Burlando a la parca (27 page)

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Authors: Josh Bazell

Pero no tenía tiempo de pensar en eso. No encontraba la cabeza de Rovo. Por fin se me ocurrió darle media vuelta en sentido contrario a Magdalena, y ambos aspiraron convulsivamente por la nariz haciendo un ruido espantoso.

Volví a sumergirme, empujándolos hacia arriba. Algo chocó contra mi estómago, con fuerza. Necesitaba encontrar un punto de apoyo. Me pregunté si habría algún sitio en donde se hiciera pie, y cómo encontrarlo en caso de que existiera.

Cuando subí de nuevo a tomar aire, estaban disparando desde el balcón. Pero eso no me preocupaba mucho. Hacía bastante que había soltado la pistola y la linterna. Lo que necesitaba era hallar el modo de que los tres permaneciéramos a flote.

Algo me dio un tremendo golpe en la espalda lanzándonos contra una de las paredes. Pataleé en dirección al espacio en donde se unían dos paredes del tanque hexagonal, e intenté mantener a Magdalena y Rovo con la cabeza por encima del agua sirviéndome de la fricción del cristal. Seguí pataleando y revolviéndome para alejar a los tiburones. En cuanto la maniobra pareció dar resultado, alcé el brazo y arranqué la cinta aislante de la boca de los dos hermanos.

Magdalena empezó a atragantarse. Tuve que dar un puñetazo a Rovo en el pecho. Cada vez que dejaba de patalear con todas mis fuerzas, algo me pasaba rozando por las piernas. A Rovo y Magdalena les faltaba el aliento, luego empezaron a hiperventilar.

—¡Respirad! —grité.

El oleaje empezó a calmarse, aunque seguían las embestidas por abajo. No sabía por qué no habían atacado aún los escualos, pero por la forma en que se volvían más agresivos cada vez que descuidaba la atención, parecía evidente que me estaban poniendo a prueba.

Y los disparos quizá hubieran ayudado. Oí que alguien gimoteaba sobre nuestras cabezas, en la pasarela.

Al cabo del rato, Skinflick me llamó desde otro sitio.

—¿Pietro?

Pensé si contestarle o no. Estaba prácticamente seguro de que no alcanzaba a vernos. Yo no lo veía a él, en cualquier caso, sólo percibía una luz tenue, difuminada por la rejilla de la pasarela, justo por encima de mi cabeza, y una pequeña parte de una de las claraboyas si miraba por encima del hombro. De modo que Skinflick no podía saber si seguíamos con vida, y quizá tratara de localizarnos por el sonido. Yo me removía bastante en el agua, pero él podía achacarlo a los tiburones.

Algo era seguro, sin embargo:

Había sido una estupidez no matarlo allá arriba. Aquello era cosa suya, y de nadie más.

Pero al mismo tiempo Skinflick constituía nuestra única salida. Por repugnante e imposible que me pareciera, no tenía más remedio que tratar de convencerlo de que desistiera.

—¡Skinflick! —grité. Mi voz sonó áspera y débil.

—¿Qué tal estás? —inquirió. Su voz resonó con el eco. De manera que resultaba imposible localizarlo con exactitud.

—¿Qué coño pretendes hacer? —le dije.

—Matarte.

—¿Por qué?

—Mi padre ha descubierto que fuiste tú quien mató a Kurt Limme.

—¡Eso es mentira! Tu padre se cargó a Kurt Limme. O pagó a alguien para que lo matara.

—No me lo creo.

—¿Por qué iba a matarlo yo? ¿Qué coño me importaba a mí? ¡Sácanos de aquí!

—Es un poco tarde para eso —aseguró.

—¿Por qué? ¡Sabes que te estoy diciendo la verdad!

—No creo que reconozcas la verdad aunque la tengas en el culo, tío. Y está a punto de morderte, me da la impresión.

—¡Skinflick! —grité.

Guardó silencio unos momentos. Luego dijo:

—¿Sabes por qué mi padre contrató a los Virzi para que mataran a tus abuelos?

