Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Sus movimientos se vuelven un tanto espasmódicos. O a lo mejor es mi acelerado ciclo de duermevela.
—Ah, pero
eso está
bien —prosigue Friendly—. Tengo que
salvar
vidas. De gente como este capullo del anillo en el meñique, que se ha pasado la vida comiendo carne de buey y fumando cigarrillos, sin levantar el culo del asiento.
—Sutura —aviso yo, empezando a coser las arterias más grandes. Se me rompe la puntada entre los dedos. Pido otra.
—La puta industria cárnica y el asqueroso negocio de la OMS —continúa Friendly—. Al-Carneda y la OMSama. Convierten mi vida en un infierno mientras otros se lo pasan bomba. Supongo que el tabaco es muy agradable. Todas las cosas que nunca he hecho son probablemente divertidas. Como cuando yo estudiaba en la facultad, y vosotros os pasabais el día en el parque fumando hierba, escuchando a Marvin Gaye y follando como conejos.
Esta vez doy la puntada con más suavidad, y se mantiene. Me sorprende la rapidez con que recuerdo cómo se hace el nudo, sobre todo cuando lo del antebrazo empieza a agarrotarme los dedos. Pero algo que te enseñan a hacer primero con manitas de cerdo, luego con un pie de un ser humano muerto, y finalmente con el pie de una persona viva, probablemente se te queda para siempre en la memoria.
—Sutura —dice Friendly. El enfermero instrumentista le da hilo, pero se le enreda y agita los dedos con furia hasta soltarlo en el abdomen abierto de Squillante—. ¿Sabéis lo que debería haber sido? —prosigue Friendly—. Tenía que haberme hecho encantador de serpientes. El trabajo es el mismo pero la paga es mejor. En cambio, salvo la vida a gente que espera morir en mi mesa de operaciones para que luego me pongan una demanda de cojones. Porque eso es lo que todo el mundo quiere: la oportunidad de comerse la reina con un peón.
—¿Doctor Friendly? —pregunta el enfermero de quirófano.
—
¿Qué?
—replica Friendly.
—¿Quién es la reina en esa situación?
Hay otra ronda de risas ocultas tras las mascarillas.
—¡A tomar por culo! —exclama Friendly, cogiendo el enredado hilo de sutura y tirándoselo a la cara al enfermero. Pero como pesa muy poco para recorrer esa distancia, cae al suelo describiendo un arco.
Por un momento ninguno nos damos cuenta de que, con la otra mano, Friendly ha metido el Bovie en el bazo de Squillante.
No es que lo haya introducido, simplemente. Lo ha movido de arriba abajo,
rebanándoselo
. Vemos cómo la incisión se cubre de gotas de sangre, que pronto sale a borbotones.
—¡Hay que joderse! —se queja Friendly, sacando el Bovie de un tirón.
El bazo es básicamente una bolsa de sangre del tamaño de un puño, situada en la parte izquierda del estómago. En focas, ballenas y caballos de carreras es de mayor tamaño y contiene más provisión de sangre oxigenada. En los seres humanos, su función principal es filtrar los glóbulos rojos viejos o en mal estado, además de albergar un espacio en donde los anticuerpos pueden clonarse a sí mismos cuando se ven activados por una infección. Se puede vivir perfectamente sin bazo, como tanta gente que tiene accidentes de coche o anemia causada por células falciformes. Pero es malo que se desgarre de pronto. Porque casi todas las arterias que pasan por el bazo también van al estómago, de modo que una hemorragia en el bazo puede conducir rápidamente a la muerte.
Friendly desconecta con gesto brusco el Bovie de su fuente de alimentación y lo arroja al suelo, gritando:
—¡Dame unas pinzas!
—El Bovie está en el suelo —advierte con calma el enfermero de quirófano, echando un puñado de pinzas a la bandeja. Friendly coge un par de ellas y trata de unir los bordes de la herida del bazo.
Las pinzas desgarran el tejido, llevándose consigo la mayor parte de la superficie del órgano.
La sangre de Squillante empieza a brotar a chorros.
—¿Qué pasa? —grita el anestesista desde el otro lado de la cortina—. ¡La presión sanguínea ha descendido diez puntos!
—¡Vete a tomar por saco! —exclama Friendly, mientras ambos nos ponemos en acción.
Cojo unas pinzas yo también y empiezo a buscar arterias. Sólo las grandes, porque son las únicas que se ven entre el surtidor de sangre.
Friendly no me da la bronca cuando sujeto la arteria gastroepiploica, que se extiende hacia el bazo desde la zona inferior del estómago. No sé si se da cuenta siquiera. Pero cuando voy por la arteria esplénica propiamente dicha, que sobresale de la aorta como un grifo, me aparta el brazo de un manotazo, haciendo que casi me cargue a Squillante en el acto.
—¡Qué coño estás haciendo! —grita.
—Hemostasia —le explico.
—¡Jodiéndome las arterias, más bien!
Me lo quedo mirando.
Entonces me doy cuenta de que en realidad cree que puede salvar el bazo de Squillante, en vez de ligarlo y extirparlo.
