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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (5 page)

La honestidad inconmovible de Mr. Wilding advirtió de inmediato la falacia que se ocultaba en el punto de vista del ama de llaves.

—Usted no me comprende —dijo—. Precisamente porque la quería siento que es un deber, un deber sagrado, hacer justicia a su hijo. Si está vivo, tengo que encontrarlo: por mi propio bien, además de por el suyo. Sucumbiré ante esta prueba horrible, si no me entrego con diligencia y de inmediato al cumplimiento de lo que mi conciencia me dice que debe hacerse. Tengo que hablar con mi abogado; tengo que poner a mi abogado a trabajar en esto antes de ir a la cama esta noche —se acercó a un tubo que había en la pared del comedor y llamó al despacho—. Déjeme a solas un momento, Mrs. Goldstraw —continuó—, estaré en mejores condiciones de hablar con usted más tarde. Nos llevaremos bien, espero que nos llevemos bien, a pesar de lo ocurrido. No es de su responsabilidad, sé que no es de su responsabilidad. ¡Hala, hala! Deme la mano y… haga todo lo que pueda en la casa. Ahora no soy ya capaz de hablar de esos asuntos.

La puerta se abrió mientras Mrs. Goldstraw se dirigía hacia ella y apareció Mr. Jarvis.

—Mande llamar a Mr. Bintrey —dijo el bodeguero—. Dígale que quiero verlo en persona.

El empleado, inconscientemente, postergó la ejecución de la orden al anunciar «Mr. Vendale», a la vez que daba paso al nuevo socio de la firma Wilding y Cía.

—Le ruego que me disculpe por un momento, George Vendale —dijo Wilding—. Tengo que decirle algo a Jarvis. Mande llamar a Mr. Bintrey —repitió—, mándelo llamar de inmediato.

Mr. Jarvis dejó sobre la mesa una carta antes de abandonar el comedor.

—De nuestro representante en Neuchátel, creo, señor. La carta trae el matasellos de Suiza.

Nuevos Personajes en Escena

Las palabras «matasellos de Suiza», que aparecían inmediatamente detrás de la referencia del ama de llaves a ese país, llevaron la agitación de Mr. Wilding a tan elevado nivel que su nuevo socio no podía pretender sinceramente que ese estado le pasaba desapercibido.

—¿Qué ocurre, Wilding? —preguntó a toda prisa, aunque a la vez se detuvo y echó una mirada a su alrededor, como si buscara alguna causa visible de este estado de ánimo.

—Mi buen George Vendale —respondió el bodeguero, mientras le tendía la mano con un aire suplicante, como si en realidad más que saludarlo quisiese ayudarle a salvar un obstáculo—, mi buen George Vendale, es tan fuerte lo que pasa que yo jamás volveré a ser el mismo. Es imposible que pueda volver a serlo, porque en realidad yo no soy yo mismo.

El nuevo socio, un joven apuesto, de mejillas bronceadas y más o menos la misma edad de Wilding, con una mirada aguda y decidida y una actitud enérgica, replicó con el asombro lógico:

—¿Que no eres tú mismo?

—No el que supuse que era —dijo Wilding.

—¡En el nombre del Señor! ¿Qué has supuesto que eras y no eres? —fue la réplica, expresada con una franqueza tan jovial que incluso habría invitado a la confidencia a un hombre más reservado aún—. Ahora que somos socios puedo preguntarlo sin ser impertinente.

—¡Otra vez! —exclamó Wilding, a la vez que se echaba atrás en su silla y dirigía una mirada perdida a su interlocutor—. ¡Socios! No tengo el derecho de estar en este negocio. Nunca estuvo destinado a mí. Mi madre jamás pensó que tuviera que ser mío. Quiero decir, su madre pensaba que tenía que ser de él, si es que quiero decir algo o si soy alguien.

