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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (6 page)

Ivy se inclinó para reducir el amplio espacio que nos separaba.

—Dame la dirección de la casa donde lo encontraron —pidió—. Me gustaría echar un vistazo.

Edden frunció los labios, haciendo que el bigote se contrajera. Era la primera muestra de que estaba recobrando la compostura.

—Ivy, te agradezco mucho tu ofrecimiento —dijo con voz firme—, pero podemos resolverlo sin ayuda. En este momento, mis hombres están examinando el lugar.

El párpado de mi compañera empezó a temblar, y aunque no era fácil de apreciar, creo que sus pupilas se estaban dilatando por el resentimiento.

—Dame la dirección —repitió—. Si lo hizo un inframundano, vas a necesitarnos a Rachel y a mí. La SI no te ayudará.

Por no hablar de que la AFI probablemente no se percatará de todo lo que guarde relación con el Inframundo
, pensé, soltando un bufido y sentándome más derecha sobre el delgado acolchado.

Edden se quedó mirándola, claramente ofendido.

—Mi departamento se está ocupando de todo. Glenn recuperará el conocimiento en unos días y entonces…

De repente cerró los ojos y se quedó en silencio. Ivy se puso en pie, alterada, y en un tono casi cruel, dijo:

—Si no le aprietas las clavijas en las próximas horas a quienquiera que hizo esto, se escapará. —Edden la miró a los ojos, y ella continuó con una actitud algo más amable—: Deja que te ayudemos. Estás demasiado implicado. Toda la AFI lo está. Necesitas a alguien que contemple lo sucedido desde un punto de vista objetivo, y no movido por la venganza.

Emití un pequeño gruñido y me crucé de brazos. En mi mente había deseos de venganza.

—¡Vamos, Edden! Es así como nos ganamos la vida —dije—. ¿Por qué no dejas que te ayudemos?

El pequeño agente me miró con expresión interrogante y un asomo de sarcasmo en sus ojos.

—Es así como Ivy se gana la vida. Tú no eres un detective, Rachel. Tan solo te dedicas a encarcelar a la gente. Apenas sepamos quién lo ha hecho, te lo haré saber. En caso de que se tratara de un brujo, te llamaré.

Aquel comentario me sentó como una bofetada en plena cara, y entrecerré los ojos. Ivy percibió mi irritación y se reclinó hacia atrás, decidida a permitir que me pusiera a chillarle. Sin embargo, en lugar de ponerme en pie y mandarlo de vuelta a la Revelación (lo que provocaría que nos echaran a ambos del hospital), me tragué mi orgullo y me limité a agitar el pie con rabia.

—Entonces, dale la dirección a ella —dije deseando darle una patada accidental en la espinilla—. Es capaz de encontrar el pedo de un hada en medio de un vendaval —añadí, tomando prestada una de las expresiones favoritas de Jenks—. ¿Y si se tratara de un inframundano? ¿Estás dispuesto a correr el riesgo de perderlo solo por tu «orgullo humano»?

Quizás había sido un golpe bajo, pero estaba cansada de acceder a los lugares en los que se había cometido un crimen después de que hubiera pasado el personal de limpieza.

Edden contempló la actitud burlona y expectante de Ivy y, tras quedarse mirando la forma admirable en que contenía mi rabia, sacó un cuaderno de notas del tamaño de la palma de su mano. Sonreí al oír el chirrido del lápiz mientras anotaba algo, sintiendo que me invadía una agradable mezcla de contención e impaciencia. Encontraríamos al agresor de Glenn y le pagaríamos con la misma moneda. E independientemente de quién lo hubiera hecho, más le valía que yo estuviera allí con Ivy, o la vampiresa lo sometería a su personal versión de la justicia.

Edden arrancó la hoja de papel con energía y, con una mueca de descontento, se la tendió a Ivy. Ella me la entregó sin ni siquiera mirarla.

—Gracias —dije con resolución, guardándola.

La suave fricción de unos zapatos sobre la moqueta me hizo levantar la vista, y me di la vuelta para dirigir la mirada hacia el mismo lugar que Ivy, que estaba mirando por encima de mi hombro. Ford avanzaba hacia nosotros arrastrando los pies, con la cabeza gacha y mi bolso en su mano. Sentí un momento de pánico y él reaccionó alzando la vista y sonriendo. Entonces cerré los ojos. Glenn estaba bien.

—Gracias, Dios mío —susurró Edden poniéndose en pie.

No obstante, necesitaba oírlo y, cuando Ford me entregó el bolso, que me había olvidado en la habitación, y agarró el café que Ivy le ofrecía, pregunté:

—¿Se pondrá bien?

Ford asintió con la cabeza, mirándonos por encima del vaso de papel.

—Su mente está bien —dijo, haciendo un gesto de desagrado por el sabor del brebaje—. No ha sufrido daños. En este momento se encuentra sumido en lo más profundo de su psique, pero, apenas su cuerpo se haya repuesto lo suficiente, recuperará la conciencia. Imagino que tardará un día o dos.

Edden suspiró tembloroso, y Ford se puso rígido cuando el capitán de la AFI le estrechó la mano.

