Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
—Ya lo veo —dijo el tío.
Skinflick me apartó el brazo de un manotazo.
—Iros a tomar por saco los dos.
Lo cogí del brazo, con la fuerza suficiente para que no pudiera soltarse.
—A tu disposición. Dale la enhorabuena.
—Que te den —me dijo Skinflick. Al tío, le advirtió—: Procura tratarla bien.
El otro fue lo bastante listo como para no contestarle mientras yo me llevaba a Skinflick de vuelta a la boda.
Lo conduje a nuestra mesa y le hice tragar dos Xanax. Me quedé observándolo, y cuando vi que le hacían efecto lo dejé allí y me fui a ver al sexteto.
A las nueve en punto dejaron de tocar y el pinchadiscos tomó el relevo para que la gente bailara. Los integrantes del grupo se pusieron en pie y recogieron sus instrumentos y atriles.
Me acerqué al borde del escenario. Magdalena se ruborizó y eludió mi mirada mientras recogía.
—Hola —le dije.
Se quedó paralizada. Los demás nos miraron.
—¿Puedo hablar contigo? —le pedí.
—No nos está permitido hablar con los invitados —apuntó una del sexteto. La que tocaba el violonchelo. Tenía los dientes de abajo montados sobre los de arriba.
—Entonces, ¿puedo llamarte? —pregunté a Magdalena.
Negó con la cabeza.
—Lo siento.
Era la primera vez que oía su acento.
—¿Puedo darte
mi
número? ¿Quieres llamarme
tú
?
Se me quedó mirando.
—Sí.
Más tarde, estaba dando vueltas como un tonto por allí, y se me acercó Kurt Limme.
—He visto que andabas ligando con el servicio —me dijo.
—No sabía que te hubieran invitado.
—He venido a dar apoyo moral a Skinflick. Esto es duro para él.
—Sí, lo sé. Llevo toda la noche con él.
Limme se encogió de hombros.
—Tenía que hacer. Estaba follándome a su tía en uno de los váteres portátiles.
—¿A Shirl?
Pareció incómodo.
—Sí.
—Allá ella —observé—. Espero que estuviera borracha.
Pero no me importaba si Shirl estaba borracha o no.
El amor había llamado a mi puerta.
Me pasé los tres días siguientes en Demarest, matando a hostias al saco de entrenamiento y esperando su llamada. Cuando David Locano me llamó en vez de ella y me pidió que me reuniera con él en los antiguos Baños Rusos de la calle Diez de Manhattan, acudí al vuelo a la cita, como para tener algo que hacer.
Por aquel entonces Locano utilizaba los baños con frecuencia, basándose en el supuesto de que el FBI era incapaz de fabricar un micrófono que funcionara en una sala de vapor. Lo que parecía excesivamente optimista —era antes del 11 de Septiembre, cuando todos nos enteramos de lo incompetente que en realidad era el FBI de Louis Freeh—, pero nos lo tragábamos.
En cuanto a mí, me gustaban los baños. No estaban muy limpios, pero daban a las reuniones cierto aire a la antigua Roma.
—Adam se va a vivir solo a un apartamento de Manhattan —anunció Locano en cuanto llegué. Parecía deprimido. Estaba inclinado hacia delante con una toalla a guisa de falda.
—Sí —le contesté, sentándome a su lado.
—¿Ibas a decírmelo?
—Supuse que usted ya lo sabía.
—¿Lo has visto?
—Sí, fui con él a echarle un vistazo.
Hizo una mueca.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No sé. Es usted quien debía habérselo preguntado.
—Sí, claro. Apenas puedo hablar con él. Incluso cuando consigo verlo.
—Está en un momento difícil.
Y era cierto. Skinflick se pasaba todo el tiempo con Kurt Limme. Pero eso no me preocupaba mucho. Yo tenía mi propio rollo, y, curiosamente, el hecho de que se rebelara contra mí al tiempo que contra su padre resultaba halagador. Eso demostraba que reconocía la influencia que yo ejercía sobre él, igual que él la había tenido sobre mí.
Pero su padre lo veía de otro modo.
—Es ese cabrón de Kurt Limme. Quiere meter a Adam en la organización.
—Skinflick no pasará por ahí —afirmé.
Asintió despacio con la cabeza. No nos lo creíamos ninguno de los dos.
—Yo no quería que ocurriera esto —dijo Locano.
—Ni yo.
Bajó la voz.
—Ya comprenderás que eso significa que tiene que matar a alguien.
Dejé que la información se asentara durante un momento, y luego dije:
—¿Por qué no hacer una excepción con él?
—No me toques las pelotas —replicó Locano—. Sabes que no hay excepciones.
Sí, supongo que lo sabía.
Pero no por eso dejé de flipar al oírselo decir.
—¿Y qué podemos hacer?
—No se lo podemos permitir.
—Sí, pero ¿cómo?
Locano apartó la vista y susurró algo. No lo oí.
—¿Cómo dice?
—Quiero que mates a Limme.
—
¿Qué?
—Te pagaré cincuenta de los grandes.
