Read Burlando a la parca Online
Authors: Josh Bazell
Por ejemplo, Donovan fue el primero en ver lo raro que era el cargo de asesinato con agravante de tortura, teniendo en cuenta que no se sustentaba en prueba alguna y que había testimonios directos de varias chicas ucranianas de que la Vieja Mary, si no había participado directamente, al menos había prestado servicios auxiliares en un par de sesiones bastante horripilantes. De modo que era un asunto que lógicamente la acusación no querría suscitar.
Donovan vino un día a verme a la cárcel —qué curioso, no recuerdo que Ed Louvak lo hiciera en ningún momento— y me dijo:
—Tienen algo contra ti. ¿De qué se trata?
—¿A qué te refieres? —le contesté.
—Poseen alguna prueba de la que no nos han hablado.
—¿No va eso contra la ley?
—Desde el punto de vista técnico, sí. Por regla general tienen que comunicarnos, «en debida forma», todo aquello de que dispongan. Pero si se trata de algo sustancial, el juez lo permitirá de todos modos. Podemos basarnos en eso para solicitar la nulidad del juicio, pero lo más probable es que no lo consigamos. De modo que si sabes algo sobre lo que podrían tener, será mejor que pienses en contármelo.
—No tengo la menor idea —le contesté. Y era verdad.
David Locano pagaba todo aquello, a propósito, aunque no directamente. No deseaba establecer un vínculo expreso conmigo, y probablemente también pretendía estar en condiciones de cortar todo tipo de comunicación en caso de que me convirtiera en un peligro para él o para Skinflick.
Pero en aquel momento no había motivo alguno para que eso sucediera. Todos sabíamos que los agentes federales se abstendrían de acusar a Locano de incitación al asesinato hasta que demostraran, de manera fehaciente, que yo había asesinado a alguien. Y Skinflick ni siquiera era sospechoso. Locano había mantenido a su hijo al abrigo de toda sospecha. Le había prohibido atribuirse la responsabilidad del trabajo hasta que hubiera cesado toda presión policial. Y él nunca había mencionado personalmente a Skinflick en relación con los Karcher fuera de la sala de vapor de los Baños Rusos de la calle Diez.
Lamentablemente, se había mostrado un poco más descuidado en lo que a mí se refería. Los federales tenían ocho horas de conversaciones telefónicas grabadas en las que Locano se refería a mí como «el Polaco». Por ejemplo: «
No te preocupes por los hermanos K. El Polaco va a hacerles una visita la semana que viene
.» Pero al menos eso le daba un poderoso incentivo para procurar que no me condenaran.
Los federales nos contaron enseguida lo de las cintas, para animarme a volverme contra Locano. También nos dijeron que ya tenían en la cárcel a un miembro de la mafia dispuesto a testificar que, en principio, yo era un conocido asesino a sueldo que trabajaba para Locano.
Pero el FBI, si es que Donovan estaba en lo cierto, mantendría la Prueba Misteriosa en secreto hasta el último momento.
Y entretanto yo me pudría en la cárcel.
La genial Wendy Kaminer dijo una vez que si un conservador es un progresista que ha sufrido un atraco, entonces un progresista es un conservador que ha estado detenido. Cabría pensar que un sicario de la mafia no es exactamente el tipo más indicado para ilustrar ese argumento, pero qué
coño
, permítanme señalar un par de cosas.
La primera es que si los acusan —y los
inculpan
, claro— de un delito castigado con la pena capital, no les ofrecerán la libertad bajo palabra.
Antes de que empezara siquiera el juicio
me pasé ocho meses en el Centro de Detención Federal Metropolitano de la Región Nordeste (CDFMRN), que está en el centro de Manhattan, frente al edificio del Ayuntamiento.
La segunda es que, a menos que seas un famoso asesino a sueldo que dé miedo con sólo mirarlo, como era mi caso, les harán en la cárcel muchas más putadas que a mí. A mí nunca me obligaron, por ejemplo, a dormir junto a la taza del váter, de aluminio y sin tapa, que en todo momento mantenía una perfecta tensión superficial de orines, mierda y vómito, a la espera únicamente de salpicar por todas partes cada vez que alguien lo utilizaba. Nunca me forzaron a «cambiarme de calzoncillos», según lo llaman, ni a degradarme de las otras mil maneras fantásticamente imaginativas que los presos inventan para demostrar su poder sobre los demás y combatir el aburrimiento. Hasta los guardias me lamían el culo.
Y recuerden: no estaba cumpliendo condena. Sólo detenido en un calabozo. En el lugar adonde se manda a los presuntos
inocentes
. En la ciudad de Nueva York, el hecho de que a uno lo envíen a Rikers Island (adonde yo habría ido en caso de que los delitos de que me acusaban no hubieran sido de carácter federal) sólo significa que tienes que responder de algunos cargos.