—Gracias. Gracias, Ford. Si puedo hacer algo por ti, solo tienes que decirlo.

Ford esbozó una tenue sonrisa.

—Es un placer poder darte buenas noticias. —Acto seguido, retirando la mano, dio un paso atrás—. Disculpadme, tengo que convencer a las enfermeras de que mantengan alejados a los médicos. No sufre tantos dolores como piensan, y están obstaculizando su recuperación.

—Lo haré yo —dijo Ivy poniéndose en marcha—. Les diré que puedo olerlo. No notarán la diferencia.

Un asomo de sonrisa curvó las comisuras de mis labios mientras se alejaba por el pasillo con paso lento pero decidido, llamando a una enfermera por su nombre. Edden no podía dejar de sonreír, y cuando cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Tengo que hacer un par de llamadas —dijo sacando el teléfono móvil. Entonces, preguntó vacilante—: Ford, ¿sabes si Glenn puede oírme cuando le hablo?

Ford hizo un gesto de asentimiento, sonriendo con gesto cansado.

—Tal vez no lo recuerde, pero sí.

Edden pasó la mirada de Ford hacia mí. Era evidente que deseaba marcharse para estar con su hijo.

—Ve —lo animé, dándole un cariñoso empujoncito—. Y dile a Glenn que quiero hablar con él cuando se despierte.

Caminando a paso ligero, Edden se dirigió a la habitación. Suspiré, contenta de que aquella historia fuera a tener un final feliz. Estaba cansada de las otras. Ford parecía complacido, y aquello también suponía un alivio. Vivir así debía de ser un infierno. No era de extrañar que no le contara a nadie lo que era capaz de hacer. Lo habrían acosado hasta el delirio.

—¿Qué le sucedió a la madre de Glenn? —pregunté apenas nos quedamos a solas.

Ford observó cómo Edden hacía un gesto con las manos a las enfermeras mientras atravesaba la amplia y lisa puerta de la habitación.

—Murió hace quince años. La apuñalaron para robarle sesenta dólares.

Ahora entiendo el porqué se hizo policía
, pensé.

—Hace muchos años que solo se tienen el uno al otro —añadí yo. Ford asintió con la cabeza mientras se dirigía hacia los ascensores. Parecía que lo hubieran estado flagelando.

Ivy se unió a nosotros después de hacer un último comentario a la enfermera. A continuación, colocándose a mi lado, miró a Ford.

—¿Qué sucedió en el depósito? —preguntó, encogiendo los hombros bajo su largo abrigo. De pronto, los recuerdos de aquella tarde afloraron de nuevo.

El tono con el que había hecho la pregunta tenía un ligero deje burlón, y la miré de reojo. Sabía que estaba convencida de que sus lentas pero constantes investigaciones encontrarían al asesino de Kisten antes de que yo reconstruyera mis recuerdos. Algo disgustada, eché un vistazo a Ford y luego le pregunté a ella:

—¿Podrías pasarte esta noche para olisquear la moqueta?

Ford se rió por lo bajo justo en el momento en que nos deteníamos ante los ascensores.

—¿Cómo has dicho?

—Tienes mejor olfato que yo —sentencié sin más explicaciones apretando el botón de llamada.

Ivy parpadeó con una expresión más desconcertada de lo habitual.

—¿Has descubierto algo que a la AFI se le escapó?

Asentí y Ford fingió no haber oído nada.

—Bajo el tablero del tocador quedan restos de seda de araña. Es posible que haya una huella, además de la que he dejado yo, claro está. Y la moqueta de debajo de la ventana huele a vampiro. No es tu olor, ni tampoco el de Kisten, así que podría ser el de su asesino.

Una vez más, Ivy se me quedó mirando fijamente. Parecía incómoda.

—¿Eres capaz de distinguirlo?

Las puertas del ascensor se abrieron y los tres subimos.

—¿Tú no? —pregunté echándome atrás y presionando el botón de la planta baja con la punta de la bota, simplemente porque podía.

—Yo soy una vampiresa —declaró, como si aquello marcara la diferencia.

—Hace un año que vivimos juntas —dije, preguntándome si no debería ser capaz de distinguirlo—. Sé perfectamente cómo hueles —murmuré, avergonzada—. No me parece nada del otro mundo.

—Pues lo es —dijo ella en un susurro mientras las puertas se cerraban, y confié en que Ford no la hubiera oído.

—Entonces, ¿vas a pasarte por allí? —pregunté observando cómo descendían los números.

Los ojos de Ivy se habían vuelto completamente negros.

—Sí.

En aquel momento reprimí un escalofrío, alegrándome de que se abrieran las puertas y mostraran un concurrido vestíbulo.

—Gracias.

—Es un placer —dijo con su voz de seda gris tan cargada de impaciencia que casi sentí lástima por el vampiro que había matado a Kisten.

3.

A pesar de que se estaba poniendo el sol y de que el asfalto aparecía cubierto por una árida capa de hielo, en el interior del coche hacía bastante calor. No obstante, empecé a considerar la posibilidad de apagar la calefacción. Cualquier cosa con tal de que Jenks se callara.

