Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
—¿Es eléctrica esta mesa? —pregunto. Alguien se ríe. Encuentro una manivela, le doy vueltas y le incorporo un poco la espalda.
El enfermero termina de cortar con unas tijeras el camisón de Squillante, revelando el hecho de que el escroto se le extiende hasta la mitad de los muslos, como un delantal. El enfermero coge una afeitadora eléctrica. La enfermera le envuelve los brazos y las piernas en lo que parece un colchón inflable. Si alguien se acuerda de ponerlo después en marcha, se llenará de aire caliente y evitará que se congele.
—Señor —dice a mi espalda el estudiante.
—¿Quieres intervenir? —pregunto.
—¡Sí, señor!
—Adelante. —A la estudiante le digo—: Ve a mirar la DL50 de defenestración.
Luego pido a la enfermera circulante que llame por teléfono al doctor Friendly.
Friendly contesta al cabo de cinco tonalidades, jadeante. En lugar de «Diga», o cualquier otra fórmula aceptable, se oye:
—Yo no soy el padre. Es broma. Friendly al habla. ¿Quién llama?
—Soy el doctor Brown. Su paciente está casi preparado.
—Creí que había dicho que estaba preparado —objeta Friendly, cuando por fin aparece. Stacey viene tras él, avergonzada, con máscara y gorro. Friendly lleva las manos en alto, chorreando, con el dorso de las manos hacia delante.
Squillante
está
preparado. No sólo dispuesto.
Un paciente está dispuesto cuando lo tiene todo tapado menos la zona exacta donde se va a operar. La mayoría de los cirujanos quiere estar presente en ese momento, para comprobar que no lo han colocado, digamos, boca abajo, por error.
Por otro lado, en su mayor parte los cirujanos no llevan botas de goma hasta la rodilla para una gastrectomía, como Friendly ahora. No puede ser buena señal.
Lavarse las manos, a propósito, que es lo que Friendly acaba de hacer y lo que yo he hecho hace cuarenta y cinco minutos, es lo mejor de la operación. Se hace en el pasillo, sacudiendo la parte delantera del lavabo de acero con la cadera para abrir el grifo. Pese al frío reinante, el agua sale absolutamente caliente. Se coge del dosificador una esponja previamente humedecida (en yodo o en un esterilizador sintético de ocho sílabas fabricado por Martin-Whiting Aldomed: lo que se prefiera, aunque el yodo huele mejor), y se lava uno la
mierda
de las manos, uñas incluidas. Siempre hay que hacerlo hacia arriba, desde la punta de los dedos hacia el codo, asegurándose de que el agua no vuelva a resbalar hacia los dedos. Hay que estar cinco minutos lavándose. Pero normalmente se está tres, como si se cogieran vacaciones, y luego se cierra el agua de golpe. La esponja se tira simplemente en el lavabo. Porque en las próximas horas no se va a realizar ninguna tarea
menor
.
Ahora mismo, los cuatro que estamos en la sala, los que «intervenimos» —el doctor Friendly, el enfermero de quirófano, el enfermero instrumentista, mi estudiante y yo—, no podemos literalmente rascarnos el culo. De hecho, no podemos pasarnos la mano por encima del cuello ni por debajo de la cintura, ni tocar nada que no sea azul
[38]
.
El doctor Friendly se seca las manos con una toalla azul, luego ejecuta la pequeña danza en la cual introduces los brazos en la bata de papel que despliega el enfermero de quirófano, luego en los guantes, y después arrancas la tarjeta de cartón de la pechera de la bata (tocando únicamente la mitad azul) y se la entregas al enfermero, que la sujeta mientras giras una vez sobre ti mismo para que se suelte el cinturón de la bata y te lo puedas anudar. Friendly hace lo que puede por parecer aburrido durante esa ceremonia, pero yo no me creo su expresión. Puede que todo este asunto nunca pierda interés.
—Usaré cota de malla —anuncia. El enfermero instrumentista abre un par de guantes de cota de malla y los deja caer sobre la amplia mesa azul del enfermero de quirófano, de donde Friendly los coge para ponérselos encima de los de caucho.
Junta la punta de los dedos, haciéndolos resonar.
—Y ahora otro par de Dermagels. —Me guiña un ojo—. Riesgo de VIH. El paciente llevaba un anillo en el meñique la primera vez que lo vi. A mi modo de ver, si no es marica que venga Dios y lo vea.
El enfermero de quirófano, un filipino menudo, pone los ojos en blanco.
—Ah, ¿qué? —dice Friendly—. ¿Te has molestado? ¿Es que no se puede decir la palabra «marica»? Preocúpate de eso en tu tiempo libre. Vamos a trabajar. —Y ordena a la enfermera circulante—: Música, por favor, Constance.
La enfermera circulante se acerca a la minicadena instalada en un carro, y poco después suena la canción de U2 sobre el asesinato de Martin Luther King a primeras horas de la mañana del 4 de abril. A Martin Luther King le dispararon al anochecer, aunque uno se rija por la hora de Dublín, pero el álbum de grandes éxitos de U2 es algo con lo que se acostumbra uno a vivir en la profesión médica. Todo cirujano blanco de más de cuarenta años lo pone. Acabas dando gracias de que no sea Coldplay.
