Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Sobre las siete y media los tiburones se apartaron de nosotros como si hubieran oído una señal, y entonces apareció el tío que les daba de comer.
Tenía veintitantos años, el cráneo rasurado y patillas, y llevaba unos pantalones amarillos de caucho. Se quedó parado, mirando los pezones como pinchos de Magdalena. Estaba completamente desnuda. Por lo menos eso evitaba que aquel pringado se fijara en Rovo.
—Sácanos de aquí —bramé.
Se acercó a la rampa y la bajó, y me despegué de la pared con Magdalena en brazos, dispuesto a arrancar los ojos a cualquier tiburón que quisiera jodernos ahora. Al izarme después de sacarla de un empujón, me dio vueltas la cabeza de tal forma que por un momento mi visión se mantuvo estática.
—Voy a llamar a la poli —anunció el tío.
—¿Cómo? —quise saber—. No tienes móvil.
—Sí que tengo —dijo él, sacándolo.
El muy capullo. Se lo rompí contra la barandilla, arrojando los trozos al agua después de dejarlo inconsciente de un puñetazo.
Las veinticuatro horas que empezaron en aquel momento fueron las peores y más importantes de mi vida. A lo largo de ellas —aunque eso fuera lo de menos— recorrí más de tres mil kilómetros, sólo para acabar de nuevo en Nueva York, una jornada entera después de que Magdalena y yo logramos salir del agua.
En concreto, terminé en Manhattan, en donde el portero de Skinflick me reconoció y me dejó entrar en el edificio. A los dos matones que estaban en el apartamento me los cargué con la mesita de cristal.
A Skinflick, que estaba despierto pero ciego de coca, lo cogí por las caderas, igual que había hecho para mantener a Magdalena en alto. Luego lo arrojé de cabeza, retorciéndose y gritando, por la ventana de su sala de estar.
Inmediatamente después deseé no haberlo hecho para volver a hacerlo una vez más.
Y desde la calle, en donde ya empezaba a congregarse una multitud, llamé a Sam Freed, diciéndole por segunda vez en aquel día adónde podía venir a recogerme.
Pongo el pie en la calle ya de paisano. Libre. Lo he abandonado todo. Ya no trataré a más pacientes. Y lo que un pijama sanitario y un título delante de mi nombre puedan haber hecho por mí, ya no me servirán de nada. He colgado los hábitos, sin abusar de ningún monaguillo durante el ministerio.
Tendría que sentirme horrorosamente mal. Me costó siete años hacerme doctor en medicina. En el fondo no tengo nada más. Ni trabajo. Ni siquiera un sitio seguro en donde vivir.
Pero el viento frío que va arrancando esquirlas de hielo por la acera tiene en cierto modo el sabor del aire nocturno de primavera, lleno de luciérnagas y de mujeres borrachas en torno a la barbacoa.
Porque no me siento nada mal.
Estoy en la ciudad de Nueva York. Puedo alojarme en un hotel y llamar al PFPT desde allí. Tengo además la posibilidad de ir a un museo, o al cine. Coger el transbordador de Staten Island. Aunque no debería, probablemente, porque en Staten el que no pertenece a la mafia es poli, pero en cualquier caso puedo hacerlo. Puedo comprar un puto
libro
y leerlo en un
café
.
Y cómo he
odiado
ser médico, joder. Desde la facultad. El sufrimiento interminable y la muerte de pacientes cuya vida yo debía salvar pero no pude, porque no estaba en manos de nadie o porque simplemente yo no era lo bastante bueno. La inmundicia y la corrupción. Las horas agobiantes.
Y sobre todo he odiado esa Estrella de la Muerte de Nueva York, ese hospital, esa Moria fluorescente que llaman ManCat.
He seguido siendo médico tanto como he podido. Estoy en deuda, lo sé, y agradezco que el hecho de ejercer la medicina me obligara a pagarla, dándome la buena obra que hacer todos los días, para que no tuviera que andar buscándola.
