mendigos, para predicar la penitencia al pueblo y explicar la Biblia. Todo el pueblo acudía a la iglesia a escucharles, lloraba por sus pecados y prometía ser mejor y vivir de acuerdo con las doctrinas del amor.
Pero, de la misma manera que los cruzados llevaron a cabo la horrorosa masacre de Jerusalén, a pesar de ser tan piadosos, muchos burgueses de entonces no extrajeron de los sermones de penitencia la lección de mejorar, sino la de odiar a quienes no tuvieran sus mismas creencias. Los judíos, sobre todo, eran tratados tanto peor cuanto más piadosa creía ser la gente. Tienes que pensar que los judíos eran el único pueblo que pervivía en Europa desde la Antigüedad. Babilonios y egipcios, fenicios, griegos, romanos, galos y godos habían desaparecido o se habían fusionado con otros pueblos. Sólo los judíos, cuyo Estado había sido destruido una y otra vez, subsistieron a lo largo de aquellos tiempos terribles, arrojados y perseguidos de país en país, y aguardaban a su salvador, el Mesías, desde hacía ya 2.000 años. No les estaba permitido poseer campos y ser labradores ni, por supuesto, caballeros. Tampoco podían ejercer un oficio artesanal. Por eso, la única profesión que se les dejaba ejercer era el comercio. Y eso fue lo que practicaron. Sólo podían habitar en ciertos lugares de la ciudad y vestir una ropa determinada; pero, con el tiempo, algunos de ellos consiguieron hacer mucho dinero, de modo que los caballeros y los burgueses se endeudaron con ellos. Eso, sin embargo, les hizo ser más odiados, y a menudo el pueblo caía sobre ellos para arrebatarles su dinero. Los judíos no podían defenderse ni les estaba permitido hacerlo mientras el rey o el clero no se preocuparan de ellos, lo cual sucedía a menudo.
Pero todavía lo pasaban peor quienes habían meditado mucho sobre la Biblia y comenzado a dudar de alguna doctrina. Esas personas que dudaban recibían el nombre de herejes. Y eran objeto de horribles persecuciones. Aquel a quien se reconocía como hereje era quemado vivo en público, tal como quemó Nerón a los cristianos en otros tiempos. Se destruyeron ciudades y asolaron comarcas enteras por causa de aquellas personas que dudaban. Se salía en cruzada contra ellos como contra los mahometanos; y eso lo hacían las mismas personas que habían construido para el Dios de la misericordia y para su buena nueva las poderosas catedrales que con sus torres altivas y sus pórticos llenos de esculturas, sus vidrieras de reflejos oscuros y los miles de estatuas parecían un sueño de la magnificencia del reino de los cielos.
En Francia hubo ciudades e iglesias antes que en Alemania. Francia era un país más rico y había tenido una historia más tranquila. Los reyes franceses habían sabido utilizar pronto en su provecho a los burgueses, el nuevo tercer estado. En torno al año 1300 comenzaron a dejar de conceder a menudo la tierra a los nobles en feudo, conservándola en cambio para sí y haciendo que la administraran los burgueses a cambio de dinero (tal como había hecho antes en Sicilia Federico II). De ese modo, los reyes franceses tenían cada vez más tierra en propiedad; y ya sabes que, entonces, poseer tierra significaba tener siervos, soldados y poder. Poco antes del 1300, los reyes de Francia eran ya los señores más poderosos, pues el rey alemán, Rodolfo de Habsburgo, estaba comenzando por entonces a acumular poder mediante la concesión de tierra a su familia. Pero los franceses eran entonces dueños no sólo de Francia, sino también del sur de Italia. Pronto fueron tan poderosos que, en el año 1305, obligaron incluso al papa a trasladarse de Roma a Francia, donde quedó, por así decirlo, bajo la vigilancia de los reyes franceses. Los papas vivían en un gran palacio de Aviñón lleno de las más maravillosas obras de arte, pero eran casi prisioneros. Por eso, esta época que va del 1305 al 1376 d.C. recibe el nombre de la cautividad babilónica de los papas, en recuerdo del cautiverio de los judíos en Babilonia (que, como sabes, ocurrió entre el 586 y el 538 a.C.).