—¿Cómo?

—Ya me has oído. ¿Sabes por qué?

—¡No! ¡Y no me importa!

Y en realidad no me importaba. No sabía si era cierto, ni lo que significaba en caso de que lo fuera, ni tampoco quería que Skinflick siguiera hablando de ello.

—Para hacer un favor a unos judíos rusos —prosiguió—. Tus abuelos no eran en realidad los Brnwa. Sino unos chicos polacos que trabajaban en Auschwitz.

Se le cortaba la voz de forma intermitente cuando el agua me tapaba las orejas. Estaba haciendo fuerza contra las dos paredes de cristal a la vez, intentando mantener a Magdalena y Rovo pegados a la esquina. Pero se me resbalaban continuamente.

—Los verdaderos Brnwa murieron allí —continuó Skinflick—. Tus abuelos tomaron su identidad para salir del país cuando acabó la guerra. Pero en Israel se encontraron con un ruso que los reconoció, y que sabía quiénes habían sido los verdaderos Brnwa. Un amigo suyo llamó a mi padre.

No pude menos de asumir parcialmente esa información. Me dio la impresión de que había que aclarar ciertas cosas, y posiblemente pasarlo mal después.

Es decir, si seguía vivo dentro de una semana.

Ahora mismo necesitaba que Skinflick cerrara la boca y nos ayudara.

—¿Y qué? —grité.

—Sólo te lo estoy diciendo. No sabes ni media.

—¡No importa! ¡Te perdono! ¡Perdono a tu padre! ¡Perdono a mis putos abuelos! ¡Pero sácanos de aquí!

Skinflick no contestó. Luego dijo:

—No sé, colega. Has matado a todos mis chicos.

—Eso no es tan malo. Nadie lo sabe. ¡Venga! —Cuando vi que no decía nada, añadí—: ¿Quieres que te ayude a matar a alguien? ¡Pues lo haré!

—Sí, como la última vez, ¿eh? Creo que me conformaré con lo que hay en la mesa, gracias. Que eres tú. Literalmente.

—Lo de la Granja no fue culpa mía. ¡Tú lo sabes!

Me empezó a entrar el pánico. Tenía los brazos y las piernas ardiendo. Cosas vivas y viscosas me pasaban rozando los tobillos. Y no estaba teniendo suerte en la operación de quitar la cinta aislante que ceñía los cuerpos de Magdalena y su hermano. Sólo podía contemplar sus ojos aterrorizados, y sentir en la cara su cálido aliento.

—Lo que tú digas, compadre —dijo Skinflick—. O quizá debiera llamarte «comensal», aunque no te acompañe a la mesa.

El tío que se estaba muriendo encima de nuestras cabezas soltó la pistola. Cayó a un metro, pero era imposible recuperarla. Al oír el chapoteo, Skinflick hizo al azar un par de disparos al agua.

—Ahora tengo que sacar estos putos cuerpos de aquí —se quejó al apagarse el eco—. Pensé en traer carne por si los tiburones no mordían, ya sabes. Pero creo que no será necesario.

Me figuré que pensaba arrojar los cadáveres al agua, y me pregunté si eso nos serviría de ayuda: una ración de comida que los tiburones podían comparar con nosotros, zampándosela y decidiendo que nosotros
no éramos
para comer.

Entonces sentí algo en la cara, que tenía cierto sabor metálico. Miré hacia arriba y me cayó una gota en el ojo. Me picó. Estaba caliente.

—¡Al menos deja que Magdalena y su hermano salgan de aquí! —grité a Skinflick—. ¡Ellos no te han hecho nada!

—Víctimas de la guerra, amigo. Lo siento.

Dos segundos después los tiburones empezaron a atacar.

Los bichos podían elegir entre Rovo y yo, porque en cuanto comprendí lo que estaba pasando cubrí la mayor parte del cuerpo de Magdalena con el mío.

Rovo agitaba los codos mucho menos que yo. Cuando lo atacaron, la superficie del agua se estremeció y se abrió en dos.