El enfermero y yo desplegamos una sábana de papel azul por encima de Squillante y arrancamos la sección correspondiente al abdomen. Entonces, sobre la piel que se le ha quedado al descubierto, dejamos caer un polímero empapado de yodo. Que se le funde con las arrugas.
Friendly, entretanto, da la vuelta a la mesa con una grapadora, uniendo la sábana de papel a la piel de Squillante. El procedimiento de las grapas resulta espeluznante la primera vez que se ve. Pero comparado con la cirugía el daño es menor, y los partidarios de la vieja escuela le tienen una fe ciega. De manera que quienes quieren intervenir al estilo de la vieja escuela, también lo utilizan.
Cuando Friendly está a punto de terminar, entra mi estudiante y me susurra:
—La DL50 de defenestración son cinco pisos, señor.
Como recordatorio, «DL» es «dosis letal», y la DL50 es la dosis mortal correspondiente al cincuenta por ciento de los casos. Defenestración es arrojar a alguien por la ventana. Así que la estudiante me dice que si tiramos a cien personas por la ventana de un quinto piso, la mitad de ellas sobrevivirá.
—Hostia puta —exclamo. Si tiré a Skinflick de un sexto piso, ¿cuál será el porcentaje?
¿Y por qué no puedo respirar?
—¿Cuál suele ser la causa de la muerte? —le pregunto.
—Rotura de la aorta —contesta la estudiante.
—Vale. —La aorta, nuestra arteria principal, es básicamente un globo estrecho y alargado, semejante a los que los pedófilos retuercen para hacer con ellos formas de animales
[39]
. Como está llena de sangre, es lógico que reviente al hacer impacto—. ¿Y después?
—Heridas en la cabeza, luego hemorragia por desgarro orgánico.
—Buen trabajo.
Al pensarlo se me llena la boca de bilis. Aunque en realidad la tengo así desde hace media hora, cuando me tragué las últimas cuatro Moxfanes. Por lo menos estoy bien despierto.
—Aún no tenemos los resultados del laboratorio del pinchazo con la hipodérmica, señor —añade la estudiante.
—No te preocupes.
Ciertamente tengo un dolor punzante en el antebrazo, pero probablemente hace mucho que han tirado la muestra del Tío del Culo. Si es que han llegado a enviarla al laboratorio. Hay mucha gente que tendría que alargar cinco minutos su jornada de trabajo si esa muestra alcanzara su destino.
—Manos a la obra —dice Friendly. Pone con el pie un taburete metálico al lado derecho de Squillante, y se instala. El estudiante interviniente coloca otro taburete un poco más allá. Yo me sitúo al lado izquierdo de Squillante. El enfermero instrumentista ya está en un taburete junto a la cabeza del paciente, con las bandejas preparadas en diversos brazos articulados.
—Vamos a ver, todo el mundo —dice Friendly—. El paciente es DPN. Sé que a todos nos gustaría darle un trato especial justamente por eso, como si fuera un poli y trabajáramos en un restaurante para coches. Pero trabajamos en otro sitio. Así que seamos profesionales.
—¿Qué quiere decir «DPN»? —pregunta mi estudiante.
—Demanda Post-Negligencia —explica Friendly—. Presentó una querella hace nueve años
[40]
.
Agradezco la pregunta de mi estudiante, porque yo tampoco sabía de qué estaba hablando el cirujano. Pero empiezo a distraerme. La Moxfane acaba de darme una sensación de lo más raro. Como si hubiera perdido el conocimiento, pero sólo durante una milésima de segundo.
—
¿Signor?
—dice Friendly.
Me sacudo la sensación con un estremecimiento.
—Rotulador —pido.
Un instante después tengo un rotulador sin capuchón en la mano. No sé si se lo ha quitado el enfermero antes de pasárselo al instrumentista con increíble rapidez, o si me he vuelto a quedar un momento en blanco. En cualquier caso, me da un repeluzno.
Me quedo mirando el abdomen de Squillante. Supongo que la incisión va a ser vertical, porque sólo he visto incisiones transversales en el abdomen en secciones de tomografías. Sencillamente no tengo idea de la longitud que debe tener el corte, ni de su punto de arranque.
Así que muevo despacio el rotulador en el aire por encima de la cintura de Squillante, como si tratara de decidirme, hasta que al fin me dice Friendly:
—Ahí mismo está muy bien. Venga, ya.
Entonces trazo una línea a partir de ese punto, justo por debajo de las costillas hasta el hueso púbico, describiendo una curva en torno al ombligo, pues si se corta es prácticamente imposible de reconstruir.
Devuelvo el rotulador al enfermero instrumentista y le digo:
—Bisturí.