Pero los reyes franceses querían aún más. Recordarás que en Inglaterra gobernaba la familia normanda que la había conquistado en 1066 llegando de Francia. Eran, por tanto, franceses de nombre; y, por tal motivo, los reyes franceses exigieron ser también soberanos de Inglaterra. Pero como en la familia real francesa no había nacido ningún hijo varón que pudiera heredar el trono, los reyes ingleses exigieron a su vez que, como parientes y súbditos de los reyes de Francia, este país pasara a ser suyo. Así, a partir de 1339 comenzó una terrible guerra que duró más de cien años. Fue, además, una guerra en la que, con el tiempo, ya no luchaban entre sí caballeros individuales ateniéndose a las formas caballerescas, sino grandes ejércitos de burgueses a sueldo. Ahora no se trataba ya de miembros de una gran orden común, como la de los caballeros, cuyos combates constituían una gesta noble, sino, realmente, ingleses y franceses en lucha por la independencia de sus países. Los ingleses fueron ganando terreno poco a poco y conquistaron partes de Francia cada vez mayores. Y pudieron hacerlo, sobre todo, porque el rey francés que gobernaba al final de esta guerra era estúpido e incapaz.
Pero el pueblo no quería ser gobernado por extranjeros. Y entonces ocurrió el milagro: una sencilla pastora de 17 años, Juana de Arco, que se sintió llamada por Dios, consiguió que le dejaran guiar a los franceses revestida de armadura y marchando al frente del ejército; de ese modo arrojó a los ingleses del país. «La paz llegará cuando los ingleses estén en Inglaterra», decía. Pero los ingleses se vengaron terriblemente de ella. La apresaron y la condenaron a muerte por hechicera. Juana de Arco fue quemada el año 1431. No es extraño que se la considerara una maga, pues, ¿no es casi mágico que una muchacha del campo, sola, indefensa y sin cultura consiguiera compensar en dos años las derrotas de casi cien y hacer coronar a su rey sólo con la fuerza de su coraje y entusiasmo?
Es imposible que imagines con suficiente viveza esta época de la Guerra de los Cien Años, el tiempo anterior al 1400, cuando las ciudades crecían y los caballeros no se quedaban ya tozudamente en sus castillos solitarios, sino que vivían en las cortes de los reyes y príncipes ricos y poderosos. La vida era maravillosa, en especial en Italia, pero también en Flandes y Brabante (la actual Bélgica). Había allí ciudades grandes y ricas que comerciaban con telas costosas, con brocado y seda, y que se podían permitir ciertas cosas. Caballeros y nobles aparecían en las fiestas de la corte con vestidos suntuosos y ricamente adornados; ¡cómo me habría gustado estar presente cuando bailaban en corro con las damas en el salón o en el jardín florido al son del violín o el laúd! Las damas vestían ropas aún más costosas y fantásticas. Llevaban tocas muy altas y puntiagudas, como panes de azúcar, con velos largos y finos, y se movían con delicadeza y exquisitez, como muñecas, con sus zapatos puntiagudos y sus vestidos fastuosos y resplandecientes de oro. Hacía tiempo que no se contentaban ya con las salas llenas de humo de los viejos castillos. Vivían en palacios grandes y de muchas habitaciones, con miles de miradores, torrecillas y almenas, cuyo interior estaba decorado con tapices policromos. En aquellas habitaciones se hablaba de manera exquisita y primorosa, y cuando un noble conducía a su dama a la mesa ricamente adornada, la tomaba de la mano con sólo dos dedos y extendía los demás todo cuanto podía. En las ciudades se consideraba desde hacía tiempo algo casi obvio saber leer y escribir. Comerciantes y artesanos tenían que dominar la lectura y la escritura, y muchos caballeros componían artísticos y delicados poemas para sus encantadoras damas.