Y quizá pienses que nunca acabarás en ese sitio, porque eres blanco y el sistema judicial funciona a
tu favor
, o porque nunca has fumado hierba ni hecho trampas con los impuestos ni dejado resquicios para nadie que quiera perjudicarte; pero eso no significa que no vayas a parar allí. Se cometen errores, después de lo cual te verás atrapado en una maquinaria tan compleja como la del Departamento de Vehículos Motorizados, pero manejada por personal contratado con requisitos mucho menos estrictos.
Y encima —incluso en Nueva York, y seas quien seas— hay ciento cincuenta veces más posibilidades de ser detenido de que te atraquen por la calle.
Además, noticias frescas: la cárcel es una mierda.
Tal como aseguran, es
ruidosa
. Se supone que las perreras son estrepitosas porque cualquier ruido superior a los cincuenta decibelios causa dolor a los perros, de modo que una vez que un perro empieza a ladrar por eso, todos los demás siguen su ejemplo, y el número de decibelios sigue su cuenta ascendente. En la cárcel es lo mismo. Siempre hay alguien que está demasiado loco para dejar de gritar, y siempre están las putas radios, pero esas cosas sólo constituyen un aspecto del problema.
En la cárcel la gente habla continuamente. A veces lo hacen para fastidiarse unos a otros. En la cárcel, incluso internos tan estúpidos que uno se sorprende de que sepan respirar, están continuamente tratando de sacar tajada. Porque hay buenas posibilidades de que encuentren a alguien aún más imbécil que ellos: alguien que está más en tensión, o más jodido por las drogas, o que su madre bebía más alcohol cuando estaba embarazada de él, o cualquier otra cosa por el estilo.
Pero en la cárcel también se habla por hablar. La información, en un lugar tan caótico, resulta vital con independencia de su calidad.
El verdadero valor de la conversación en la cárcel, sin embargo, consiste en que
evita
pensar a la gente. No hay otra forma de explicarlo. Los reclusos prefieren mantener una charla con alguien que esté cuatro celdas más allá antes que callarse la puta boca durante dos minutos. Como si no hubiera ya bastante ruido con el tío que está acuchillando o violando a un interno que no se encuentra muy lejos de ti, o afilando su jeringa de fabricación casera en la pared. La gente a quien uno amenaza de
muerte
, sigue dirigiéndote la palabra.
Lo que todo el mundo espera es que en ese ámbito sin sentido acabes diciendo algo que no debes, para luego vender la información a los guardias. En la cárcel se habla todo el tiempo de lo odiosos que son los soplones, y de que no hay que chivarse de nada, y de que hay que disculparlos un momento mientras van a dar una puñalada a alguien por
chivato
. Ésa es una de sus palabras favoritas
[52]
. Pero
todos
esos cipotes, por mucho que repitan que prefieren morir antes que ser un
chivato
, se pasan la mayor parte del tiempo intentando averiguar algo de que chivarse. Para reducir su sentencia, lamer el culo, o simplemente para combatir el aburrimiento.
Otro tema predilecto en la cárcel es adónde van a mandar a cada cual.
Como miembro de la mafia y asesino, estaba claro que a mí me enviarían a una de las dos instalaciones que constituían el Nivel 5, los recintos de máxima seguridad de la organización penitenciaria federal. La cuestión era a cuál: Leavenworth o Marion.
Lo interesante de Leavenworth y Marion consiste en que aunque sean los dos únicos presidios de Nivel 5, y las dos peores cárceles de Estados Unidos, son completamente distintos. En Leavenworth, las puertas de las celdas están abiertas dieciséis horas al día, durante las cuales los prisioneros son libres de «relacionarse» a su antojo con los demás. Por lo visto, esa circunstancia se vuelve especialmente grotesca de junio a septiembre, porque en ese periodo el alcaide deja apagadas las luces en las plantas superiores. No hay más remedio: en Leavenworth se suda tanto que si las encendiera, los presos las romperían para suprimir esa fuente de calor.
En Marion, en cambio, la estética es enteramente distinta. Los internos se encuentran en «SegAd», o «Segregación Administrativa», lo que significa una diminuta celda blanca, en solitario, con una luz de difusión fluorescente sobre la cabeza que nunca se apaga y que es lo único que hay para mirar. Ahí pasan los reclusos veintitrés horas al día, y en la restante toman una ducha, salen a dar una carrerita en solitario en un espacio de cuatro metros, o esperan a que les quiten y pongan los grilletes de los pies, que han de llevar cada vez que hacen algo. En la blanca fluorescencia de la celda se tiene la impresión de estar flotando entre la nada, y de que en realidad no existe nada más.