Pero no puedo pagar más allá de mis posibilidades. Que me maten encima de dar siete años de mi vida a nadie servirá de nada. En realidad sólo consumiría recursos. No tengo nada más que hacer en esta profesión.
Pero eso no es el fin del mundo. Quizá cuando vuelva a instalarme en algún sitio pueda trabajar en un comedor de beneficencia. La prima del seguro por negligencia profesional no puede ser muy elevada en esa ocupación.
La expresión del doctor Friendly —«Demanda Post Negligencia»— me viene a la memoria y me hace reír.
Luego me hace pensar en otra cosa, y me paro en seco como si me hubieran clavado el pie en el suelo. Casi me caigo.
Lo medito bien para averiguar dónde se ha producido el error.
Sigo pensando.
Pero es inútil.
Sé cómo salvar la pierna a la Chica del Osteosarcoma.
De pie entre el viento y el fango, intento comunicarme con Cirugía por el móvil. No contestan.
Ortopedia. Comunicando.
Akfal. Se oye la
Sinfonía del Nuevo Mundo
de Dvorák, lo que significa que ha llevado un paciente al servicio de resonancia magnética.
Entretanto, en la esquina del bloque de viviendas que tengo enfrente, se paran dos limusinas y se bajan seis hombres sin dirigirse la palabra.
Todos llevan prendas de abrigo que les llegan muy por debajo de la cintura, para ocultar las armas. Hay un individuo moreno y otro con pinta de hispano, pero los otro cuatro parecen de la región central del país. Vaqueros y zapatillas deportivas. Rostros surcados de arrugas por estar demasiado tiempo al sol en los ranchos de Idaho y Wyoming que, según creen ellos, nadie conoce.
Yo he estado en alguno de esos ranchos. Por negocios, si entienden lo que quiero decir.
Los sicarios se dividen en dos grupos en la esquina, para cortar todas las salidas. Miro a mi espalda. Otros dos coches.
Tengo alrededor de medio segundo para decidir si cruzo la calle y desaparezco o vuelvo sobre mis pasos hacia el hospital.
Soy idiota. Me decido por el hospital.
Subo corriendo por las escaleras mecánicas hasta la planta de Cirugía. Si los tipos de fuera han entrado primero, ganaré algo de tiempo, porque lo más probable es que esperen al ascensor en la planta baja.
Si.
Atajo por la sala de reanimación, en donde los de la UCI siguen rebuscando en el cubículo donde murió Squillante, tratando de adivinar a dónde ha ido a parar la impresión de su EKG. Acabarán teniéndolo en la mano cuando se les ocurra imprimir otro. A lo mejor dentro de un mes.
En los vestuarios de Cirugía hay una pantalla plana que muestra el programa de operaciones. Según leo, a la Chica del Osteosarcoma le han amputado la pierna hace tres horas. Lo que es imposible, porque acabo de verla. Al menos hay un número de habitación, en la planta de arriba.
Cuando llego allí, sin embargo, un gilipollas con uniforme y mascarilla está pasando la fregona por el suelo, lo que
quizá
signifique que se han equivocado de habitación al elaborar el programa, pero no es seguro.
—¿Cuándo es la siguiente operación? —pregunto al tío de la fregona.
Se limita a encogerse de hombros. Entonces, cuando me vuelvo para marcharme, suelta la fregona y me pasa un alambre por la cabeza.
Muy cuco. Puede que me haya oído hablar con la Chica del Osteosarcoma desde fuera de la habitación. Apostando por la lejana posibilidad de quedarse para él solo el dinero de la recompensa de Locano. Y es un psicópata del garrote.
El garrote es muy sencillo de hacer, de quitárselo de encima y de esconderlo, incluso yendo de uniforme. Pero sólo un psicópata es capaz de utilizarlo. ¿Quién, si no, va a acercarse tanto a su víctima? Apenas tengo tiempo de llevarme la mano a la garganta antes de que él me apriete el alambre de un tirón.