El día que Skinflick y yo asaltamos la Granja, quedé con el chico de la tienda para que me recogiera a las dos y media de la tarde en una estación de servicio a unos quince kilómetros más al norte. Llegué allí a las seis de la mañana. Cuando apareció, el chico fue al teléfono público a esperar la llamada que, según mis instrucciones, iba a recibir. Me acerqué a él por detrás y le clavé el codo izquierdo en el pecho, agarrándolo de la barbilla. Se quedó rígido.
—No pasa nada —le dije—. Sólo quédate tranquilo. Pero no te des la vuelta ni me mires. Vamos a hacerlo exactamente como hemos dicho.
—Sí, señor.
—Ahora voy a soltarte. Vamos a la camioneta.
Cuando llegamos al vehículo, yo seguía pegado a sus talones.
—Baja la ventanilla y pon a cero el cuentakilómetros —le indiqué—. Avísame cuando esté a punto de marcar nueve.
Luego salté a la plataforma, y me senté de espaldas al cristal con los pies entre las cajas de comestibles. Llevaba una gorra de béisbol de la Universidad de Massachusetts, una sudadera con la capucha puesta, y un abrigo largo de cachemira. La idea consistía en tener pinta de universitario pijo y que no me pudieran identificar.
Cuando torcimos por un camino de tierra el chico me gritó que casi habíamos llegado a la indicación de los nueve kilómetros. Le dije que aflojara la marcha y Skinflick salió de entre los árboles que teníamos delante. Iba vestido como yo, pero no tenía aspecto de estudiante gilipollas. Parecía un
jawa
[41]
. Y había disimulado muy bien nuestro coche robado entre la maleza, a un lado del camino.
Le di la mano para ayudarlo a subir a la camioneta, y nos acurrucamos en el lado izquierdo de la plataforma, porque sabíamos que la cámara de seguridad estaba a la izquierda. El camino se fue haciendo cada vez más accidentado. A mi lado, el cuerpo de Skinflick parecía un talego de marinero forrado de cachemira.
Llegamos a la verja. Se oía el zumbido de la cerca electrificada. Al cabo de poco se oyó una voz de hombre por un altavoz:
—Sí, ¿quién es?
La voz tenía ese acento nasal de falso sureño que los blancos resentidos imitan ahora por todo el país.
—Mike. Del CostBarn —dijo el chico.
—
Asómate, para que te vea
.
Supongo que Mike sacó la cabeza por la ventanilla. Sonó un motor eléctrico, y la verja se abrió ruidosamente hacia un lado. Cuando pasamos, vi que la cerca estaba coronada por alambre de espino sujeto a una barra inclinada hacia dentro.
La camioneta subió durante un rato por una cuesta, traqueteando y derrapando, y luego se detuvo. El chico se bajó y fue a abrir la compuerta, procurando no mirarnos cuando cogió una caja que contenía un montón de grandes latas de conservas y envases de detergente. Parecía nervioso, pero no tanto para que me preocupara la posibilidad de que fuera a cagarla.
En cuanto se perdió de vista, me bajé sigilosamente por la parte de atrás de la camioneta, seguido de Skinflick.
La fachada de la casa estaba cubierta de tablas marrones superpuestas, al estilo de un tejado de madera. Cuatro ventanas en la parte delantera, una a cada lado de la puerta y otras dos en la planta alta. A la izquierda de la casa se veía el cobertizo verde de fibra de vidrio adonde los fontaneros de Locano habían llevado las cañerías. La parte trasera de la camioneta estaba en ángulo frente a ella, lo que nos daba otros sesenta centímetros de cobertura.
Cuando el conductor tocó el timbre, corrí hacia la casa, agachándome al llegar bajo la ventana de la esquina y pegando la espalda contra la fachada. Skinflick aterrizó pesadamente a mi lado justo cuando se abría la puerta. Me llevé un dedo a los labios, molesto, y él me miró con los pulgares en alto, en un gesto de disculpa. Cuando el chico desapareció en el interior, dimos corriendo la vuelta a la esquina.
Ésa era la parte que, según nuestros cálculos, iba a resultar difícil. Por el otro lado la casa tenía la misma disposición que la fachada delantera, dos ventanas arriba y dos abajo, aunque la última de la planta baja estaba tapada por el cobertizo. La puerta del chamizo, en cambio, daba al jardín. Si nos dirigíamos a ella por el flanco de la pequeña construcción, nos verían desde por lo menos dos ventanas y el jardín.
Así que, en vez de eso, corrimos agachados a lo largo del muro lateral de la casa. La impresión de que nos estaban viendo era muy marcada, pero advertí a Skinflick que no levantara ni volviera la cabeza. Para entonces yo ya sabía que la gente es capaz de mirar cualquier cosa sin ver nada, pero que a nadie se le escapa el rostro humano. La mitad del córtex visual se ilumina al verlo. De manera que no levantamos la cara, y llegamos al cobertizo sin saber si nos habían descubierto. Cogí dos placas de fibra de vidrio de la pared trasera del cobertizo y las aparté lo suficiente para que pudiéramos pasar.