Si Leavenworth es fuego, Marion es hielo. El infierno de Hobbes contra el de Bentham. Los tarados con los que estuve en la cárcel afirmaban que preferían Leavenworth, porque en Marion uno se volvía irremediablemente loco. También decían que a mí, en particular, me iría bien en Leavenworth con su libre circulación, porque como miembro de la mafia me granjearía respeto. Por lo menos mientras fuera lo bastante joven para defenderme por mí mismo.
«Respeto», a propósito, es la tercera palabra que se oye todo el tiempo en la cárcel. Por ejemplo: «
¿Es que quieres declarar la guerra, coño? ¡Es una falta de respeto llamar Carlos a esa puta chota! Tienes que llamarla Rosalita, tío. ¡No, me refiero a que es una falta de respeto para los violadores machos del pabellón!
» Cosa que una vez me dijo textualmente un guardia.
Supuse que, en principio, era preferible Marion. Pero no me preocupé mucho por eso, porque uno no es quien decide si se pasa el resto de la vida en Marion o en Leavenworth. Por extraño que parezca, eso no lo decide
nadie
. Es algo que establece el azar, sobre la base de las camas disponibles
[53]
.
Y en cualquier caso, yo pensaba evitar ambos sitios. Chivándome de cosas o haciendo lo que fuera.
Estaba dispuesto a contar a los federales todo lo que sabía, sobre la mafia en general y David Locano en particular. Cierto que una vez quise a Skinflick como a un hermano. Había tenido más trato con sus padres que con los míos. También era verdad que quería tanto a Magdalena que habría vendido a los Locano y a quien hubiera hecho falta con tal de poder verla un instante, de estar una hora a solas con ella, en cualquier sitio.
Simplemente no sabía cuánto tiempo podía esperar. Si al final resultaba que por lo que fuera salía libre, sería una locura entrar innecesariamente en conflicto con la mafia. Pero si esperaba demasiado, y me condenaban, resultaría mucho más difícil llegar a un acuerdo con el fiscal.
Los hombres de Locano eran lo bastante listos como para no amenazar directamente a Magdalena —ni a mí, si vamos a eso—, porque sabían que entonces yo empezaría a pensar en la manera de perjudicarlos, y ya no pararía. Pero tampoco tenían que decir mucho. Yo estaba en una celda, y ellos andaban sueltos por ahí, cerca de ella. Los que venían a verme no dejaban de mencionarla: «
Ese juicio es una parida. Una gilipollez. Enseguida volverás con tu novia. ¿Cómo se llama? ¿Magdalena? Bonito nombre. Una chica estupenda. Estarás con ella dentro de nada. Le mandaremos algo.
»
Magdalena venía a verme cuatro veces por semana.
Los derechos de visita son más flexibles en el centro de detención que en el penal —porque:
¡Oye, eres inocente!
—, y por lo visto más aún en el federal que en el estatal. No se permite el contacto físico, pero ambas personas pueden sentarse a extremos opuestos de una larga mesa de metal sin divisoria, siempre que el interno mantenga las manos a la vista sobre el tablero. La visita puede tener las manos donde quiera, y pasárselas por donde le apetezca mientras tú hablas, y al cabo de unas semanas ni siquiera piensas que los guardias están ahí cuando lo hace. Y si os dais prisa podéis levantaros al mismo tiempo y besaros, o ella puede introducirte los dedos en la boca antes de que os separéis, y entonces la echan y luego te examina el dentista. Porque la advertencia de que no se le permitirá volver es una chorrada. Y los guardias, esos pobres parias, están dispuestos a mentir por ti.
Mi amor por Magdalena crecía más y más con cada una de sus visitas y extrañas y formales cartas. «
En el cuarteto no dejan de decirme que toco fuera de compás. Es verdad, porque estoy pensando en ti. Pero eso me hace tocar mejor, no peor, porque entonces estoy mucho más viva, de modo que no creo decepcionar a nadie. Toco mejor cuando lo hago con el corazón, y tú eres mi corazón, te quiero.
»
Si esto les recuerda a una de esas jodidas relaciones carcelarias en que una tía gorda se escribe con el personaje famoso que ha matado a su mujer, no me importa. Aquello me salvó la vida, y me mantuvo en mi sano juicio. Sus visitas borraban durante días la sordidez de aquel sitio de mierda.
Magdalena hablaba con el abogado más que yo. Cuando Donovan nos sugirió, a cada uno por separado, que si nos casábamos ella no tendría que testificar en contra mía, Magdalena me dijo que estaba más que dispuesta. Que haría cualquier cosa.
Le contesté que yo no quería, porque lo que deseaba era casarme con ella de verdad.
—No seas tonto —repuso ella—. Estamos prácticamente casados desde el 3 de octubre.
Dejaré que se hagan una idea por sí solos. Sería como describir el aspecto de la superficie del sol.
No es que nadie pensara seriamente en que citarían a Magdalena a declarar en el juicio. Habría desgarrado el corazón al jurado con sólo
mirarlo
.