Burlando a la parca (8 page)

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Authors: Josh Bazell

Aquellos sicilianos que veían las cosas con claridad comprendieron que convenía hacerlo cuanto antes, porque una salida negociada mientras aún conservaban poder de la época de la basura era preferible a una derrota aplastante.

A quienes no llegaron a entenderlo, sin embargo, les costó más trabajo decir adiós, y causaron problemas. Pero los rusos disponían de su propia nómina de alborotadores. Así que mientras se completaba la venta de los negocios ilícitos en Nueva York, siempre había alguna aspereza que limar.

Limar asperezas era la tarea de David Locano.

Terminé el penúltimo año de instituto esperando que me detuvieran por el asesinato de los hermanos Virzi. Ése fue en parte el motivo por el que decidí no ir a la universidad, aunque principalmente era simple pereza. Tal como veía las cosas, ya era bastante mayor y tenía demasiado mundo para pasarme el tiempo en una residencia de estudiantes leyendo a Faulkner mientras algún cretino tocaba la guitarra acústica. Y aunque sabía que el hecho de dejar los estudios habría escandalizado a mis abuelos, también era consciente, en todo momento, de que ya no andaban por aquí para llevarse decepciones por nada.

Me tomé unas breves vacaciones de los Locano. No fui con ellos a Aruba, por ejemplo, aunque me apetecía, y me quedé en casa de mis abuelos mientras ellos estaban fuera. Aparte de ése, realicé otros débiles y efímeros intentos de examinar y justificar el hecho de seguir en su compañía.

Por ejemplo, una vez que estábamos los dos colocados, pregunté a Skinflick si pensaba entrar en la mafia él también. Íbamos caminando hacia el Jack in the Box, porque Skinflick y yo éramos bastante propensos a lo que los fumetas llamaban «la pájara»
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.

—Ni hablar, tío —me contestó—. Y si quisiera, mi padre me mataría.

—Ah. A propósito, ¿a quién mató tu padre para entrar en la organización?

—A nadie. Él estaba exento porque era abogado.

—¿Y tú te lo crees?

—Por supuesto que sí. —Eructó—. El tío no me miente.

Por lo visto Skinflick mantenía una relación increíblemente buena con su padre, aunque afirmaba que el único libro que había leído de cabo a rabo era
La rama dorada
, de James Frazer. Que, aparte de ser una elección muy rara para el único libro que se ha leído en la vida, trata fundamentalmente del parricidio y de cómo la lucha entre generaciones está en los orígenes de la civilización. Cuando quieren desafiar al rey en duelo a muerte, los jóvenes esclavos de la sociedad primitiva descrita por Frazer, recogen una rama dorada y, si ganan, se ciñen la corona.

Skinflick, sin embargo, negaba que eso mostrara hostilidad alguna hacia su padre. Aseguraba que se decidió por
La rama dorada
únicamente porque era el libro que Kurtz leía en
Apocalypse Now
, y que siguió adelante con él porque lo atraían sus ideas sobre libertad y modernidad.

—Por ejemplo —me dijo una vez, cuando por casualidad íbamos juntos con su padre en el coche—, la gente siempre anda quejándose de lo reprimido que está su primitivo instinto de la caza, y de lo deprimente que resulta. Pero yo soy capaz de disparar una
escopeta
mientras voy
conduciendo
por la autopista. Nadie ha sido tan libre en la historia.

—Tú no sabrías disparar una escopeta ni estando parado —sentenció su padre.

Mi propia relación con David Locano parecía irreal. Había insistido en darme cuarenta mil dólares por matar a los Virzi —«Tíralos si quieres», me dijo—, pero luego nunca volvió a mencionar el incidente, ni siquiera cuando estábamos a solas.

En una ocasión, sin embargo, cuando fui a su casa y Skinflick había salido a alquilar una película, y la señora Locano estaba fuera haciendo no sé qué, nos sentamos a la mesa y me preguntó si quería ocuparme de otro asunto.

—No, gracias —le contesté—. Creo que no haré más esa clase de trabajo.

—No es de ese tipo.

—¿De qué se trata?

—Sólo tienes que hablar.

No lo interrumpí.

—Los rusos, que son unos paranoicos, no quieren negociar por teléfono —prosiguió—. Necesito que vayas a ver a un tío a Brighton Beach y le preguntes qué es lo que quiere decirme.

—No conozco Brighton Beach.

—Te será fácil —dijo Locano—. Desde luego más que a mí. Es un sitio pequeño. Vas hasta el final de Ocean Avenue, preguntas en un bar que se llama Shamrock, y allí conocen a ese tío. Es un pez gordo.

—¿Peligroso?

—No más que ir en coche hasta allí, probablemente.

—Ah.

Debo detenerme un momento para mencionar una obsesión que comparten muchos delincuentes: la idea de
colocar
a alguien.

