Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Volviendo al fondo de mi madriguera.
Lo que tiene sus ventajas. Como el hecho de que haya escondido allí la pistola del soplapollas que me ha asaltado esta mañana.
Sólo tengo que encontrarla.
No recuerdo en absoluto dónde he puesto la pistola. Cuando hago un esfuerzo por acordarme me siento aturdido, agotado por la ingestión de drogas. Decido aplicar una fórmula del Profesor Marmoset.
Según él, jamás debemos molestarnos en tratar de recordar dónde hemos puesto algo. Sólo hay que hacerse la idea de que ahora mismo necesitamos ponerlo en algún sitio, y luego dirigirse al lugar escogido. Porque ¿a qué elegir ahora un sitio diferente al de antes? La personalidad suele ser más equilibrada de lo que pensamos. No nos levantamos cada día siendo una persona diferente. Sencillamente es que no tenemos mucha confianza en nosotros mismos.
Así que lo intento. Utilizo la Fuerza. Me imagino a las cinco y media de la mañana, con una pistola que ocultar y prácticamente nada en la cabeza.
Eso me lleva a la sala de descanso de las enfermeras, detrás del mostrador de Medicina Interna. A los viejos manuales de las altas estanterías que corren a lo largo de la estancia, y que no se utilizan desde el advenimiento de Internet. A un grueso volumen en alemán sobre el sistema nervioso central.
Detrás de él está la pistola.
Otro tanto para Marmoset.
Al salir del mostrador veo que hay dos matones a cada extremo del pasillo, registrando habitaciones. Viniendo hacia mí.
Si me decido por un tiroteo frente a frente puedo situarme en el pasillo que corre en sentido paralelo al mostrador, y disparar a esos cabrones desde ahí. Lo que además de matar a un número desconocido de inocentes hará que todas las personas armadas del hospital acudan corriendo. Lo medito un momento, y descarto la idea. Conozco a los guardias de seguridad.
Me escondo en la habitación que tengo a la espalda. Sé que está vacía porque poco antes de la operación de Squillante he dado de alta a uno de los pacientes que había en ella, y el otro era la mujer que me encontré muerta en la cama esta mañana. En este hospital las cosas no pasan tan rápido para que, en el intervalo transcurrido desde entonces, alguien pueda pensar siquiera en cambiar las sábanas.
Busco en los armarios. El camisón más largo que encuentro es de talla mediana. Tiro los zuecos y la ropa que llevo al cuarto de baño, me pongo la diminuta prenda, con la que tengo frío, y me meto de un salto en la cama donde ha muerto la mujer.
Un par de minutos después entran dos sicarios en la habitación.
Estoy tumbado. Me miran. Los miro. La mierda de pistola con que les apunto por debajo de las sábanas está a punto de disolverse en mi mano. Lo que más pesa de ella son las balas.
Procuro no mirarlos a los ojos. Aun así, me doy cuenta de la impresión que debo causarles ahora que ya han buscado en todas las demás habitaciones. Demasiado saludable, incluso con mi estúpido vendaje en el cuello. Un absoluto impostor.
Se llevan simultáneamente la mano al interior de la chaqueta. Dirijo la pistola del soplapollas hacia el que está más cerca y aprieto el gatillo. El percutor hace un ruido seco pero no pasa nada. Vuelvo a apretar el gatillo. Otro chasquido. En dos segundos he probado las seis recámaras, y el gatillo está empezando a doblarse. No son las balas, sino el percutor o algo así.
Puta pistolita de mierda. Se la tiro con fuerza y me llevo la mano al cuchillo que llevo pegado al muslo con esparadrapo.
Por lo visto me disparan con una pistola paralizante.
Me despierto.
Estoy en un pasillo de linóleo a cuadros, boca abajo. Los dos tíos que me sujetan los brazos saben lo que se hacen: al menos uno de ellos tiene el pie en mi espalda, para que no me escape lanzándome hacia delante. El cuchillo ha desaparecido. En mi campo visual sólo hay zapatos. Lo que más oigo son risas.
—Hazlo ya, joder —dice uno—. Esto me está poniendo malo.
—Es un trabajo de precisión —observa otro, suscitando más carcajadas.
Echo una frenética mirada alrededor. En la pared de la izquierda hay una puerta de aluminio bruñido. Un congelador empotrado. Sigo en el hospital.
Por encima del hombro veo que un sujeto se agacha a mi lado con una enorme jeringa de plástico llena de un líquido parduzco.
—Nos han dicho que antes te han metido algo desagradable en el cuerpo, pero no te has muerto —me dice—. Así que hemos pensado en ponerte algo aún más repugnante.
—No sigas, por favor —logro decir.
Pero continúa:
—Si antes no estabas lleno de mierda, ahora lo estarás.
Risas. Entretanto sigo con el puto camisón de hospital, que está desatado y abierto por detrás. El tío me clava la jeringa en la nalga izquierda y me inyecta la abrasadora porquería. Al menos saca primero las burbujas de aire.