Me doy cuenta entonces de que así no va a acabar conmigo. Enseguida no, al menos. Con la palma de la mano extendida frente a la laringe y el tubo del estetoscopio cogido bajo el alambre por ambos lados, el psicópata no puede generar la fuerza suficiente para seccionarme las arterias, ni siquiera cuando me retuerce el garrote en la nuca. Puede cortarme las venas, más próximas a la piel que las arterias, pero con eso sólo conseguirá que la sangre
no me baje
de la cabeza. Ya siento cómo se incrementa el calor y la presión. Pero tardaré un tiempo en perder el conocimiento.
Entonces el tío empieza a hacer un movimiento de sierra, de atrás adelante, lo bastante rápido para que no pueda utilizarlo en mi favor, y el alambre me hace un corte profundo en la palma de la mano y a los lados del cuello. El psicópata lo ha trenzado con algo: vidrio, metal o algo parecido. La boquilla del estetoscopio hace un ruido metálico al rebotar en el suelo.
Por lo visto, eso
sí
va a matarme de inmediato.
Le doy un pisotón. Calza zapatos con puntera metálica. Pues claro: es un psicópata del garrote. Se lo espera. La puntera cede un poco, arrancándole un gruñido cuando le aprisiona los dedos, pero eso no cambia mucho sus planes. Se puede pasar un coche sobre unos zapatos con puntera de acero.
Así que empujo hacia atrás, con fuerza. Eso también se lo espera, y mantiene sin esfuerzo el equilibrio apoyándose con las piernas en la mesa de operaciones.
Pero estamos en mi casa. Doy con el talón en el pedal que libera los frenos de la mesa, y esta vez, cuando salimos volando, se lleva una sorpresa.
Aterrizo encima de él en el suelo. Al soltar el aire emite un gruñido que me satisface. Pero no afloja la presión del alambre.
Así que echo hacia atrás la mano libre y le agarro un mechón de pelo —que, estúpidamente, se ha dejado crecer— por el lado izquierdo de la cabeza. Luego me incorporo, tirando de él para lanzarlo por encima de mi hombro, y volteándolo al mismo tiempo.
Eso sólo puede dar resultado si el psicópata del alambre es diestro, o al menos si tiene la muñeca derecha cruzada sobre la izquierda. Pero ya no me quedan muchas posibilidades.
Funciona: ya no tengo el alambre en torno al cuello cuando lo lanzo por encima de mí.
El psicópata se da un golpazo contra el suelo y pierde algo de pelo, cayendo boca arriba y con la cabeza hacia mí. En una posición en la que no me cuesta mucho trabajo darle rápidos golpes en la cara alternando los codos y el canto de las manos —derecha e izquierda, derecha e izquierda— hasta que se queda inconsciente y sangrando por la nuca.
Me pongo en pie, aturdido.
Mal día para pasar la fregona, mamón.
En el almacén del pasillo que hay entre los quirófanos, me pongo una grapa para cerrarme la palma de la mano. El dolor es desesperante, pero la mano me sigue funcionando. Me pongo una venda en el cuello. No puedo hacer mucho más sin vérmelo bien, y el objeto más parecido a un espejo que puedo encontrar es una bandeja de instrumental.
Mientras me pongo un pijama limpio, me fijo en la estantería del equipo quirúrgico, que contiene bandejas rectangulares de acero con instrumentos para diversas operaciones. Llevan etiquetas como «TÓRAX, ABRIR» y «RIÑÓN, TRASPLANTE».
Abro una que pone: «HUESO GRANDE, CORTE TRANSVERSAL». Elijo un cuchillo que parece un machete sin mango y lo utilizo para hacerme un corte a lo largo en la pernera de los pantalones recién puestos. Luego me lo pego a la cara exterior del muslo con esparadrapo.