—Venga, venga —dijo su socio tras una pausa, con la actitud de tranquila confianza que inspira una naturaleza fuerte cuando de verdad quiere ayudar a otro, más débil—. Sea lo que sea lo que haya ido mal, estoy seguro de que no ha sido por tu culpa. No he pasado contigo, en este despacho, tres años bajo el antiguo régimen para dudar de ti, Wilding. No éramos más jóvenes de lo que somos, ambos, para eso. Déjame que inicie nuestra sociedad como un socio útil y que ponga en su sitio lo que esté fuera de lugar. ¿Esta carta tiene algo que ver con todo esto?

—¡Ah! —dijo Wilding, llevándose una mano a la sien—. ¡Otra vez! ¡Mi cabeza! Estaba olvidando la coincidencia. El matasellos de Suiza.

—Ahora que miro con atención, veo que la carta está cerrada, de modo que no es muy probable que tenga mucho que ver con este asunto —dijo Vendale, con una calma reconfortante—. ¿Es personal o para la firma?

—Para la firma —dijo Wilding.

—¿Qué te parece si la abro y la leo en voz alta, para quitarla de en medio?

—Gracias, gracias.

—Sólo es una carta de nuestros amigos fabricantes de champagne, la Casa de Neuchátel. «Apreciado Señor: Acabamos de recibir su apreciada de fecha 28 pdo., en la que nos informa de que Mr. Vendale ha pasado a ser socio de su empresa, por lo que le hacemos llegar nuestra sincera enhorabuena. Permítanos aprovechar esta ocasión para recomendar especialmente ante ustedes a M. Jules Obenreizer…». ¡Imposible!

Wilding alzó los ojos con una aprensión súbita.

—¿Qué?

—Un nombre imposible —respondió su socio con ligereza—. Obenreizer «… para recomendar especialmente ante ustedes a M. Jules Obenreizer, de Soho Square, Londres norte, en adelante con plenas credenciales como agente nuestro, que ya ha tenido el honor de tratar con Mr. Vendale en su (es decir, de M. Obenreizer) país de origen, Suiza». ¡Pero mira en lo que estaba pensando! Ahora recuerdo: «de viaje con su sobrina».

—¿Con su…? —Vendale había dicho la palabra con tanta imprecisión que Wilding no la había oído.

—De viaje con su Sobrina. La Sobrina de Obenreizer —dijo Vendale, con una dicción exageradamente clara—. Sobrina de Obenreizer. Los conocí en mi primera visita a Suiza, viajé con ellos por poco tiempo, y dejé de verlos durante dos años; los volví a ver en mi penúltima visita a Suiza y desde entonces, nunca más. Obenreizer. La Sobrina de Obenreizer. ¡Claro que sí! ¡Después de todo, un nombre posible! «M. Obenreizer es depositario de nuestra absoluta confianza y no dudamos de que usted sabrá estimar sus méritos». Firma ilegible por la casa Defresnier y Cía. Muy bien. Me comprometo a ver a M. Obenreizer de inmediato y a quitárnoslo de bajo los pies. Con eso eliminamos lo del matasellos suizo. Ahora bien, mi querido Wilding, dime qué puedo eliminar de tu camino, y encontraré la manera de hacerlo.

Más que preparado para aceptar que fuera así y agradecido por ello, el honesto bodeguero estrechó la mano de su socio y, tras declararse un Impostor con voz patética, le expuso el caso.

—Por eso, sin duda, mandabas en busca de Bintrey cuando yo entré —dijo el socio, después de pensar un momento—. Por eso.

—Tiene experiencia y es sagaz; estoy ansioso por oír su opinión. Es una osadía, es arriesgado que te de la mía antes de conocer la de él, pero no puedo guardármela. O sea que, lisa y llanamente, no veo estas circunstancias tal como las ves tú. No veo tu posición tal como la ves tú. Y lo de que seas un Impostor, mi querido Wilding, es sencillamente absurdo, porque ningún hombre puede serlo sin ser parte consciente en un engaño. Es indudable que tú jamás lo fuiste. En cuanto a la herencia recibida de la dama que te creía su hijo, y a la que tú te viste llevado a considerar tu madre por lo que ella decía, piensa si eso no surgió de vuestras relaciones personales. Poco a poco te sentiste más y más unido a ella; poco a poco se sintió más y más unida a ti. A ti, a ti personalmente concedió ella esos bienes mundanos; de ella, de ella personalmente los recibiste.

