Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Cuando entré por la puerta, Skinflick no me apuntó con la pistola. Pero tampoco la guardó.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—¿Lo has matado tú?
Tenía un aspecto horroroso de cojones. Estaba pálido, y parecía esmirriado y fofo a la vez.
—¿A quién? —pregunté. Pensando: Ay, coño. David Locano está muerto.
—A Kurt.
—¿Kurt Limme?
—No conoces a nadie más que se llame Kurt.
—¿Y qué coño sabes tú? Hace semanas que no hablo contigo.
—¿Has sido tú?
—No. Yo no lo he matado. Ni siquiera sabía que estaba muerto. ¿Qué ha pasado?
—Alguien le pegó un tiro en la cara en la puerta de su apartamento —me informó Skinflick. El apartamento de Limme estaba en Tribeca—. Parece que abrió al asesino con el portero automático.
—¿Qué dice la policía?
—Aseguran que no fue un robo.
—A lo mejor ha sido tu tío Roger —sugerí. El marido de Shirl.
—¿Crees que eso tiene gracia?
—Sí, supongo. Lo siento. —Por un momento me pregunté si yo había matado a Kurt Limme, olvidándolo después sin saber cómo—. ¿Y qué dice tu padre?
—Dice que él no te lo encargó, de manera que si ha sido cosa tuya lo has hecho por tu cuenta.
—Estupendo —observé. Retiré una silla de la mesa—. Ahora me voy a sentar. No me dispares.
Mientras me sentaba, Skinflick tiró pesadamente el revólver sobre la mesa auxiliar.
—Vete a tomar por culo. No iba a dispararte —confesó—. Sólo estoy preocupado por si vienen por mí.
—¿Quiénes?
—No sé. De eso se trata.
—Ah —dije—. Siento lo de Kurt.
—Eso no va a detenerme.
—¿No va a detenerte de qué?
Apartó la vista.
—De entrar en la organización.
—No sabía que eso estuviera en el orden del día.
—Sí, lo sabías.
—Tienes razón: puede que sí. Pero es una cagada, y quizá no deberías pensar en eso por ahora.
—No me hace falta pensarlo. Lo voy a hacer.
—¿Vas a asesinar a alguien para impresionar a una pandilla de cabrones?
—Es lo que Kurt habría querido.
—Kurt está muerto.
—Exacto. Y voy a mandar a tomar por el culo a quien lo haya matado.
—¿Crees que a quien se haya cargado a Limme va a importarle si entras o no?
—¡No tengo ni puta idea! —exclamó—. ¡Ni siquiera sé quién ha sido! —Guardó silencio un momento, resentido—. De todos modos, ¿quién eres tú para juzgarme? Tú ya te has vengado por lo de tus abuelos.
—Eso no quiere decir que estuviera bien.
—Pero lo estuvo, ¿verdad?
—Bueno, eso no significa que en tu caso sea lo mismo.
—¿Qué diferencia hay?
—¿Entre el tuyo y el mío?
—Eso es.
—Joder. —Sinceramente no quería entrar en eso—. En primer lugar, yo sabía a quién tenía que cargarme. No maté simplemente para que me admitieran.
En el rostro de Skinflick hubo un destello de alivio.
—Hay que joderse, tío —me dijo—. No voy a matar a ningún inocente. No soy gilipollas. Ya encontraré algún cabrón por ahí. Como los que te busca mi padre. Algún hijoputa de mierda que lo esté pidiendo a gritos.
—¿Sí?
—Sí. Te lo contaré todo primero, si quieres.
—Vale —dije al fin.
Eso es lo único que dije: Vale.
Y ahora ya me dirán.
¿Era eso una especie de promesa?
Primero subo a Medicina Interna a recoger los antibióticos y antivíricos, que mis estudiantes han tenido la amabilidad de poner en un envase de plástico de capacidad apenas suficiente para contenerlos.
—Señor, será mejor que compruebe…
—No hay tiempo —lo interrumpo. Con el número de identificación de un paciente que me viene de pronto a la cabeza abro una vitrina de bebidas y saco una botella de agua con un cinco por ciento de dextrosa
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. Quito el tapón con los dientes y me trago las pastillas.
¿Y si mis estudiantes se han equivocado, y me tomo una sobredosis?
De todos modos, no me acortará mucho la vida, probablemente.
Al subir al despacho del cirujano visitante, miro el reloj y me cago de miedo.
Frente a la puerta del despacho, el malhumorado residente del doctor Friendly está apoyado contra la pared. Me lanza una hosca mirada, se endereza y se marcha.
En el intervalo entre mi llamada y la respuesta del doctor Friendly —«¿Qué?»—, me dan ganas de dar un cabezazo a la puerta. No contesto, entro directamente.
El despacho del cirujano visitante está pensado para dar la impresión de una oficina de verdad. Hay un escritorio de roble tras el cual puede sentarse el médico para dar las malas noticias, y sobre el empapelado cuelga toda una repetitiva serie de diplomas que desde lejos da mejor impresión de lo que cabría esperar.