Suele decirse a veces que los tiburones primero nadan hacia su presa y luego la matan, pero eso es darles demasiado crédito. Utilizan los mismos músculos, en los flancos, para hacer ambas cosas. Cierran firmemente las mandíbulas sobre algo, y después se sacuden de un lado a otro hasta arrancar un trozo. Entonces, si creen que pueden permitirse el lujo, se retiran hasta que su presa se desangra.

Los tiburones de Coney no se lo podían permitir, y lo sabían. Eran demasiados. El tanque era una repugnante porción concentrada de infierno biológico, atestado de animales que en libertad nadaban centenares de kilómetros diariamente, sin acercarse unos a otros para nada. Aquí, si daban un mordisco y se retiraban, no tocarían a nada. Así que los que atacaron a Rovo lo apartaron de la pared y se lo llevaron al centro del tanque, arrastrándonos a Magdalena y a mí con él.

Era como caer en un remolino por un sumidero. Bajo el agua, rodeando con las piernas a Magdalena, encontré la cinta que le sujetaba los brazos y la desgarré con los dientes. Me arranqué el canino inferior izquierdo y el premolar, pero la solté.

Ya en la superficie, sin embargo, se desprendió de mí y agitándose con violencia fue hacia su hermano, a quien revolvían y tironeaban de todas partes, y que seguía gritando sangre bajo la luz cenital. Cogí la cinta que amarraba las piernas de Magdalena y la empujé hacia la oscuridad justo cuando Skinflick empezaba a disparar de nuevo.

Creo que fue eso lo que mató efectivamente a Rovo. Espero sinceramente que así fuera, coño.

Volví a llevar a Magdalena a un rincón y le tapé la boca con la mano. Creo que miraba por encima de mi hombro. No le hacía falta. El agua
bullía
, y se notaba cómo los tiburones desgarraban y cerraban de golpe las mandíbulas mientras se peleaban por el cuerpo de su hermano.

No sé cuánto tiempo permanecimos así. Procuraba mantener a Magdalena pegada a la pared, pataleando para seguir a flote y quedándome sin respiración cada vez que sentía o imaginaba que algo me pasaba rozando por los pies o las piernas. Cosa que ocurría continuamente.

Me pareció que pasaba un par de horas. Poco a poco, las refriegas se fueron haciendo menos violentas y más espaciadas, hasta que los escualos dejaron de atormentar la superficie del agua. Sabe Dios por cuántos trozos de Rovo valía la pena disputar. Las cosas volvieron a una relativa calma.

Luego se oyó una voz en lo alto.

—Señor Locano… ¡La leche puta!

Otra voz exclamó:

—¡La hostia!

—Sí —contestó Skinflick—. Bueno, limpiadme esto, ¿queréis?

Empezaron a arrastrar cadáveres. Tardaron un buen rato. Los pies de los capullos de la mafia arrancaban sonidos de xilófono a la reja metálica de la pasarela.

Por fin acabaron. Skinflick enfocó por el agua con una linterna, pero Magdalena y yo estuvimos casi todo el tiempo sumergidos.

—¿Pietro? —me llamó.

No contesté.

—Encantado de haberte conocido, colega —concluyó.

Levantó la rampa antes de marcharse.

Cuando recuerdo aquello, parece que la mitad del tiempo que he pasado en la vida con Magdalena fue aquella noche.

Nos movimos con infinita lentitud en torno al perímetro. La mantuve en alto con todas mis fuerzas contra el cristal, mientras ella levantaba el brazo en la oscuridad, en busca de algún grifo, un saliente o cualquier cosa que pudiera servirnos de apoyo para salir de allí. Yo también buscaba con los pies la piedra con la que había chocado antes. Ninguno de los dos tuvo suerte. La reja, a un metro y medio del agua, bien podría haber estado a un kilómetro.

En las esquinas se podía hacer fuerza contra las dos paredes de cristal, aun cuando el ángulo era amplio, para sujetarse y mantenerse a flote. Pero si empujaba demasiado, nos separábamos de la pared. Si aplicaba poca energía, nos hundíamos. Los brazos y las piernas me estaban matando.