—Supuso —objetó Wilding, sacudiendo la cabeza— que me asistía un derecho natural ante ella, un derecho que no tengo.

—Así es, debo admitir —respondió su socio— que eso es cierto. Pero, si ella hubiera hecho seis meses antes de morir el descubrimiento que tú acabas de hacer, ¿crees que habría olvidado los años que pasasteis juntos, la ternura mutua que os profesabais, el conocimiento profundo de una y otro?

—Lo que yo piense —dijo Wilding, que con simplicidad, aunque también con obstinación, se atenía al hecho puro— no puede alterar la verdad, tal como no puede hacer que se derrumbe el firmamento. La verdad es que estoy en posesión de lo que pertenecía a otro hombre.

—Tal vez esté muerto —dijo Vendale.

—Tal vez esté vivo —dijo Wilding—. Y si está vivo, ¿no lo he desposeído, inocentemente, te garantizo que inocentemente, durante demasiado tiempo? ¿No lo he desposeído de todas las horas felices que yo disfruté en su lugar? ¿No lo he desposeído del exquisito deleite que llenó mi alma cuando la querida señora —señaló el cuadro con la mano— me dijo que era mi madre? ¿No lo he desposeído de todos los cuidados que ella me dispensó? ¿No lo he desposeído incluso de toda la devoción y respeto que con tanto orgullo le dispensé a ella? Por eso me pregunto, George Vendale, y te pregunto a ti: ¿Dónde está ese hombre? ¿Qué ha sido de él?

—¡Quién sabe!

—Debo tratar de encontrar a quien lo sepa. Debo hacer investigaciones. No debo abandonar nunca esas investigaciones. Viviré de los intereses de mi capital, debería decir del capital de él, en este negocio y dejaré el resto para él. Cuando lo encuentre, quizá me encomiende a su generosidad, pero se lo entregaré todo. Lo haré, lo juro. Por lo mucho que la he querido y respetado— dijo Wilding, mientras mandaba con la mano un beso reverente al retrato; después se cubrió los ojos con esa misma mano—, por lo mucho que la he querido y respetado, y porque tengo un mundo de razones para estarle agradecido —y volvió a desplomarse.

Su socio se levantó de la silla que había ocupado y se acercó a él, para ponerle una mano en el hombro con suavidad.

—Wilding, ya sabía antes de hoy que eres un hombre recto, con una conciencia limpia y un corazón de oro. Es una fortuna para mí que tenga el privilegio de vivir tan cerca de un hombre tan digno de confianza. Estoy agradecido por esto. Utilízame como tu mano derecha y confía en mí hasta la muerte. No pienses mal de mí si te aseguro que en mis sentimientos ahora mismo predomina uno confuso, y aun podría decirse que poco sensato. Siento mucha más pena por la señora y por ti, porque no soportas estas supuestas relaciones, que la que siento por ese hombre desconocido (si es que llegó a ser un hombre), porque él quedó desplazado sin saberlo. Has hecho bien en mandar llamar Mr. Bintrey. Lo que pienso será una parte de la opinión de él, y sé que es la totalidad de la mía. No des ni un paso precipitado en este serio asunto. Tendremos que guardar el secreto estrictamente entre nosotros, porque darlo a conocer con ligereza sería una invitación a que se hagan reclamaciones fraudulentas, sería dar alas a un montón de bribones, permitir una tormenta de perjurios y enredos. No tengo más que decirte, Walter, como no sea recordarte que me has vendido una parte de tu negocio expresamente para evitarte más trabajo del que ahora te permite tu salud, y que la compré precisamente para trabajar y quiero hacerlo.

Con estas palabras y un apretón de despedida al hombro de su socio, que fue el mejor modo posible de subrayarlas, George Vendale se dirigió de inmediato al despacho y, a continuación, a la casa de M. Jules Obenreizer.

