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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán

 

Paulvitch, el hombre de confianza de Nikolás Rokoff, el ya fallecido enemigo de Tarzán, aún sigue vivo y trama su venganza contra Tarzán. Como parte de sus planes, engaña a Jack, el hijo de Tarzán, para que salga de Londres y caiga en sus manos.

Pero el niño escapa con la ayuda del gran simio Akut, y ambos consiguen encontrar refugio en las salvajes junglas africanas, donde Tarzán se ha crió Tarzán dos décadas atrás. En este ambiente totalmente ajeno a su educación civilizada el muchacho ha de aprender a enfrentarse con las grandes y feroces bestias, y a plantar cara a los peligros de la misma forma que su padre.

Pronto se dará cuenta sin embargo, que las amenazas de la jungla apenas son comparables con las que proceden de los seres humanos.

Edgar Rice Burroughs

El hijo de Tarzán

Tarzán 4

ePUB v1.1

Zaucio Olmian
26.06.12

Título original:
The Son of Tarzan
.

Edgar Rice Borroughs, año

1ª edición en revista:
All-Story Weekly
, de 4/12/1915 a 8/01/1916

1ª edición en libro: A.C. McClurg, 10/03/1917

Traducción: Emilio Martínez Amador

Portada original: J. Allen St. John

Retoque portada: Zaucio Olmian

Ilustraciones: J. Allen St. John

Editor original: Zaucio Olmian (v1.0-1)

ePub base v2.0

I

El alargado bote del
Marjorie W.
se deslizaba aguas abajo del ancho Ugambi, impulsado por la corriente y el reflujo. Sus tripulantes disfrutaban indolentemente de aquel momento de respiro, tras el arduo esfuerzo de remontar la embarcación a golpe de remo. El
Marjorie W.
estaba fondeado tres millas más abajo, listo para levar anclas en cuanto se encontraran a bordo y hubiesen colgado el bote de sus pescantes. De pronto, los marineros despertaron de su modorra o suspendieron sus parloteos para dirigir su atención hacia un punto determinado de la orilla septentrional del río. Con cascada voz de falsete, al tiempo que agitaba los extendidos y esqueléticos brazos, la inconcebible aparición de un ser humano les gritaba desde allí a pleno pulmón.

—¿Quién demonios puede ser ese tipo? —exclamó uno de los remeros.

—¡Un hombre blanco! murmuró el piloto. Ordenó: —Dadle a las palas, muchachos, acerquémonos a ver qué quiere.

Al aproximarse a la ribera vieron a una criatura demacrada, cuyas escasas greñas blancas se apelotonaban en mugrienta maraña. Su enjuto cuerpo encorvado iba completamente desnudo, salvo por un exiguo taparrabos. Las lágrimas descendían por las hundidas mejillas picadas de viruela. El hombre les farfulló algo en un idioma desconocido.

—Debe de ser ruso —aventuró el piloto. Se dirigió al individuo—: ¿Habla inglés?

Lo hablaba. Y en esa lengua, a saltos, entrecortada y vacilantemente, como si llevara años sin emplearla, les suplicó que lo llevasen con ellos, que lo sacaran de aquella espantosa región. Una vez a bordo del
Marjorie W.
, el extraño ser refirió a los que acababan de rescatarle una lastimosa historia de miserias, privaciones, dificultades y angustias cuya duración se había prolongado a lo largo de más de diez años. No les explicó cómo había ido a parar a África, sólo les dio a entender que había olvidado todo lo concerniente a su vida anterior a la llegada allí y a los terribles sufrimientos que tuvo que soportar y que acabaron por desquiciarle física y mentalmente. Ni siquiera les dio su verdadero nombre, por lo que sólo le conocieron por el de Michael Sabrov. Y la verdad es que entre aquella lamentable ruina humana y el vigoroso, aunque falto de principios, Alexis Paulvitch no existía la más remota semejanza.

Diez años habían transcurrido desde que el ruso escapó al destino que acabara con su compinche, el diabólico Rokoff y, en el curso de ese decenio, Paulvitch maldijo no una sino muchísimas veces al hado que concedió a Nicolás Rokoff la muerte y le dispensó así de todo padecimiento, mientras le había reservado a él, Alexis Paulvitch, los horrores escalofriantes de una existencia infinitamente peor que la muerte, una muerte que se negó empecinadamente a llevárselo.