Un ejemplo es el típico aspirante a chulo de putas que necesita encontrar una mujer que trabaje para él. No ha de ser profesional, porque ésas ya tienen macarra. De manera que se decide por una de su barrio, lo más idealista y alejada de la realidad posible, y empieza a cortejarla. Simula un gran idilio, y un día le dice que se verá en un tremendo apuro si no consigue rápidamente cierta cantidad de dinero, y que un amigo suyo está dispuesto a pagar cien dólares por echarle un polvo. La mujer acepta, y después él hace como que está enfadado con ella, le da una paliza, la degrada y luego le administra un narcótico para aliviarle el dolor. Una vez que ella hace la calle y trabaja con regularidad, es decir, cuando «está colocada», él se muda a la segunda fase de la urbanización Bachelorette. Pertenecemos a una maravillosa especie.

En la actualidad hay personas para
colocar
en toda una serie de ambientes. El más literal es el de la cárcel, en donde la idea consiste en progresar lo más rápidamente posible empezando por dar un cigarrillo al compañero de celda para luego vender sus favores a grupos amplios a cambio de una pila AA o un poco de caballo. Aunque en la mayoría de los casos es más sutil, y tiene que ver con las muchas formas en que la gente pasa, o la hacen pasar —o creen que la hacen pasar—, al mundo de la delincuencia.

Yo sabía todo eso. Había leído
Daddy Cool
. Era consciente de que David me estaba colocando. Y aun cuando el encargo que acababa de aceptar no suponía recurrir a la violencia, aceptarlo significaba que estaría dispuesto a utilizarla más adelante.

Simplemente me permití ignorar esos aspectos.

Un sábado que hacía sol cogí el coche y me fui a Coney Island. Me guardé en el bolsillo interior del anorak una de mis cuarenta y cinco plateadas con cachas de madera, sin silenciador, y con el Nissan de mis abuelos crucé primero el puente de George Washington y luego el de Manhattan. Atravesé Brooklyn por la autovía, y me permitieron aparcar en el Aquarium, en pleno centro de Coney Island, con sólo dejar caer el nombre de David Locano. Ni siquiera miraron en la lista.

De niño había estado en el Aquarium, y también había recorrido el paseo marítimo en dirección oeste hasta el viejo parque de atracciones. Brighton, hacia el este, era un misterio.

Estaba atestado de gente. Jóvenes rubios con pinta de malhechores y chándales fluorescentes de colores tan vivos que hacían daño a los ojos, y viejos con bañador sentados en los bancos, los calcetines puestos y toallas sobre los hombros aunque estaban a doscientos metros del agua. Y también familias numerosas de hispanos con ropa de verano y judíos ortodoxos vestidos de invierno. Adondequiera que mirase, había alguien pegando a un niño.

A la entrada de la Pequeña Odessa la playa describía una curva y se perdía en la distancia. Los edificios parecían un decorado para una película de casa de vecinos. Sobre Ocean Avenue se elevaban las vías del metro, a cuya sombra, abajo, se veían algunas tiendas antiguas con sus letreros originales y otras con rótulos nuevos en cirílico. Un par de calles más allá encontré el Shamrock. Tenía una enseña de neón en forma de hoja de trébol, pero estaba apagado. Entré.

El Shamrock tenía un mostrador de madera de cedro, el parqué astillado, y un rancio olor a cerveza que probablemente venía de cuando el bar era irlandés, pero estaba mejor iluminado de lo que cabía esperar, y sobre las pequeñas mesas cuadradas había manteles plastificados de cuadros rojos y blancos. Había dos ocupadas, una por un hombre y una mujer y otra por dos hombres.

La barra empezaba nada más pasar la puerta. Detrás del mostrador, apoyada contra la pared, había una chica rubia que no parecía mucho mayor que yo. Tenía unos cercos oscuros bajo los ojos y era tan delgada que tal vez se había saltado unos años de nutrición fundamentales allá en la madre patria.

Aunque hablaba buen inglés.

—Si quiere comer puede sentarse a una mesa.

—Sólo una gaseosa —le pedí—. Estoy buscando a Nick Dzelany.

Se retiró de la pared, y vino hacia mí.

—¿A quién?

—A Nick Dzelany —repetí, acentuando esta vez la «D». Sentí que me ruborizaba. «Dzelany» es bastante difícil de pronunciar cuando se quiere decir bien.

—No lo conozco —me contestó. Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Sigue queriendo la gaseosa?

—Sí, claro. ¿Hay otro bar por aquí que se llame Shamrock?

—No sé.

Cuando me trajo la bebida, en un vaso ridículamente estrecho, le sugerí:

—¿Hay alguien a quien se lo pueda preguntar?

—¿Preguntar qué?

—Nick Dzelany —dije lo bastante alto para que me oyeran en las mesas, por si los que estaban sentados sabían algo—. Me han dicho que aquí lo conocían.

La camarera pareció pensar, luego se acercó a la caja registradora y sacó un lapicero. Volvió con una servilleta.

—¿Me lo deletrea, por favor?

Lo hice. Estaba prácticamente seguro de que lo dije tal como lo había escrito David Locano, aunque no del todo, y a cada momento tenía más dudas. A lo mejor se lo habían dicho mal a Locano.