—Ni hablar. Sabe muy bien que no puede pedirme eso.
—Cien mil. Lo que me pidas.
—Es una cagada, yo no lo hago.
—No sólo por Adam. Limme no es trigo limpio.
—¿Que no es trigo limpio? ¿A quién coño le importa eso?
—Es un asesino sin escrúpulos.
—¿Qué ha hecho?
—Mató de un tiro en la cara al empleado de una tienda de comestibles rusa.
—¿Para entrar?
—¿Qué importa eso?
—Pues un montón, coño. Me dice que Limme mató a alguien hace cuánto, ¿cinco años? Mal hecho. Merece que se lo carguen por eso, y espero que al menos lo pague con la cárcel. Pero eso no me da derecho a matarlo. Ni tampoco a usted. Si se lo ha tomado tan a pecho, llame a la pasma.
—Sabes que no puedo hacer eso.
—Pues yo no puedo asesinar a alguien por ser un mal ejemplo para Skinflick. ¿A quién mató
usted
para entrar?
Endureció el tono de voz.
—Eso no es asunto tuyo, joder.
—Lo que usted diga.
—Pero ¿qué coño te pasa? —inquirió. Luego, al cabo de un momento, añadió—: Me han dicho que Limme y tú estuvisteis un buen rato juntos en la boda de Denise.
—Estuvimos unos treinta segundos insultándonos mutuamente. Odio a ese cabrón.
—Pero Adam lo adora, coño —prosiguió Locano—. Eso le va a costar que lo maten o lo manden a la cárcel.
—Sí —convine—. Bueno, quizá debiera haber pensado en eso hace veinte años.
¿Qué puedo decir?
El padre de tu mejor amigo. En cierto momento te da por pensar que es como tu propio padre, o la idea que tienes de cómo debería ser tu progenitor. Se te llega a ocurrir que le caes bien, que puedes confiar en él, e incluso hablar de chorradas con él.
Nunca llegas a pensar:
Ese tío es un asesino, y es listo. Si le cabreas, se volverá contra ti. Así, por las buenas
.
Nunca lo piensas a tiempo, quiero decir.
Cuando volví a mi apartamento había un mensaje en el contestador.
«Hola, soy Magdalena.» Con voz entrecortada, como si se esforzara por no hablar alto. Luego hizo una pausa, y después colgó. Nada más. Ningún número.
Me dejó planchado. Lo escuché cinco o seis veces más, luego llamé a Barbara Locano, y después a Shirl, con la que me sentí raro por su asunto con Limme. Shirl me dio el nombre de la organizadora de la boda en Manhattan, que era quien había contratado al sexteto.
La organizadora de la boda me dijo por el teléfono de su coche que no daba números de nadie, «para respetar la intimidad de las personas». Y añadió: «O sea, estoy segura de que si organiza personalmente su propia boda encontrará usted una orquesta fenomenal.»
Concerté una cita para ir a verla al día siguiente a su oficina para que me diera presupuesto, y cuando se puso a coquetear y a querer guerra no perdí tiempo en averiguar si iba en serio, sólo me limité a hacerle rápidamente todo lo que me pedía. Apenas me enteré.
Más fácil resultó conocer el calendario de actuaciones de Magdalena. Marta, su agente artística, divulgaba esa información como haciendo publicidad, y al parecer el riesgo valía la pena: para ella, al menos. Por lo visto, a las agencias artísticas no les preocupa el acoso.
La mayoría de los festejos que amenizaba el cuarteto se celebraba en casas particulares, alguna de las cuales podía ser lo bastante grande para colarse sin llamar la atención, de manera que elegí una boda en el parque Fort Tryon, al norte de Manhattan, que no empezaba hasta el anochecer. Al llegar me encontré con que se festejaba en una sola carpa adosada a la tapia de piedra de un restaurante en medio del parque. No era un gran acontecimiento, pero como se celebraba en un sitio apartado, pude colarme en cuanto empezó a llegar gente. Iba de traje, pues había supuesto, correctamente, que nadie celebraría una boda de etiqueta en Fort Tryon.
Magdalena llevaba la misma blusa blanca y los mismos pantalones negros de la otra vez. Procuré apartarme de su vista hasta que el grupo hizo una pausa para fumar en la carretera que subía por la colina, y entonces me acerqué a ella. Estaba cerca de la furgoneta, hablando con la que tocaba el violonchelo.
—Hola —las saludé.
—Hola —contestó la del chelo. El desafío de su voz empeoraba la impresión de su prominente mandíbula.
—No pasa nada —la tranquilizó Magdalena.
La del chelo dijo algo en un idioma que ni siquiera pude determinar, y Magdalena le contestó en la misma lengua, según supuse.
—Estaré por aquí —nos dijo la del chelo, marchándose.
Magdalena y yo nos quedamos mirándonos.
—Se preocupa por ti —dije al cabo.
—Sí. Cree que tiene que comportarse así. No sé por qué.
—Lo comprendo.
Sonrió.
—¿Es una frase para ligar?
—No. Podría ser. Quiero conocerte.