Y por supuesto había otros problemas, más triviales. La sal que nos hacía flotar lo bastante para mantener la cabeza en la superficie, nos picaba en los ojos y la boca. Cuando el agua está a unos veinticinco grados, al principio da la sensación de que está caliente pero si se pasa mucho rato dentro resulta lo bastante fría para causar la muerte.

En lo que se refería a salvar a Magdalena, sin embargo, me sentía indestructible, e inmune a la fatiga. Acabé perfeccionado una técnica. Me la puse sobre los hombros, frente a mí, para que permaneciera lo más posible fuera del agua. Así estuve durante horas, creo. Acabamos quitándonos la ropa, porque de ese modo se sentía menos el frío. Y después me dejó que le lamiera el coño, aunque no dejó de llorar, ni siquiera cuando se corrió.

Júzguenme a mí, si quieren. Si la juzgan a ella les partiré la puta cabeza. Uno se entera de lo primordial cuando se te presenta en el salón. La opulencia y suntuosidad del coño de Magdalena, los nervios de mi espina dorsal que no son receptivos a otros estímulos, hacen que el mar se vuelva insípido. Están llenos de vida
[63]
.

Estuvimos toda la noche oyendo un ruido, como un resoplido, cada quince minutos más o menos. Cuando la claraboya se iluminó, despacio primero y luego de forma ridículamente repentina, empecé a ver una cabeza pequeña y redonda que aparecía en la superficie, con unos ojos negros, destellantes, resoplando agua por unas narices de reptil.

Cuando pude ver el reloj, eran las seis pasadas. Estábamos tiritando, con náuseas. En el momento en que hubo suficiente claridad para distinguirlos por el agua, los tiburones se volvieron mucho más agresivos. Por lo visto, lo que más les gusta son el amanecer y el crepúsculo. Vinieron como flechas, semejantes al rebote de una pelota.

Pero desaprovecharon la oportunidad. Lo único que consiguieron fue un talonazo en el morro. El tanque siguió iluminándose. Vimos que el animal que resoplaba era una enorme tortuga de mar, y probablemente también lo que yo había confundido con la roca. Luego nos dimos cuenta de que eran dos. Y entonces el tanque se llenó de animales. Había por lo menos una docena de tiburones de tamaño humano (veinte minutos después llegué a contar catorce, exactamente), de dos especies diferentes, ninguna de las cuales fui capaz de identificar. Las dos eran de color pardo, y parecían hechas de gamuza, con una serie de sorprendentes y repugnantes aletas en los flancos. Los ejemplares de una de ellas tenían manchas en el lomo
[64]
.

Una raya venenosa, lenta y líquida, con aspecto de tener medio rabo arrancado de un mordisco, se movía sobre el fondo del tanque, de arena y cemento. Por encima de ella pasaba una población de peces loro, cada uno de más de treinta centímetros de largo, empujando y picoteando lo que quedaba del cuerpo de Rovo, conduciéndolo hacia los bordes del tanque mientras lo mordisqueaban, haciéndolo bailar.

No quedaba mucho de él: la cabeza desgarrada, la espina dorsal, los huesos de los brazos. Tenía las manos hechas jirones, los tendones le colgaban como flecos. De cuando en cuando, algún tiburón revolvía el cadáver en busca de los restos fibrosos de la carne, y lo mandaba dando vueltas hasta que los peces volvían a atraparlo. En un momento dado me sumergí y lo cogí cuando pasaba, pensando que si lograba alejar de él a los peces, Magdalena podría respirar más acompasadamente. Pero los tiburones se ponían demasiado agresivos con eso, y el contacto con aquellos restos me producía arcadas. El único sitio por donde se le podía coger era por la aguda y resbaladiza base de la espina dorsal, metiendo la mano por los orificios a través de los cuales le habían extraído los riñones. Así que lo dejé flotar de nuevo y dije a Magdalena que apartara la vista. Aunque los dos seguimos mirándolo.

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