Porque si lo salva no tendrá que incluir en el informe la complicación de habérselo abierto.
Salta la alarma en el monitor de la presión arterial.
—¡Controladlo! —grita el anestesista.
Adelantando el hombro por si Friendly se pone bravucón de nuevo, intento sujetar de nuevo la arteria esplénica, y esta vez la cierro a unos dos centímetros por debajo de la aorta. La pérdida de sangre del bazo aminora hasta convertirse en un espaciado goteo, y se apaga la alarma de la presión sanguínea.
—Sutura y aguja —pide Friendly entre dientes.
Empieza a coser los restos del bazo de Squillante en un bulto de horroroso aspecto. A medio camino se le rompe la aguja.
—¡Stacey! —grita Friendly—. ¡Di a los cabrones de tus jefes que aprendan a hacer suturas, o me paso a Glaxo!
—Sí, doctor —conviene Stacey desde un sitio que parece muy lejano.
La siguiente aguja aguanta mejor, o quizá Friendly no da tirones tan fuertes o lo hace de distinta manera.
—¿Puedes pasarme ya alguna de mis arterias? —me pregunta.
—No van a aguantar —le advierto.
—¡DAME LA PUTA ESPLÉNICA!
Separo las asas de las pinzas que mantienen cerrada la arteria esplénica. El bazo empieza de pronto a hincharse de nuevo.
Luego se abre por la mitad a lo largo de la incisión suturada, salpicando sangre por todas partes. Mientras Friendly arroja contra la pared las pinzas que tenía en la mano, vuelvo a cerrar la arteria esplénica.
—Pinzas en el suelo —indica el enfermero instrumentista en tono indiferente.
—Voy a extirpar el bazo —anuncio.
—Y una mierda —me contradice Friendly—. Lo hago yo.
—Quiero hacer una transfusión —interviene el anestesista.
—¡Estupendo! —aprueba Friendly con un grito—. Engánchalo, Constance.
Constance abre una nevera Coleman en la que pone «Friendly» con tinta permanente, y saca dos bolsas de sangre.
—¿Está bien comprobada esa mierda? —inquiere el anestesista.
—Tú a lo tuyo —le dice Friendly.
Mano a mano, Friendly y yo extirpamos el bazo a Squillante. Nos lleva alrededor de hora y media. Friendly ordena a mi estudiante que lo lleve a Patología, para estar luego en condiciones de alegar que lo ha extirpado a propósito, buscando un cáncer. Lo que, debo reconocer, habrá supuesto una franca mejoría.
Después de eso, el hecho de extirpar el estómago es lento pero aburrido. Ya nos hemos liquidado la mitad de las arterias del abdomen de Squillante. No hay nada que pueda causar una hemorragia. Tiene suerte de que aún le fluya sangre al hígado y al colon.
Volver a unir el esófago al intestino es más molesto, como coser dos trozos de pescado hervido. Pero hasta eso acaba haciéndose.
—Venga, ciérralo —me dice finalmente Friendly—. Me voy a redactar el informe de la operación.
Cerrar me llevará casi otra hora, y estoy más cansado que nunca en la vida. Además me ha dado un calambre en los dedos de la mano derecha y casi no puedo moverlos.
Pero prefiero cerrar solo a Squillante antes que con Friendly. Hay tantas capas en el cuerpo humano que incluso un buen cirujano se dejará algunas sin coser si la operación se prolonga demasiado. Siempre que las capas más próximas a la superficie estén en su sitio, el paciente no notará la diferencia. Sólo que después habrá más probabilidades de que se le revienten.
Y, en cuanto a mí, quiero que Squillante quede lo más sujeto posible. Bien ceñido e impermeable como un traje de goma.
Cuando al fin salgo tambaleante del quirófano, veo a Friendly en el pasillo, bebiendo una Coca
light
y tocándole el culo a una enfermera con cara de susto.
—No te olvides de moderar ese entusiasmo, chico —me dice.
Ni siquiera sé si estoy despierto. He pasado la última media hora prometiéndome que me tumbaría a la primera ocasión. De modo que a lo mejor ya lo he hecho y ahora estoy soñando.
—Está usted como una puta cabra —le contesto.
—Entonces tengo suerte de que esto no sea una democracia —replica—. Sino una dementocracia. Y yo soy el rey.
Esa última frase se la dice a la enfermera. Me importa un bledo.
Ya lo he dejado atrás en el pasillo, por el que avanzo dando tumbos.
Abro los ojos. Oigo una alarma que suena como un camión en marcha atrás. Y hay un montón de voces.
Estoy en una cama del hospital. No tengo idea de por qué ni dónde. Todas las paredes menos la que tengo atrás, son cortinas.
Entonces el busca y la alarma del reloj me suenan al mismo tiempo, y lo recuerdo: me he tumbado a echar una siesta de veinte minutos. En la sala de reanimación. En la cama contigua a la de Squillante.
Me pongo en pie de un salto y descorro la cortina que separa su cama de la mía.