Cuando vio que las fieras de Tarzán y su salvaje amo y señor invadían la cubierta del
Kincaid
, Paulvitch se dirigió a la selva y, abrumado por el pánico que le inspiraba la idea de que el hombre-mono le persiguiera y le capturase, el ruso se adentró tanto por la espesura de la jungla que, al final, acabó cayendo en poder de una de las silvestres tribus de caníbales que habían sufrido el rigor de la mala sangre y la cruel brutalidad de Rokoff. Una extraña veleidad del jefe de dicha tribu salvó a Paulvitch de la muerte…, sólo para caer en una existencia plagada de tormentos y calamidades. Durante diez años fue el blanco de todos los golpes y pedradas que quisieron descargar sobre él las mujeres y los niños de la aldea, el receptor de cuantas cuchilladas y desfiguraciones desearon administrarle los guerreros, la víctima de las fiebres recurrentes más virulentas y malignas que impregnaban la zona. A pesar de todo, no murió. La viruela le clavó sus horribles garras y lo dejó indescriptiblemente señalado con sus repugnantes marcas. Entre la viruela y las atenciones que le dedicaron los miembros de la tribu, el semblante de Alexis Paulvitch estaba tan desfigurado que ni su propia madre hubiese podido descubrir un solo rasgo familiar en aquella deplorable carátula. Unos pocos mechones, ralos y grasientos, de color blanco pajizo, habían sustituido a la densa cabellera negra que otrora cubrió la cabeza del ruso. Tenía las extremidades curvadas y retorcidas, andaba arrastrando los pies, inseguro y vacilante, encorvado el cuerpo. No le quedaban dientes, sus salvajes amos se habían encargado de saltárselos. Incluso su inteligencia no era más que un triste remedo de lo que fue.

Lo trasladaron y subieron a bordo del
Marjorie W.
, donde le dieron de comer y le cuidaron. Recuperó una pequeña parte de sus energías, pero su aspecto físico no mejoró gran cosa: seguía siendo el desperdicio humano, machacado y destrozado que encontraron los marineros; y un desperdicio humano, machacado y destrozado continuaría siendo hasta que la muerte se hiciera cargo de él. Aunque andaba todavía por los treinta y tantos, Alexis Paulvitch hubiera podido pasar fácilmente por octogenario. Los inescrutables designios de la Naturaleza habían impuesto al cómplice un castigo muy superior al que infligieron a su jefe.

La mente de Alexis Paulvitch no albergaba afán alguno de venganza, sólo anidaba en ella un odio sordo hacia el hombre a quien Rokoff y él trataron infructuosamente de eliminar. También había allí odio dedicado a la memoria de Rokoff, porque Rokoff fue quien le hundió en aquel infierno de horrores que tuvo que sufrir. Y odio hacia la policía de una veintena de ciudades de las que tuvo que escapar precipitadamente. Paulvitch odiaba la ley, odiaba el orden, lo odiaba todo. La morbosa idea de un odio total saturaba hasta el último segundo de su vida consciente. Tanto mental como físicamente, en su aspecto exterior, se había convertido en la personificación del más frustrante sentimiento de Odio, con mayúscula. Alexis Paulvitch tenía poca o ninguna relación con los hombres que le habían rescatado. Se encontraba excesivamente débil para colaborar en los trabajos de la nave y era demasiado arisco para alternar con los demás, de modo que el personal decidió en seguida dejarle tranquilo, a su aire, y que se las compusiera como pudiese.

El
Marjorie W.
lo había fletado un grupo de ricos fabricantes, que lo dotaron de un laboratorio y un equipo de científicos, y lo enviaron a la búsqueda de cierto producto natural que los fabricantes que abonaban las facturas llevaban tiempo importando de América del Sur a un coste enorme, excesivo. A bordo del
Marjorie W.
nadie, a excepción de los científicos, conocía la naturaleza de ese producto, y tampoco es este el momento de entrar en detalles acerca de eso. Lo único que importa aquí es que, después de subir a bordo a Alexis Paulvitch, el barco siguió su ruta hasta una isla situada a cierta distancia de la costa de África.

El barco permaneció varias semanas anclado frente a la isla. La monotonía de la existencia a bordo empezó a atacar los nervios a los miembros de la tripulación. Desembarcaban a menudo y, al final, Paulvitch pidió que le dejaran acompañarlos a tierra, ya que la tediosa vida del buque también empezaba a resultarle insoportable.

Densas arboledas cubrían la isla. La espesa vegetación descendía casi hasta la playa. Los científicos del
Marjorie W.
andaban por el interior, a la búsqueda del valioso material que, si se hacía caso a los rumores propagados por los indígenas del continente, era muy probable que encontrasen allí en cantidades lo bastante apreciables como para permitir su explotación comercial. El personal de la empresa naviera pescaba, cazaba y exploraba. Paulvitch iba arrastrándose de un lado a otro de la playa o se echaba a la sombra de alguno de los árboles gigantescos que la bordeaban. Un día, mientras los hombres, congregados a cierta distancia, inspeccionaban el cadáver de una pantera abatida por el rifle de uno de ellos, que había ido a cazar a la selva, Paulvitch dormía tranquilamente al pie de su árbol. De súbito, le despertó el contacto de una mano que acababa de posársele en el hombro. El ruso se incorporó con brusco respingo: a su lado, en cuclillas, un inmenso antropoide le examinaba atentamente. El terror se apoderó del hombre. Lanzó una mirada hacia los marineros, que se encontraban a cosa de doscientos metros. El simio volvió a tocarle el hombro, al tiempo que emitía una serie de inarticulados sonidos lastimeros. Paulvitch no vio amenaza alguna ni en la mirada interrogadora ni en la actitud del mono. Se puso en pie despacio. El antropoide hizo lo propio, junto a él.

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