Burlando a la parca (26 page)

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Authors: Josh Bazell

En la cama de al lado, lívida, la Chica del Osteosarcoma, mira al techo. La bolsa que le envuelve la rodilla está llena de sangre y coágulos.

Tiene la otra rodilla en alto. Le bajo el camisón para taparle el coño, del que le sigue colgando el cordón azul del tampón, y que todo el mundo puede ver nada más entrar en la habitación.

—¿Y a quién le importa una mierda? —me dice—. Nadie va a desearme nunca más.

—Tonterías —le contesto—. Miles de tíos te desearán.

—Sí. Fracasados que se sentirán mejor follándose a una cojitranca.

Ah. Muy perspicaz, me parece.

—¿De dónde has sacado esa lengua? —le pregunto.

—Lo siento —se excusa, con sarcasmo—. Ningún chico va a sacarme a
bailar
.

—Pues claro que sí. En algún antro barriobajero.

—¡Serás cabrón!

Le limpio las lágrimas de las mejillas.

—Me tengo que ir.

—Dame un beso, gilipollas —me pide. Se lo doy.

Estoy todavía en ello cuando oigo que alguien carraspea a mi espalda. Son dos técnicos sanitarios que han venido a llevarla al quirófano para que le amputen la pierna.

—Ay, qué miedo tengo, joder —exclama cuando la pasan a la camilla. No me suelta la mano, que me suda en la suya.

—Vas a ponerte bien —le aseguro.

—A lo mejor me cortan la pierna que no es.

—Puede que sí. Pero la segunda vez que te operen será más difícil que la caguen.

—Que te den por culo.

Se la llevan en la cama con ruedas.

Cuando me suena el busca y veo que es la doctora no sé cuántos que trabaja en Urgencias y me pide que vaya, pienso:
No hay problema
.

Está cerca de la salida
.

Justo enfrente de la sala de Urgencias paso frente al capullo que ha intentado atracarme esta mañana. Aún no lo han examinado, porque sometiéndola a una larga espera, hacen que la gente sin seguro se abstenga de venir por aquí. Tiene la cara cubierta de sangre, y se sujeta el brazo roto. Al verme se baja de un salto de la camilla y se dispone a salir corriendo, pero me limito a guiñarle un ojo mientras sigo mi camino a toda prisa.

En circunstancias menos extremas, me encanta la sala de Urgencias. Los que trabajan aquí tienen la lentitud y tranquilidad de una planta de interior. No tienen más remedio, si no quieren cagarla y terminar quemándose. Y en Urgencias del Manhattan Catholic siempre se encuentra al médico que te ha llamado por el busca, porque la sala se convirtió en un espacio abierto a raíz de un incidente del que más vale no hablar
[61]
.

La doctora está lavando una herida de navaja en la parte baja de la espalda de un paciente que no deja de gritar y retorcerse pero está bien sujeto por un par de enfermeros.

—¿Qué ocurre? —le digo.

—La sala de Urgencias es una puta pesadilla —me contesta, con calma.

—Lo siento. Tengo prisa. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Tengo un motociclista que ha sufrido un accidente con fuerte contusión en los testículos.

—Vale.

—Y es mudo.


¿Mudo?

—Eso es.

—¿Y oye?

—Sí.

Así que puede que no sea mudo.

Consulto la hora, como si el reloj me fuera a decir: «Diez minutos para que aparezcan los sicarios.»

—Muéstremelo —le digo.

Deja el aerosol y me lleva a verlo.

El motociclista no es ningún soplapollas con una Harley para los fines de semana. Parece miembro de una auténtica banda de moteros, como salido de
Gimme Shelter
. Tiene tatuajes verdes y lleva gafas de sol en la sala de Urgencias. Sobre la ingle le han aplicado unas cuantas bolsas de hielo, entre las cuales le asoma el escroto, morado y negro y tan grande como una pelota de playa.

—¿Me oyes? —le pregunto.

Asiente con la cabeza.

Le tapono la nariz con los dedos. Parece sorprendido, pero no tanto como cuando se da cuenta de que no es lo bastante fuerte como para apartarme la mano de su cara.

Finalmente abre la boca para respirar, y le saco la bolsita de heroína.

Se la tiro a la doctora.

—¿Vale? —le digo.

—Gracias, Peter.

—Hasta la próxima —le contesto, deseando que así sea.

Salgo por la entrada de ambulancias.

20

Cuando salí de la cárcel, me importaba todo un huevo menos Magdalena.

Nos trasladamos a un apartamento de Fort Greene, cerca de sus padres pero no mucho, y pasábamos todo el tiempo juntos. Cuando tenía concierto, yo la llevaba y me quedaba esperando por los alrededores.

Dos veces por semana íbamos a ver a su familia. Sus padres se mostraban corteses, aunque siempre se les saltaban las lágrimas. Rovo, el hermano de Magdalena, parecía sentir un respeto reverencial por mí, hecho que me avergonzaba pero que también me halagaba.