Hay gente a su alrededor. Enfermeras y médicos, pero también, cerca de los pies de la cama, un grupo de visitantes. Agresivos miembros de la familia, supongo, que han venido a ver cómo ha salido todo. El nivel de ruido es increíble.
Porque Squillante está en las últimas.
En cuanto echo una ojeada, su EKG deja de dar brincos por toda la pantalla y forma una línea plana, desencadenando otra alarma. El personal médico se pone a gritar y a pasarse hipodérmicas unos a otros, que luego le clavan en diversas partes del cuerpo.
—¡Una descarga! ¡Que le den una descarga! —grita una de las visitas.
No se la dan. Es absurdo. Se aplican descargas eléctricas a los pacientes con un ritmo cardiaco anómalo, no a quien no lo tiene. Por eso lo llaman «desfibrilar» en vez de «fibrilar».
De manera que Squillante sigue muerto. Finalmente, los lelos de la UCI se dan por vencidos y empiezan a echar a la gente para tener algo que hacer.
Intento adivinar cuál de los visitantes es Jimmy, el tipo encargado de pasar el mensaje de Squillante sobre mí a David Locano en el Complejo Penitenciario Federal de Beaumont, en Texas. Apuesto por el individuo de traje con chaleco que ya se está sacando el móvil al salir de la sala de reanimación. Pero hay un montón de aspirantes más. Demasiados para que se pueda hacer algo.
Así que me acerco a la cabecera de la cama y arranco de la máquina la impresión del electro de Squillante. En cierto modo era completamente normal hasta hace unos ocho minutos, cuando empezó a dispararse por todos lados.
Los picos ni siquiera se aproximan a lo que es normal. Forman un amasijo de «M» y «U» mayúsculas, como si intentaran deletrear la palabra «MUERTE». Cojo el cubo rojo de «riesgo biológico» y lo llevo al otro lado de la cortina, en donde he dormido la siesta. Lo vacío sobre la cama.
Incluso con todas las jeringas usadas y gasas ensangrentadas, no tardo mucho en encontrar los dos viales vacíos con la etiqueta de «Martin-Whiting Aldomed».
Que estaban llenos de potasio.
Las dos mujeres de Les Karcher se llamaban Mary, aunque la familia daba a la más joven el cariñoso apelativo de «Tetas». La pasma y los sanitarios encontraron a la Vieja Mary delante de la casa, en donde Skinflick y yo la habíamos dejado. Le habían aplastado el cráneo, sin duda con la placa de hierro del fogón que se encontró cerca de su cadáver, sin huellas (según los agentes del FBI) pero con una buena cantidad de tejido cerebral. Tetas, al igual que los tres Karcher, había desaparecido pura y simplemente
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. A diferencia de ellos, no había dejado rastro alguno de sangre.
El hecho de que el FBI me acusara de los asesinatos de las Mary y no de los Chicos Karcher, tal como llegó a denominarse al padre y los hijos, tenía cierto sentido. Las Mary resultaban mucho más simpáticas, y los agentes tenían uno de los cadáveres. Y si la causa no cuajaba, siempre podían imputarme más tarde los asesinatos de los Chicos
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.
Por otro lado, juzgarme por los asesinatos de las Mary no era buena táctica en otros aspectos, porque en realidad yo no los había cometido. Cualquier prueba que presentara la acusación estaría amañada o tergiversada, y les resultaría imposible rebatir la «explicación alternativa»: que Tetas, después de Dios sabe cuántos años de malos tratos, había descerebrado a la Vieja Mary largándose con los doscientos mil dólares que, según había oído por casualidad una de las chicas ucranianas, estaban ocultos en la casa.
A propósito, y para que conste, permítanme declarar lo siguiente:
Tetas, si eso es lo que pasó en realidad, no te guardo rencor. Aunque estuvieras escondida en algún sitio todo el tiempo, leyendo todos los días en el
New York Post
los detalles de mi juicio y desternillándote de risa al pensar que podías intervenir para salvarme —cosa que dudo— pero que no lo ibas a hacer, tu comportamiento es enteramente comprensible.
Aunque no puedo jurar que seguiría pensando lo mismo si las cosas hubieran resultado de otro modo.
Mi «equipo de defensa» lo constituyó el bufete de Moraday Childe. Incluía, en particular, a Ed Louvak, «el Johnnie Cochran
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Triestatal
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», y a Donovan Robinson, «el Único Miembro De Su Equipo Jurídico Que Siempre Le Devolverá Las Llamadas, Aunque Cualquier Otro Le Cobraría Cuatrocientos Cincuenta Dólares La Hora, En Números Redondos, Por Escuchar Sus Mensajes».
Donovan, que ahora es adjunto especial en el Ayuntamiento de San Francisco —
¡Hola, Donovan!
—, tiene cinco años más que yo, de manera que entonces debía tener veintiocho. Era listo pero parecía estúpido —
¡Lo siento, Donovan! ¡Sé cómo son las cosas!
—, justo lo que se requiere en un abogado defensor. Hizo todo lo que pudo por ayudarme, supongo que porque creía en mi inocencia. Al menos en esos cargos concretos.