Friendly está tras el escritorio. Stacey, la visitadora médica, sentada al borde de la mesa, muy cerca de él, se sorprende al verme. Al ver que me la quedo mirando, Friendly se inclina un poco y le pone la mano en el muslo, justo por debajo del borde de su corta falda. Por donde se desliza mi mirada.
—¿Qué ocurre? —pregunta Friendly.
—Me gustaría intervenir en la operación del señor LoBrutto.
—No. ¿Por qué?
—Es paciente mío. Quisiera ayudar en la medida de mis posibilidades.
Friendly se lo piensa.
—Como quiera. Si no es usted, tendrá que ser mi residente, de manera que no se pierde nada. Tendrá que avisarlo de que lo va a sustituir.
—Voy a buscarlo.
—Empiezo a las once, tanto si está usted como si no.
—De acuerdo.
Stacey me mira con una peculiar expresión en la cara, pero estoy demasiado perplejo para tratar de descifrarla.
Me limito a marcharme.
Con objeto de poder asistir a la operación de Squillante calculo que en las siguientes dos horas tendré que ventilarme cuatro horas de trabajo, y luego otras cuatro en las dos siguientes. Me doy cuenta enseguida de que eso requiere asignar a mis estudiantes más responsabilidad de lo habitual o permitido, aparte de estar continuamente con una Moxfane debajo de la lengua. Para dar un equilibrio ético al asunto, no doy Moxfane a mis estudiantes.
Empezamos. Vamos a visitar enfermos. Ah, no sé ni a cuántos. Los vemos, los despertamos les ponemos luces frente a los ojos y les preguntamos si siguen vivos, todo con tal rapidez que hasta los que hablan inglés no entienden qué coño decimos ni se enteran de lo que hacemos. Luego les cambiamos el gotero, les pinchamos en las arterias y les metemos medicamentos por las venas. Después nos ocupamos del papeleo a toda pastilla. Si están en una sala de aislamiento para tuberculosos, adonde no se puede entrar sin monos ni máscaras especiales, mandamos a tomar por culo los procedimientos sobre materias peligrosas y entramos y salimos lo más deprisa que podemos.
Hablando de materias peligrosas, esquivamos a los dos equipos del hospital —Salud y Seguridad en el Trabajo y Control de Enfermedades Infecciosas— que intentan localizarme para hacerme preguntas sobre la inyección de la muestra del Tío del Culo. Ahora mismo apenas me duele el pinchazo, y no tengo tiempo para esa mierda.
Mientras vamos de un lado para otro por el hospital, nos vemos obligados a recordar, una y otra vez, la fascinante mezcla que estas instituciones pueden ofrecer de gente muy apresurada y personas tan lentas que uno no puede apartarlas de su camino.
Incluso salvamos un par de vidas, si es que puede llamarse así a corregir un error en la prescripción de medicamentos. Normalmente es cuestión de una enfermera que se dispone a administrar a un paciente cierta cantidad de miligramos por libra de peso en vez de por kilogramo, pero alguna que otra vez se trata de algo menos corriente, como una enfermera que va a dar
Combivir
a alguien que necesita Combivent.
En un par de ocasiones los enfermos nos piden ayuda para adoptar decisiones difíciles, de cuyo resultado dependerá si viven o mueren. Eso también lo hacemos rápido. Si hay una solución clara, ya se habría presentado por sí sola, pero como no ha sido así, no hay mucho que decir a esas personas. Para eso están los chiflados de Internet.
—Marchaos a casa —digo a mis estudiantes cuando terminamos.
Nos sobran, digamos, noventa segundos.
—Señor, nos gustaría ver la operación —declaran.
—¿Por qué?
Pero me viene bien la ayuda.
Vamos los tres corriendo a Preparación.
El anestesista ya está allí, pero Friendly no ha llegado. La enfermera pregunta por qué, y si yo me voy a encargar del papeleo y de traer al puñetero paciente.
«Hago» el papeleo con la velocidad y legibilidad de un sismógrafo.
Luego mando a mis estudiantes a mirar unas tonterías sobre cirugía abdominal, mientras yo voy a buscar a Squillante.
—Te tengo por las pelotas, Zarpa de Oso —me dice de pronto mientras esperamos el ascensor. Sigue en su cama articulada.
—No me jodas.
—Yo diría que te he jodido más de lo que pensaba.
Vuelvo a pulsar el botón.
—¿Ah, sí?
—Sí. Creía que Skingraft estaba en Argentina.
—No entiendo.
—Está aquí, en Nueva York. Ahora mismo. Me lo acaban de decir.
—No. Quiero decir que quién coño es Skingraft.
Me figuro que será uno de los dos hermanos pequeños de Skinflick, aunque no tienen lo que hace falta para dar miedo a la gente.
O se trata de alguna otra parida con eso de los motes.
—Lo siento —dice Squillante—. Skin
flick
. Se me había olvidado que fuisteis amigos.
—¿Cómo?