A mi otra familia, los Locano, la evitaba en la medida de lo posible. Estaba en deuda con ellos y ellos conmigo, pero aparte de eso todo se había roto. No sé a cuántos amigos se les puede aguantar que hablen así de ti en las cintas, llamándote «el Polaco» y en tono de importarles un huevo el lío en que te han metido. Tampoco sé cuántos amigos podrían soportar el hecho de saber que has oído esas cintas. Empezamos a distanciarnos mutuamente, pero poco a poco, para ir sobre seguro.

Skinflick, en cambio, parecía perplejo. Lo que habíamos pasado juntos en la Granja no le había servido de nada. ¿Qué iba a hacer, salir
ahora
diciendo que él se había cargado a los Chicos Karcher? ¿Que había
ayudado
a eliminarlos, siquiera? ¿Que había dado un tiro en la cabeza a un chaval herido de catorce años mientras yo había ido por el coche?

Todo había sido para nada, y ahora yo no sentía por él tanta vergüenza como envidia. Incluso cuando salí de la cárcel, apenas nos hablábamos.

Lo peor era que no podía evitar al más amplio mundo de la mafia. Dentro de la «comunidad LCN» y entre sus muchos adláteres, yo había logrado la peor clase de celebridad: esa en que gente que no has visto en la vida te considera un asesino sin escrúpulos, y que te adora por eso mismo. Aquellos delincuentes habían pagado mi defensa, y eran susceptibles, engreídos, inseguros y peligrosos. Podía rechazar algunas invitaciones, pero no todas. Sólo podía desairarlos hasta cierto límite.

Al menos, los tipos de la mafia no querían que volviera a matar gente. Comprendían que era más conveniente para ellos no poner a prueba el mito de que ahora yo fuera inmune porque al gobierno le resultaría difícil acusarme alguna vez de algo
[62]
. Pero,
coño
, aquellos capullos querían estar a mi alrededor. Fue en esa época cuando conocí a Eddy «Consol» Squillante. Entre muchos, muchos otros.

A propósito, «capullos» no les hace mucha justicia en realidad. Aquellos mamones eran repugnantes. Orgullosos de su ignorancia, repelentes como personas, estaban absolutamente convencidos de que su capacidad de contratar a alguien para sacar dinero de una paliza a una persona que se ganaba la vida con su trabajo constituía una especie de genialidad y la observancia de una esclarecida tradición. Aunque siempre que preguntaba a alguno de ellos por esa tradición —lo único que me interesaba oír de aquellos canallas—, solía callarse como una tumba. Nunca averigüé si era por el juramento que habían hecho o simplemente porque no sabían nada. Aunque no dejé de preguntar, porque, al menos, hacer que aquellos cabrones cerraran la puta boca era una especie de victoria.

Skinflick me invitaba a fiestas en el apartamento al que se había mudado, en el Upper East Side. Las veces que asistía, me presentaba cuando calculaba que había más gente, me dirigía a él, le estrechaba la mano y me marchaba. Él me decía algo como: «Te echo de menos, tío.» Y yo le contestaba: «Yo también»; lo que en cierto modo era verdad. Yo echaba
algo
en falta, pero fuera lo que fuese, pensaba que había desaparecido para siempre.

En realidad, con sólo haber tenido más fe en eso —en el hecho de que todo estaba verdaderamente muerto—, habría estado en condiciones de salvarnos a todos.

Era el 9 de abril de 2001. Estaba en casa, pero Skinflick me llamó al móvil. Era de noche. Estaba esperando a que Magdalena volviera de tocar en una fiesta de cumpleaños. Hacía poco que le había comprado un coche.

—Me he metido en un lío de
cojones
, tío —me dijo Skinflick—. Estoy
jodido
. Necesito que me eches una mano. ¿Puedo ir a recogerte?

—Pues no sé. ¿Van a terminar deteniéndome?

—No —contestó él—. No es eso. Nada ilegal. Es algo mucho peor, coño.

Y como aún no había acabado del todo con él, le dije:

—Vale. Pasa a buscarme.

Skinflick se pasó todo el camino a Coney mordiéndose las uñas y metiéndose chutes de cocaína: se lamía la punta del dedo, la metía en una caja de Altoids, y luego esnifaba el polvo y se frotaba las encías, como cepillándose los dientes, para aprovechar el resto.

—No te lo puedo explicar —repetía una y otra vez—. Necesito que lo veas.

—Chorradas —le dije—. Cuéntamelo.

—Por favor, tío. Ten paciencia, por favor. Ya lo entenderás.

Eso lo dudaba. Me parecía tener con Skinflick la misma conversación que había mantenido con Sam Freed la noche anterior a que los federales retiraran los cargos. Sólo que sabía que esta vez la sorpresa no iba a ser nada buena.

—¿Quieres un poco de coca? —me ofreció.

—No.

Para entonces ya no tomaba drogas. En la cárcel había tomado bastantes, para luchar contra el aburrimiento, pero esa mierda no resistía la comparación con una carrera de nueve kilómetros con Magdalena, por no hablar de echarle después un polvo, con aquel cuerpo suyo empapado de sudor frío. La cantidad que Skinflick trasegaba, sin embargo, y las veces que esnifaba mientras conducía, era algo que impresionaba y daba miedo.