Cuando desembocó en Soho Square, y dirigió sus pasos hacia el lado norte, una ola de rubor pasó por su cara bronceada por el sol, idéntica a la que Wilding, si hubiera sido mejor observador o se hubiese ocupado menos de sus propios problemas, podría haber advertido cuando su socio leyó en voz alta cierto pasaje de su corresponsal suizo, que además no leyó con tanta claridad como el resto.

Una peculiar colonia de montañeses vivía encerrada en ese pequeño barrio londinense de Soho. Relojeros suizos, plateros suizos, joyeros suizos, importadores suizos de cajas musicales suizas y de juguetes suizos de distintas clases se agrupaban allí. Profesores suizos de música, de pintura y de idiomas; artesanos suizos con trabajos estables; correos suizos y otros trabajadores siempre sin ocupación estable; industriosas lavanderas y planchadoras suizas; mujeres y hombres suizos con una existencia misteriosa; suizos apreciables y suizos nada apreciables; suizos en los que se podía confiar y suizos en los que no se podía confiar; estas diversas partículas suizas eran atraídas por un centro en el barrio de Soho. Míseras casas de comida suizas, cafeterías y pensiones, platos y bebidas suizos, servicios religiosos suizos en día domingo, y escuelas suizas para los días laborables, todo, se podía encontrar allí. Incluso las tabernas de ingleses nativos se ocupaban de una especie de comercio inglés a medias: anunciaban en sus escaparates aperitivos y copas suizos, y daban albergue en sus bares a escaramuzas suizas de amores y enfados casi todas las noches del año.

Cuando el nuevo socio de Wilding y Cía. tocó el timbre de la puerta que mostraba un rotundo apellido OBENREIZER grabado en una placa de bronce —la puerta interna de un edificio importante, cuya planta baja estaba dedicada a la venta de relojes suizos—, entró de inmediato en un ambiente doméstico suizo. Una estufa revestida de azulejos blancos, para tiempos invernales, ocupaba la chimenea del salón al que le hicieron pasar; el suelo desnudo era de varias maderas corrientes distintas, que formaban un dibujo bien definido; la habitación tenía un aire de desnudez y gran limpieza; la pequeña alfombra cuadrada, de flores, que había junto al sofá y la repisa de la chimenea, con su tapete de terciopelo, su gran reloj y los vasos con flores artificiales establecían un contraste con ese tono, como si al considerar el conjunto, se pudiera pensar que un parisiense había adaptado una vaquería para sus fines domésticos.

Un sucedáneo de agua caía de la rueda de un molino debajo del reloj. El visitante no había pasado un minuto siguiendo la caída con los ojos, cuando M. Obenreizer, a su lado, lo sobresaltó diciendo, en muy buen inglés, con muy poco acento:

—¿Cómo está usted? ¡Qué alegría verle!

—Oh, perdón. No le oí entrar.

—¡Nada, nada! Siéntese, por favor. Después de soltar al visitante, cuyos codos había sujetado suavemente a modo de abrazo, M. Obenreizer se sentó, a la vez que comentaba, sonriente:

—¿Está usted bien? ¡Cuánto me alegro! —y volvió a tocarle un codo.

—No sé —dijo Vendale después del intercambio de saludos— si usted ha recibido noticias sobre mí desde su oficina de Neuchátel.

—¡Ah, sí!

—¿En relación con Wilding y Cía.?

—Sí, por cierto.

—¿No le resultará, pues, extraño que venga a su casa de Londres, como integrante de la firma Wilding y Cía. a presentarle los respetos de nuestra casa?

—¡No, claro que no! ¿Qué le decía yo cuando estábamos en las montañas? Decimos que es amplio, pero el mundo es tan pequeño. Es tan pequeño que no es posible mantenerse alejado de la gente. Hay tan pocas personas en el mundo que siempre se cruzan y vuelven a cruzarse. Tan pequeño es el mundo que no te puedes librar de una determinada persona. No se trata —y tocó otra vez el codo de Vendale, sonriendo con afán de congraciarse— de que quiera librarme de usted.

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