Ladeó la cabeza y cerró un ojo.
—¿Sabes que soy rumana?
—No. No sé nada de ti.
—No es probable que diera resultado, con una rumana y un norteamericano.
—No soy en absoluto de esa opinión.
—Tampoco yo —confirmó ella
Por si acaso no la había entendido bien, le pregunté:
—¿Cuándo puedo verte?
Apartó la vista. Suspiró.
—Vivo con mis padres.
Durante un horrible momento pensé en si tendría dieciséis años o algo así.
Desde luego era posible. Claro que la misma posibilidad había de que tuviera treinta, porque desprendía la misma sensación intemporal que cabría imaginar de un vampiro, o un ángel.
A decir verdad, el hecho de que hubiera tenido dieciséis no me habría detenido.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.
—Veinte. ¿Y tú?
—Veintidós.
—Pues, entonces —sonrió—, perfecto.
—Vamos, vente conmigo —le dije.
Me pasó sus esbeltos dedos por el dorso de la mano. Volví la palma hacia arriba para entrelazarlos.
Más adelante, cuando ella dormía con mis pelotas entre aquellos dedos, que apenas podían abarcarlas, me gustaba recordar aquella noche en el parque. Pero entonces me dijo:
—No puedo.
—¿Cuándo te veré, entonces?
—No sé. Te llamaré.
—Necesito que me llames.
—Lo haré. Pero nosotros sólo tenemos un teléfono.
—Llámame desde cualquier parte. Cuando sea. ¿Sigues teniendo mi número?
Lo recitó de memoria, y supe que tendría que conformarme con eso.
Pero pasó otra semana entera sin que me llamase. La locura. Desvié las llamadas de mi casa al trabajo, y al volver conducía como un loco para estar allí cuando llamara. En el piso me llevaba el inalámbrico a todas partes. Cuando no era ella, colgaba.
Llamó un domingo por la noche, tarde. Yo estaba haciendo flexiones cabeza abajo, apoyado contra la pared, y gritando. Por la ventana veía que estaba lloviendo. Me impulsé hacia delante y caí de pie con el teléfono en la mano.
—¿Diga?
—Soy Magdalena.
Me quedé mudo. Estaba completamente empapado de sudor. Las pulsaciones se me salían por la punta de los dedos, y no recordaba si un momento antes el corazón me palpitaba de esa manera.
—Gracias por llamar —dije con voz ronca.
—No puedo hablar. Estoy en una fiesta. En una habitación. Todo el mundo tiene el bolso aquí. Pensarán que he venido a robar algo.
—Necesito verte.
—Lo sé. Yo también quiero verte. ¿Puedes venir a recogerme?
—Sí. Si tú quieres.
La fiesta era en una casa de piedra rojiza en Brooklyn Heights. Me esperaba bajo el toldo del edificio de apartamentos de la acera de enfrente, para guarecerse de la lluvia. Llevaba la viola en una funda de nailon. En cuanto la vi, giré el volante y me puse en el espacio de la boca contra incendios, frente al portal. Vino corriendo, dejó el instrumento en el asiento trasero y se sentó delante. Yo ya me había quitado el cinturón de seguridad.
Nos besamos durante largo rato. Era difícil porque necesitaba mirarla a toda costa, pero al mismo tiempo estaba ansioso de sus labios.
Finalmente dejó caer la cabeza sobre mi pecho.
—Te deseo pero no puedo acostarme contigo —declaró.
—No importa.
—Soy virgen. He besado a un par de chicos, pero eso es todo.
—Te quiero —le dije—. No me importa.
Me cogió la cara entre las manos y me miró fijamente para ver si lo decía en serio, luego empezó a besarme otra vez, mil veces más fuerte. Oí una cremallera, me cogió la mano y se la puso en la entrepierna, apartándose luego el borde de las bragas de algodón.
Tenía el coño ardiendo, y empapado. Cuando apretó los muslos, se me hundieron los dedos.
A Skinflick le pareció bien, a propósito. Magdalena era absolutamente sincera y nunca ponía en duda su propia integridad, y aunque mi amigo ya no era exactamente así, seguía respetando esa virtud en los demás, y reconocía su rareza. Una vez, cuando él y yo estábamos a solas, me dijo:
—Es perfecta para ti. Como Denise lo era para mí.
A veces fumábamos hierba los tres juntos. Magdalena anunciaba que no sentía nada, luego se le empezaban a cerrar los párpados, me besaba en el cuello y me pedía que la llevara a la habitación. Skinflick solía decir:
—Por mí, vale. Yo me quedo aquí viendo la tele por cable.
Pero eso fue después, cuando Skinflick ya vivía conmigo otra vez.
Lo que pasó fue lo siguiente:
Una noche de octubre llegué a casa y me lo encontré en la sala de estar con un arma en la mano. Un voluminoso revólver del treinta y ocho. Yo había salido a correr, algo que había empezado a hacer en compañía de Magdalena, pero en aquellos momentos ella estaba tocando con el cuarteto o en clase, porque estudiaba contabilidad por la noche.