Condujo hasta Coney, y aparcó en el mismo sitio de casi dos años antes. Luego dimos un paseo por el mismo inframundo bajo el paseo marítimo, aunque esta vez llevaba una Maglite de mayor tamaño.

Pasamos por el hueco de la cerca y fuimos directamente al edificio del tanque de tiburones. Parecía más pequeño de lo que lo recordaba. La puerta ya estaba sin candado. Por entonces ya me había hecho a la idea de que Skinflick me había mentido sobre la legalidad del asunto, y que en realidad había matado a alguien y necesitaba ayuda para deshacerse del cadáver. Cerró la puerta de golpe, y empezó a subir por la curva escalera metálica.

Apagó la linterna cuando entramos agachados en el recinto del tanque propiamente dicho, y por un momento lo único que pude ver fue el plomizo resplandor de los lucernarios y, más abajo, su reflejo en las negras aguas.

Entonces oí el gemido: un agudo «
¡Mmmmmmmm!
» El mejor modo para reproducirlo sería taparse la boca con una tira de cinta aislante y tratar de dar un grito. Porque cinta aislante era lo que Magdalena tenía en la boca.

Reconocí al momento el sonido de su garganta. La adrenalina me aumentó el tamaño de las pupilas. De pronto empecé a ver.

Había una media docena de gilipollas de la mafia en el balcón. Es difícil contar bien en esas situaciones. Reconocí a un par de ellos. Todos iban armados.

Habían quitado la cuerda tendida en la parte de barandilla que faltaba, y la rampa estaba bajada sobre el agua. Magdalena y su hermano Rovo, una figura enorme a su espalda, se encontraban de pie casi al borde de la rampa. Tenían brazos, piernas y boca amarrados con cinta aislante: desordenadamente, como tejen su tela las arañas cuando se las somete a experimentos con sustancias tóxicas. Justo detrás de ellos había un capullo con una pistola.

Un impulso se apoderó de mí.
Matar
. Por todo el recinto, ojos gargantas y rodillas se iluminaron como dianas en una galería de tiro.

Pero no me centré en Skinflick. Podría haberlo hecho: lanzando el talón hacia atrás, y clavándoselo en el esternón para aplastarle el corazón. Pero en cierto modo aún no creía que formara parte de todo aquello. Él lo sabía, claro. Pero a lo mejor lo habían obligado a traerme allí. O
algo así
. De modo que cuando empecé a matar le perdoné la vida.

El mamón que tenía a la izquierda no tuvo esa suerte. Me apuntaba con una Glock. Me lancé sobre él por debajo de la pistola, visualizando en su pecho la parte frontal del omóplato y sintiendo luego cómo se lo trituraba con el hombro a través de la clavícula y los pulmones. Le clavé las uñas en la garganta mientras le quitaba el arma. Le retiré la mano del cuello y arrebaté a Skinflick la linterna, con la que deslumbré a otros dos cabrones. Entonces les disparé en el pecho.

Pero Skinflick, por una vez, fue
rápido
. Porque en esta ocasión lo único que tenía que hacer era dar un paso atrás y escabullirse por la entrada, y en eso de escurrir el bulto era un experto.


¡Disparad!
—gritó, bien a cubierto tras el arco.

Disparé a otros dos antes de que pudieran cumplir su orden. Entonces, el mamón que estaba detrás de Magdalena y Rovo los empujó por el borde de la rampa, y vi cómo se precipitaban hacia el agua. Metí al hijoputa un balazo en la frente, y salté sobre la barandilla.

Pero no caía con la suficiente rapidez. Pude distinguir que Magdalena y Rovo, además de estar atados con cinta aislante, estaban amarrados el uno al otro. Sólo con un par de tiras, pero lo suficiente para mantenerlos
juntos
. Me aproximaba al agua con tal lentitud que me daban ganas de gritar. Disparé a otro matón cuando su vientre apareció ante mi vista bajo la barandilla, sólo por hacer algo.

Alguien más empezó a dispararme. Vi que brotaba un lento destello de la boca de una pistola desde el balcón, aunque para entonces ya no oía nada.

Entonces caí finalmente al agua, y empezaron a pasar cosas.

El agua siempre causa impresión, pero a mí no me produjo ninguna, y me pareció tan sutil como el aire mientras me movía hacia donde creía que se encontraba el paquete Magdalena Rovo. Rocé con la rodilla algo viscoso que al principio cedió como una bolsa de cuero llena de agua, y luego se revolvió de golpe contra mí.

Tuve suerte y pude agarrar por el pelo a Magdalena. Algo se me pegó bruscamente al cuello. Cogí un extremo suelto de cinta aislante y pataleé hacia la superficie. Aspiré aire que resultó ser agua, sufrí un espasmo y al fin logré sacar la cabeza. Seguía dando patadas a cosas al mover las piernas. En cierto momento me di con el pie contra lo que parecía una piedra gigantesca y escurridiza, tan fuerte que casi me disloco el tobillo.

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