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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán (7 page)

¡Debían conseguir dinero!

Se acercó otra vez al cadáver. En esa ocasión de un modo más resuelto. Desde un rincón del cuarto el mono, sentado en cuclillas, observaba a su joven compañero. El muchacho procedió a desnudar al estadounidense y a examinar minuciosamente una por una todas las piezas de su ropa. Hasta los zapatos revisó con cuidadosa atención. Cuando hubo terminado con la última prenda, se dejó caer en la cama, desmesuradamente abiertos los ojos… que no veían más que el terrible cuadro de dos cuerpos que se balanceaban colgados de la rama de un gigantesco árbol.

No tuvo conciencia del tiempo que permaneció así. Finalmente, un ruido que llegó del piso de abajo le sacó de aquel estado de aturdida inmovilidad. Con elástico movimiento se puso en pie, apagó la lámpara, atravesó la estancia en silencio y echó la llave a la puerta. Luego, tomada ya una determinación, miró al simio.

La noche anterior estaba firmemente decidido a emprender la vuelta a casa en cuanto se presentase la primera oportunidad y pedir perdón a sus padres por la loca aventura a la que se había lanzado. Ahora se daba perfecta cuenta de que tal vez no volviera a verlos. Tenía las manos manchadas con la sangre de un semejante: en sus morbosas reflexiones había dejado de atribuir al mono la muerte de Condon. La histeria del pánico había lanzado sobre él toda la culpabilidad de aquel asesinato. Con dinero hubiese podido comprar justicia, ¡pero sin un penique! ¡Ah!, ¿qué esperanza podrían tener en aquella tierra los extranjeros sin posibilidades económicas?

Sin embargo, ¿qué habría sido del dinero? Se esforzó en recordar cuándo lo había visto por última vez. No podía, de ninguna manera podía explicarse su desaparición, porque estaba completamente ajeno a la caída al mar de aquel paquetito que se le salió del bolsillo cuando franqueaba la borda del buque para bajar a la canoa que le trasladaría a tierra.

Se dirigió a Akut y le dijo en el lenguaje de los simios:

—¡Vamos!

Sin percatarse de que sólo llevaba encima un pijama, se encaminó a la abierta ventana. Asomó la cabeza y escuchó atentamente. Un solo árbol crecía a unos palmos de ella. Saltó ágilmente a la enramada, permaneció allí aferrado unos segundos, como un gato, antes de deslizarse silenciosamente hasta el suelo. El enorme mono le siguió de inmediato. A unos doscientos metros de distancia, una avanzada de la selva cuya vegetación llegaba casi hasta los límites de la dispersa colonia. Hacia allí dirigieron sus pasos. Nadie los vio y al cabo de un momento la jungla se los había engullido. Jack Clayton, futuro lord Greystoke, desapareció de la vista de los hombres, que a partir de entonces ignoraron su paradero.

Bastante entrada la mañana, un sirviente indígena llamó a la puerta de la habitación asignada a la señora Billings y a su nieto. Al no responderle nadie, introdujo la llave maestra en la cerradura, sólo para comprobar que por la parte de dentro ya había allí puesta otra llave. Informó de tal circunstancia a
Herr
Skopf, el propietario, quien de inmediato subió también al segundo piso y aporreó la hoja de madera. Como tampoco obtuvo respuesta, el hotelero se agachó para mirar el interior por el ojo de la cerradura. Era un hombre bastante grueso y, al inclinarse, perdió el equilibrio y apoyó la palma de la mano en el suelo para no caer. Notó entonces algo suave, húmedo y viscoso bajo los dedos. Alzó la mano, abierta, para, a la escasa luz del pasillo, verse la palma. Un leve escalofrío estremeció al hombre, porque incluso en la semipenumbra del corredor pudo distinguir la mancha que enrojecía su mano. Se incorporó con brusco salto y lanzó violentamente un hombro contra la puerta.
Herr
Skopf es un hombre corpulento, o al menos lo era por aquel entonces, ya que hace varios años que no le veo. La frágil puerta cedió bajo el impulso de su peso y
Herr
Skopf irrumpió en la habitación dando precipitados tumbos.

Allí se dio de manos a boca con el mayor misterio de su vida. En el suelo, a sus pies, encontró el cadáver de un hombre completamente desconocido. El difunto tenía el cuello roto y la yugular seccionada por los dientes de alguna fiera salvaje. El cuerpo estaba desnudo de pies a cabeza y las ropas aparecían diseminadas alrededor del cadáver. Ni la anciana ni su nieto se hallaban en la habitación. La ventana estaba abierta. Debieron de marcharse por allí, puesto que la puerta había sido cerrada por dentro.