—Para cuando llegue Skingraft estarás de lo más suave —me advierte.
Por lo visto me disparan otra vez con el arma paralizante.
Magdalena y yo nos fuimos del Aquarium en el Subaru verde de cinco puertas del tío que daba de comer a los tiburones. Tuve que apoyar el pecho en el volante para conducir. No podía levantar los brazos.
Magdalena llevaba uno de los impermeables amarillos del armario metálico. Iba en el asiento del pasajero, sentada sobre las piernas. Lloraba tan fuerte, con toda la cara enrojecida y cubierta de lágrimas, que cuando por fin habló no me di cuenta de que lo hacía, ni entendí lo que estaba diciendo.
Que era, una y otra vez:
—Para.
—No podemos —le dije. Tenía las encías hinchadas y ardiendo por donde había perdido los dos dientes, y los alvéolos machacados.
—Hay que decírselo a mis padres.
Lo pensé. Sus padres tenían que marcharse. En cuanto Skinflick se enterara de que seguíamos vivos, iría por ellos. Había que advertirles.
Pero también debían guardar la calma. Si llamaban a la pasma antes de que los federales les facilitaran protección, sólo conseguirían que Skinflick se enterase antes.
—No puedes contarles lo de Rovo —la previne.
—¿A qué te refieres? —preguntó Magdalena. Los dos teníamos la voz ronca. Voces de farsa.
—Tienes que decirles que se vayan. Que se marchen de Nueva York. A la Costa Este. A Europa. Pero si les dices que Rovo está muerto se volverán locos, o se quedarán, o las dos cosas.
—Tienen derecho a saberlo —objetó Magdalena.
—No puedes decírselo, nena.
—No me llames nena —replicó—. Nunca me llames así. Ahí hay una cabina. Para.
Detuve el coche. Si me odiaba, y no le faltaba razón, entonces ya no había que preocuparse de nada.
Pero creo que mintió a sus padres sobre lo de Rovo. Porque mientras hablaba con ellos no dejó de llorar, pero en silencio, con el pecho estremecido.
Lo que les dijera, lo dijo en rumano.
Por lo cual le estoy eternamente agradecido.
Era de noche cuando entramos en Illinois. En una elevación sobre la autopista había un restaurante entre una larga hilera de moteles bastante espaciados. El Pastel de No Sé Quién, o algo así. Era una cadena.
Magdalena entró conmigo a pedir la comida, tiritando todo el tiempo. Era una idiotez que nos vieran juntos, pero no podía perderla de vista. Me sentía tan desarraigado que apenas creía en mi existencia. Lo que Skinflick había dicho sobre mis abuelos, sin duda, era cierto. Eso explicaba muchas cosas: todos esos años evitando a otros judíos, el silencio sobre sus respectivas familias antes de la guerra, los equívocos tatuajes en sus antebrazos. No sabía qué pensar de ellos, ni de su intento de vivir la vida como los demás, pero estaba seguro de que ahora sólo una cosa me unía con la humanidad, y era Magdalena.
No recuerdo mucho del restaurante en donde paramos. Seguro que era naranja y marrón como todos los de autopista. Comimos en el coche. Luego Magdalena se durmió en el asiento trasero, que habíamos abatido, y yo me bajé con cautela y llamé a Sam Freed, para decirle que estábamos dispuestos a entrar en el Programa.
—Eso puede llevar algún tiempo —me advirtió—. No sé a quién encargárselo. No quiero equivocarme de persona. —Pensó unos momentos—. Me pondré en contacto con unas personas e iré yo mismo para allá en avión. No tardaré más de seis horas.
Me desperté en la parte de atrás del Subaru, con Magdalena acurrucada lejos de mí.
Todavía era de noche, pero la sombra de una cabeza había irrumpido por la empañada luna trasera, porque quienquiera que fuese estaba a contraluz de la farola que había al fondo del aparcamiento del restaurante.
La cabeza no llevaba gorra de policía. Yo no había oído radio alguna, ni visto linternas. El hombre de la cabeza empezó a avanzar por el flanco del coche procurando moverse con el mayor sigilo. Cuando la sombra pasaba frente a mí, abrí de una patada la puerta trasera derecha dándole de lleno en el vientre, y luego salí tras él.
Fue trastabillando cuatro o cinco pasos, cayó luego al suelo, y entonces lo cogí. Su cazadora de nailon hizo un ruido sibilante en el asfalto cuando lo arrastré detrás de un contenedor de escombros, fuera de la luz.
No lo conocía. Tenía veintipocos años. Delgado, con gafas, un individuo blanco. Le aplasté la cara contra un lado del contenedor.
—¿Estás con los federales? —le pregunté. Era demasiado blando y estúpido para ser un matón.
—¡No, tío! ¡Creí que era mi coche!
—Mientes.
Volví a golpearlo contra el contenedor.
—Creí que estabais follando. —Rompió a llorar—. Sólo quería mirar.
—¿Cómo?
—¡Quería mirar!