Se dirigió con el papel a un teléfono al final de la barra e hizo una llamada. Estuvo hablando varios minutos, en ruso. En cierto momento alzó la voz, luego adoptó un tono de disculpa. No me miró una sola vez.

—Vale —dijo al volver—, he averiguado quién es. Me han dicho que lo acompañe. Aunque esté trabajando.

—Lo siento —le dije. Me bajé del taburete—. ¿Qué le debo?

—Cuatro cincuenta.

Lo que fuese. Era dinero de los Virzi. Dejé un billete de diez. La camarera ni lo miró, sólo levantó la abertura de paso y salió del mostrador.

—Por aquí —me indicó, conduciéndome a la parte de atrás.

Pasamos por una cocina diminuta en donde una mujer gruesa y rubia estaba sentada sobre un cubo de plástico vuelto del revés, fumando y leyendo un libro de tapa dura en cirílico. No alzó la vista. La camarera abrió los tres cerrojos de la puerta que había al fondo y me condujo al callejón.

Casi inmediatamente metió el pie en un bache y se cayó al suelo, chillando y agarrándose el tobillo. Me incliné hacia ella, tratando de cogerla. Pensando, pero no lo bastante rápido.

Hubo un ruido a mi espalda, y sentí un golpe en la nuca. Logré darme la vuelta mientras me precipitaba sobre la camarera, y frené la caída plantando una pierna en el suelo.

Había tres tíos frente a mí, y uno de ellos ya me estaba sacudiendo con un puño de hierro.

Perdí el conocimiento tan deprisa que apenas sentí el encontronazo con la pared.

Me desperté, empecé a parpadear y los ojos se me llenaron de lágrimas. No veía nada. Tuve la sensación de estar colgado cabeza abajo de los brazos y las piernas. Estaba increíblemente sediento. Sentía también como si alguien me estuviera pisoteando la cabeza, tratando de aplastarme la nuca.

Lo único que resultó cierto fue lo del dolor de cabeza y la sed. Cuando soplé por la nariz para limpiarme los mocos y apreté los párpados para aclararme la vista, vi que me encontraba en la planta baja de un edificio calcinado. Frente a mí, por el hueco que había dejado una pared derruida, vi un páramo de dunas de ladrillos y cascotes de cemento, deslumbrantes a la luz del cielo azul.

Y no estaba cabeza abajo, sino que tenía el torso inclinado hacia delante. Me encontraba en una silla de madera, con las manos y las piernas amarradas con cinta aislante.

Oí unas palabras en ruso, y alguien me pegó en la horrorosa brecha de la nuca. Un estúpido dolor —estúpido porque aun sabiendo que sólo era superficial, me hizo gritar de todos modos— me sacudió hasta el tobillo y me recorrió la cabeza percutiéndome en el interior del ojo. Oí más frases en ruso.

Aparecieron en mi campo de visión. Los tres individuos del callejón —uno todavía con trocitos de mi cuero cabelludo en el puño americano— más otro nuevo.

En particular, el nuevo tenía tal aire de extranjero que me hizo preguntarme si sus facciones eran diferentes por el hecho de hablar otro idioma, o de beber agua con mucho cadmio o algo así. Tenía una barbilla puntiaguda y una frente ancha y despejada, de manera que su rostro era un triángulo con el vértice hacia abajo
[22]
.

Me tapaba la luz con el cuerpo, y cuando los ojos se me habituaron a la penumbra pude apreciar que tenía en el rostro unas arrugas muy marcadas para un individuo de tan joven aspecto. Otra muestra de un decaimiento generalizado.

—Hola, hombre —me dijo—. ¿Me buscabas?

Me eché hacia atrás para mirarlo de frente. La silla crujió y se removió bajo mi peso, y de pronto me sentí mucho mejor.

—Estoy buscando a un tío que se llama Nick Dzelany —le contesté.

—Pues ese tío soy yo.

—¿Querías decirle algo a David Locano?

—¿David Locano?

—Sí.

Dzelany miró a los demás y soltó una carcajada.

—Dile que se vaya a tomar por culo. En realidad, se lo diré yo mismo, enviándole tu cabeza. Es algo que me apetece. ¿No te lo ha dicho él?

—No, no me lo ha dicho.

Tampoco me había fijado, por lo que fuese, hasta aquel momento, en que Dzelany tenía un machete en la mano. Se golpeaba el muslo con el plano de la hoja. Lo alzó despacio y me lo puso en el cuello, a un lado.

Esto es lo que pasó a continuación:

Pensé:
Tengo que hacer algo
.

Sentí que esa idea me corría velozmente por la espina dorsal. Traté de refrenarla. No estaba preparado. Entonces me di cuenta de que era demasiado tarde para dominarla, y comprendí que si intentaba contenerla sería una cagada. Así que la puse en práctica.

Me incorporé, impulsando los brazos hacia delante y las piernas hacia atrás, y rompí la silla. Me encontré con Dzelany frente a mí, su cabeza justo debajo de mi esternón. Le di una triple bofetada.

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