Llega el ascensor. Está a tope.
—Espera un segundo —digo a Squillante, ordenando a los de dentro—: Todo el mundo fuera. Este paciente tiene la pasterelosis del conejo.
Cuando se han largado todos y estamos dentro él y yo solos con las puertas cerradas, aprieto el mismo botón que utilizó Stacey para detener el ascensor.
—Pero ¿de qué coño estás hablando?
—Skinflick —insiste Squillante—. Ahora lo llaman «Skingraft»
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por la cara que le han puesto.
—Skinflick está muerto. Lo tiré por una ventana.
—Lo tiraste por la ventana.
—Sí. Eso hice.
—Pero no se mató.
Por un momento me quedo mudo. Sé que no es cierto, pero mis tripas no parecen estar muy seguras.
—Chorradas —contesto—. Estábamos en un sexto piso.
—No digo que le gustara.
—No me toques los huevos.
—Lo juro por Santa Teresa.
—¿Skinflick está
vivo
?
—Sí.
—¿Y está
aquí
?
—En Nueva York. Creí que seguía en Argentina. Se fue a vivir allí, para aprender a pelear con la navaja. —Squillante baja aún más el tono de voz, incómodo—. Para cuando te encontrara.
—Bueno, pues de puta madre —digo al cabo.
—Sí. Lo siento. Pensaba que las pasarías moradas en caso de que yo muriese. Pero ahora puede que no, eso es lo que te quiero decir. Si me muero, probablemente tendrás un par de horas para largarte de la ciudad.
—Gracias por tu consideración.
Para no abofetear a Squillante, doy otra vez al botón de «parada» con la palma de la mano, y subimos rápidamente a Cirugía.
A principios de noviembre Magdalena me llevó a conocer a sus padres. Vivían en Dyker Heights, en Brooklyn. Un barrio en el que nunca había estado antes de que empezara a acompañarla a su casa.
Ya conocía a su hermano, un chico larguirucho y desgarbado que siempre llevaba camisetas de fútbol y era extrañamente tímido, aunque hablaba media docena de lenguas y había nacido a ocho mil exóticos kilómetros de distancia. Christopher era su nombre de pila, pero sus amigos lo llamaban Rovo, porque el apellido de su familia era Niemerover.
Como digo, ya conocía al hermano. Pero los padres eran una incógnita.
Eran rubios y altos como Rovo, pero también robustos. Al lado de los tres, Magdalena daba la impresión de haber sido criada por galgos
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. El padre trabajaba en el metro, era jefe de turno de la línea IRT en la estación Grand Central, aunque en Rumanía había sido dentista. La madre trabajaba en la panadería de un amigo de la familia.
Cenamos espaguetis en vez de comida rumana, por «cortesía» y para subrayar lo distintos que éramos Magdalena y yo. La cena se celebraba en el comedor de la mitad de la casa adosada, de tres pisos e increíblemente estrecha, en donde vivía la familia. Los enseres de la habitación —las alfombras, los relojes de madera oscura, los muebles, las amarillentas fotos y sus marcos— absorbían toda la luz. Magdalena y yo nos sentamos a un lado de la mesa, frente a Rovo, con sus padres en los extremos.
—¿Cuándo se sintió interesado por los rumanos? —me preguntó el padre poco después de que empezáramos a cenar. Tenía bigote, llevaba corbata y lo que parecía un cuello postizo, aunque no podía ser.
—Cuando conocí a Magdalena —contesté.
Intentaba mostrarme amable y respetuoso, pero me faltaba experiencia y no lo estaba haciendo muy bien. Además, Magdalena no dejaba de arrimarse a mí hasta casi sentarse encima de mis piernas para demostrar a sus padres lo en serio que íbamos.
—¿Y dónde fue eso, exactamente? —prosiguió su padre.
—En una boda —dije.
—No sabía que el cuarteto fuera tan sociable.
No puntualicé que aquella noche había sido un sexteto. No quise corregirle, y tampoco quería decir «sexteto» delante de él.
—Era un sexteto —dijo Magdalena.
—Entiendo.
La madre de Magdalena sonrió y pareció apenada. Rovo puso los ojos en blanco. Estaba tan derrumbado en la silla que parecía que iba a caerse al suelo en cualquier momento.
—¿Habla usted algo de rumano? —preguntó el padre de Magdalena.
—No.
—¿Sabe siquiera quién es el presidente de Rumanía?
—¿Ceausescu? —Estaba prácticamente seguro de haber acertado.
—Espero que esté de broma, sinceramente —repuso él.
No pude evitarlo, y dije:
—Lo estoy. Hacer comedia sobre Rumanía es una de mis actividades subsidiarias.
—Como el sarcasmo, evidentemente —apostilló el padre—. Sabe usted, nuestra Magdoll no es una chica norteamericana cualquiera, de esas que mantendrían relaciones sexuales con usted en el coche.
—Por Dios, papá —terció Rovo—. Es vergonzoso.
—Eso ya lo sé —contesté.