Estaba sollozando. Le registré los bolsillos, pero no tenía nada aparte de una billetera con cierre de velcro. Su carné de conducir era de Indiana.
Y llevaba la bragueta abierta.
—La leche —dije.
Volví la cabeza para decir a Magdalena que no pasaba nada. Con la espalda erguida, estaba sentada en la parte trasera del Subaru.
Entonces, de pronto, quedó iluminada por unos faros, y oí un chirrido de ruedas.
Las ventanillas del todoterreno ya debían estar bajadas. La andanada de metralleta y escopeta que vomitaron, iluminando de nuevo el Subaru, se produjo con demasiada rapidez para que estuvieran subidas.
Entonces el todoterreno dio un salto hacia delante, desapareciendo de mi vista como si lo hubiera apartado de un manotazo. Oí cómo chocaba de refilón contra unos coches al salir como un bólido del aparcamiento.
Llegué al Subaru. Con todo el flanco aplastado por los disparos, parecía que lo hubiesen pisoteado. El aire estaba lleno de vidrio pulverizado y de olor a pólvora y sangre.
La puerta se me cayó de las manos. Cuando la saqué, Magdalena tenía la cabeza colgando. Me precipité con ella al suelo.
Tenía hundido el pómulo derecho, tan aplastado como el flanco del coche, y lleno de sangre. Los ojos enteramente encarnados, el izquierdo con un surco de lado a lado por donde le destilaba una gelatina enteramente traslúcida que se le escurría por la cara.
Cuando le cogí la cabeza para acercar su rostro al mío, sentí sin ver cómo se le movían los huesos bajo la piel.
Cuando Dios se cabree de verdad, no enviará Sus ángeles de la venganza.
Enviará a Magdalena. Para llevársela después.
Me despierto. Es difícil. Lo intento un par de veces. Tengo un frío tan increíble que prefiero seguir durmiendo a preguntarme por qué.
Finalmente, sin embargo, trato de darme la vuelta, y el hecho de que tenga el pito adherido al suelo me despierta de inmediato. Al principio pienso que me lo han clavado en el sitio, porque está tan entumecido que parece una correa con la que me han amarrado. Luego me lo toco y decido que me lo han pegado con cola. Entonces me doy cuenta de que se me ha helado contra el suelo metálico.
Me escupo en la mano izquierda —me he dado la vuelta sobre el brazo derecho, porque no quiero seguir, ni por un momento, con el estómago contra el suelo— y utilizo la saliva para deshelarme la minga. Tengo que darme unas cuantas friegas. Es como hacerse una paja.
Pero mientras estoy en ello, un pánico ciego se apodera de mí. Porque no veo
nada
. Entre aplicaciones de saliva me froto los ojos con los nudillos de la mano libre. Aparecen esos brotes multicolores extrañamente caprichosos, por lo que deduzco que me siguen funcionando los nervios de la retina. Y también que, como al tacto parece que tengo bien los ojos, lo que pasa es que aquí reina una completa oscuridad.
¿Y dónde es aquí, exactamente? En cuanto se me despega el pito, me pongo en pie de un salto. El camisón de hospital, que antes tenía arrebujado en el pecho, se me baja ahora cubriéndome las tres cuartas partes del cuerpo. Los vendajes de la mano y el cuello, en cambio, han desaparecido.
Extiendo el brazo hacia delante. Toco una pared de acero a unos sesenta centímetros. Doy un paso hacia ella y me doy un golpe en los dientes con algo metálico. El dolor y la sorpresa me hacen dar un salto hacia atrás, y choco con otros cuantos objetos metálicos. Estanterías. Paso la mano por ellas como si fueran un texto en Braille en letra grande. Encuentro docenas de bolsas de hielo en forma de unidades sanguíneas para transfusiones.
Exploro el otro lado, luego el de atrás. Lo mismo. La parte delantera es una puerta metálica, cuyo picaporte se niega a moverse. Estoy en un congelador del tamaño de un calabozo. Un congelador de sangre.
¿Por qué?
Está claro que puedo morir aquí. También podría sufrir una lesión cerebral, como un
sous-chef
que traté una vez, que se pasó toda una noche encerrado en el congelador del restaurante en que trabajaba. Pero que alguien utilice el congelador para causar intencionadamente una de esas dos cosas parece absurdo. Es como si el Joker metiera a Batman en una picadora de hielo para sorbetes, y luego no se quedara a mirar.
Aunque inyectar heces en la nalga también resulta un tanto extraño, cuando uno se pone a pensarlo.
Sólo lo pienso un momento, porque da mucho asco. Y sigo reflexionando. Si me fuera a morir de un síndrome tóxico, ya me habría muerto
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. Y en cuanto a las posibles secuelas, en caso de que sobreviva para experimentarlas, ya tengo en el organismo toda clase de antibióticos. Gracias a ti, Tío del Culo: no tengo idea de lo que te pasa, pero apruebo tu tratamiento.
Entonces comprendo por qué estoy aquí.