—Cinco trols disfrazados de mujeeer —canturreaba mi diminuto amigo, de apenas diez centímetros de altura, desde mi hombro—. Cuatro condones morados, dos vampiresas cachondas, y un súcubo bajo la nieve.

—¡Ya basta, Jenks! —grité.

Desde el asiento del copiloto, Ivy reprimió una carcajada mientras limpiaba con la mano el cristal empañado de la ventana para echar un vistazo al exterior. La calle estaba iluminada por las luces navideñas, que le otorgaba un aspecto sagrado y sereno de clase media consumista. A diferencia del villancico de Jenks, que se trataba de humor adolescente elevado a la máxima potencia.

—El octavo día de Navidad el amor de mi vida me regaló…

En aquel momento comprobé que no teníamos a nadie detrás y pisé el freno de golpe. Ivy, gracias a sus reflejos vampíricos, se agarró fácilmente, pero Jenks salió disparado de mi hombro y consiguió detenerse a pocos centímetros del parabrisas. Sus alas de libélula se convirtieron en una masa borrosa de rojo y plateado, pero no soltó ni una pizca de polvo, lo que significaba que, hasta cierto punto, se esperaba algo así. La sonrisita de su anguloso rostro era típica de Jenks.

—¿Qué…? —comenzó a quejarse adoptando su mejor postura de Peter Pan, con las manos en las caderas.

—¡Cá–lla–te!

Me salté la señal de stop. Estaba helada. Era más seguro así. Al menos aquella iba a ser la razón que iba a esgrimir si me paraba algún agente de la SI especialmente diligente.

Jenks se echó a reír, y su voz chillona sonaba muy a tono con el relajado ambiente de compañerismo que reinaba en el coche y la festiva calidez que se desplegaba en el exterior.

—Ahí está el problema de vosotras, las brujas. Que carecéis por completo de espíritu navideño —dijo tomando asiento en el espejo retrovisor. Era su lugar favorito, y bajé un poco la calefacción. No se habría puesto allí si hubiera tenido frío.

—La Navidad ha terminado —farfullé, guiñando los ojos para poder ver la placa de la dirección en la penumbra. Estaba convencida de que teníamos que estar cerca—. Tengo espíritu festivo de sobra, solo que no de origen cristiano. Y aunque no soy ninguna experta, creo que la Iglesia no estaría contenta con tus cánticos sobre súcubos.

—Puede que tengas razón —concedió mientras se sacudía bajo las capas de tela verde que Matalina le había puesto encima y que pretendían ser ropa invernal para pixies—. Probablemente preferirían oír sobre íncubos en celo.

El pixie soltó un gañido y di un respingo cuando escapó del espejo como una flecha porque Ivy había estado a pocos centímetros de darle un manotazo.

—¡Cierra la boca de una vez, pixie! —le espetó Ivy con severidad la vampiresa de la voz de seda gris. La ropa de cuero que se solía poner para trabajar resaltaba su estilizada figura y le daba el aspecto de una atractiva ciclista que se hubiera puesto de tiros largos, y bajo la gorra con el logotipo de Harley Davidson sus ojos tenían las pupilas negras. Jenks captó la indirecta y, mascullando algo que probablemente fue mejor que no entendiera, se sentó en uno de mis grandes pendientes de aro para acurrucarse entre mi cuello y la suave bufanda roja que me había puesto para esos menesteres. Sentí un escalofrío cuando sus alas me rozaron el cuello, un susurro helado que parecía agua.

Si se veía expuesto durante largo rato a una temperatura inferior a los siete grados, entraría en hibernación, pero podía soportar viajes desde el coche hasta cualquier otro sitio, siempre que fueran cortos y que estuviera debidamente protegido. Además, después de que se enterara de lo de Glenn, hubiera sido imposible impedir que nos acompañara. Si no lo hubiéramos invitado a venir con nosotras a la escena del crimen, me habría encontrado su cuerpo congelado en el interior de mi bolso como un polizón. Sin embargo, sospechaba que la verdadera razón por la que se había unido a nosotras era porque quería escapar de su numerosa prole, que estaba pasando el invierno en mi escritorio.

No obstante, Jenks valía por cinco investigadores de la AFI, y eso cuando tenía un mal día. A los pixies se les daba de maravilla colarse en los sitios, lo que los convertía en expertos en descubrir cualquier cosa que estuviera fuera de lugar, y su proverbial curiosidad hacía que mostraran interés por todo el que entraba o salía. Su polvo no dejaba una impresión duradera y sus huellas dactilares resultaban invisibles a menos que se utilizara un microscopio, algo que, en mi opinión, los situaba entre los más capacitados para inspeccionar la escena del crimen antes que ningún otro. Por supuesto, a nadie de la AFI le interesaba lo más mínimo lo que yo pensara y, de todos modos, no era muy habitual que un pixie desempeñara otra función que no fuera la de refuerzo temporal. Fue así como conocí a Jenks, y fue una verdadera suerte para mí. Le habría pedido que me acompañara al barco aquella tarde, si no hubiera sido por las bajas temperaturas.

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