Cuando voy al lavabo a limpiarme la sangre, me encuentro a un enfermero que se está rascando el sobaco con la puntiaguda cámara de un laparoscopio que más tarde introducirán en el abdomen de un paciente unos doctores con monos esterilizados para evitar la contaminación.
Me echa un vistazo y se larga pitando.
Voy de una a otra habitación por la planta de Cirugía hasta encontrar a la Chica del Osteosarcoma. Es la forma más rápida. Cuando llego, ya está inconsciente, con el anestesista aplicándole la mascarilla.
Está desnuda sobre la mesa. Los residentes se pelean por ver quién le afeita el felpudo, cosa que, para empezar, no es necesaria.
Al verme, la enfermera auxiliar pone los ojos como platos y grita:
—¡No lleva usted mascarilla! ¡Ni gorro!
—No importa —le digo—. ¿Dónde está el doctor?
—¡Salga de mi quirófano!
—Dígame quién va a operar.
—¡No me haga llamar a seguridad!
Le doy unas palmaditas en la pechera de la bata de papel, contaminándolo, y se pone a chillar. Si la operación se lleva efectivamente a cabo, habré logrado aplazarla media hora.
—Dígame dónde está el puñetero cirujano —insisto.
—Justo aquí —dice el médico, a mi espalda. Me vuelvo. Por encima de la mascarilla tiene un aire distinguido—. ¿Qué coño está haciendo usted en mi quirófano?
—Esta mujer no tiene osteosarcoma —le digo.
—¿No? —Su voz no se altera—. ¿Qué es lo que tiene?
—Endometriosis. Sólo sangra cuando está menstruando.
—El tumor está en el fémur. En el fémur distal. —Me mira el vendaje del cuello, que debe estar supurando, me imagino. Duele de la hostia—. ¿Es usted médico?
—Sí. Es tejido uterino que ha migrado ahí. Puede ocurrir. Se han dado casos.
—Dígame uno.
—No me acuerdo. Me lo explicó un profesor.
En realidad se lo oí al Profesor Marmoset, una vez que íbamos juntos en avión. Hablaba de esas chorradas que hay que aprender en la facultad de medicina y que nunca se ven en la vida real.
—Es la mayor estupidez que he oído en la vida.
—Puedo hacer una consulta en Medline —le sugiero—. Tiene tejido uterino en el compartimiento anterior del cuádriceps, pegado al periostio. Se lo puede extirpar. Si en cambio le amputa la pierna, Patología demostrará que tengo razón y se le caerá el pelo. Joderán vivo a todo el mundo de este quirófano. Me encargaré de eso personalmente.
Miro fijamente a los ojos de todos los que encuentro alrededor.
—Humm —dice el doctor.
Me pregunto si tendré que tocarle la pechera de la bata a él también.
—Está bien, tranquilícese —dice al cabo—, quitándose la bata de un tirón—. Voy a hacer una búsqueda rápida en Medline.
—Gracias.
—¿Y con quién tengo el placer de hablar? Sólo para que pueda hacer que lo despidan si no está en lo cierto.
Que tengas suerte, capullo.
—Zarpa de Oso Brnwa —le digo al marcharme.
El rellano de la escalera mecánica, sin embargo, está vigilado: un matón en cada extremo, y dos subiendo a la planta superior.
Joder
, pienso.
¿Cuántos tíos de éstos hay por aquí?
Tengo un momento Rambo durante el cual pienso arrancar de la pared un dosificador Purell de gel con alcohol para las manos y utilizarlo como napalm, pero luego decido que prender fuego a un hospital lleno de pacientes es pasarse un poco de la raya. En vez de eso, doy media vuelta y me dirijo a la escalera de incendios, que resuena con los cautelosos pasos de quienes me andan buscando, y, lo más silenciosamente posible, subo corriendo los tres pisos que me separan de Medicina Interna.