Pero ¿cómo pudo el muchacho cargar con la abuela y bajarla desde la ventana del segundo piso hasta el suelo? Era absurdo. El desconcertado
Herr
Skopf examinó de nuevo la reducida estancia. Observó que habían separado la cama de la pared… ¿Por qué? Por tercera o cuarta vez echó un vistazo debajo de la cama. Los dos huéspedes habían desaparecido y, sin embargo, la razón le decía que era imposible que aquella anciana señora se hubiese podido marchar sin la ayuda de alguien que la transportase, como sucedió el día anterior, cuando tuvieron que subirla en peso.

Cuanto más profundizaba en el caso, más oscuro era el misterio. Toda la ropa de los dos huéspedes seguía en el cuarto… Si se marcharon tuvieron que hacerlo desnudos o con las prendas de dormir.
Herr
Skopf meneó la cabeza; luego se la rascó. Estaba hecho un lío. No tenía noticias de la existencia de Sherlock Holmes; de ser así no hubiera perdido un segundo en solicitar la ayuda del célebre sabueso, porque allí había un auténtico enigma: una anciana —una inválida que tuvieron que trasladar desde el barco a la habitación del hotel— y un muchacho, su nieto, habían entrado en una habitación del segundo piso de su hotel el día antes. Les sirvieron la cena en su cuarto… y esa fue la última vez que los vieron. A las nueve de la mañana siguiente el único ocupante de aquella habitación era el cadáver de un hombre desconocido. Ningún buque había zarpado desde entonces del puerto, no circulaba ferrocarril alguno en cien kilómetros a la redonda y tampoco había ningún otro asentamiento de blancos al que la pareja pudiese llegar tras una marcha de varios días acompañada por un safari bien equipado. Simplemente se habían desvanecido en el aire, porque el indígena al que
Herr
Skopf había enviado a inspeccionar el suelo inmediatamente debajo de la abierta ventana acababa de volver para decir que allí no había el menor rastro de pisadas, ¿y qué clase de seres eran aquellos que podían arrojarse desde tal altura sin dejar huella alguna en el mullido césped? Otro escalofrío estremeció a
Herr
Skopf. Sí, aquél era un misterio de lo más impenetrable. En el fondo de aquel asunto se escondía algo sobrenatural… Pensar en ello sobrecogió al hotelero y temió la llegada de la noche.

Era un enigma incomprensible para
Herr
Skopf… e indudablemente, continúa siéndolo.

Horrorizado, el muchacho saltó de la cama…

V

El capitán Armand Jacot, de la Legión Extranjera, estaba sentado encima de una manta de silla de montar extendida al pie de una palmera enana. Los anchos hombros del militar y su cabeza casi pelada al cero se apoyaban con regalada y cómoda satisfacción en el rugoso tronco del árbol. Las largas piernas estiradas sobre la pequeña manta rebasaban la superficie de ésta, de forma que las espuelas del oficial se hundían en el arenoso suelo de aquel pequeño oasis del desierto. Tras la larga y agotadora jornada a caballo por las movedizas dunas, el capitán disfrutaba de su bien merecido descanso.

Fumaba perezosamente su cigarrillo, al tiempo que observaba los movimientos de su asistente, entregado a la tarea de preparar la cena. El capitán Armand Jacot se sentía contento consigo mismo y con el mundo. A escasa distancia, a su derecha, su tropa de veteranos curtidos por el sol, liberados temporalmente de las fastidiosas trabas de la disciplina, se afanaban bulliciosos, relajaban los fatigados músculos, bromeaban, reían y, lo mismo que su jefe, fumaban y esperaban el momento de llenar el estómago después de las doce horas de marchas forzadas. Entre ellos, silenciosos y taciturnos, sentados en cuclillas, permanecían cinco árabes de blanca chilaba, fuertemente custodiados y no menos fuertemente atados.

Ver a allí a aquellos prisioneros llenaba al capitán Armand Jacot de la placentera satisfacción propia del deber cumplido. Durante un largo mes abrasador, el oficial y su pequeño destacamento escudriñaron las vastas extensiones del desierto, hasta los puntos más recónditos, a la busca y captura de una banda de cuatreros y asesinos a los que se atribuían innumerables robos de camellos, caballos y cabras, así como la suficiente cantidad de homicidios para enviar a la gillotina varias veces a cada uno de los miembros de la partida de malhechores.

El capitán había tropezado con ellos una semana antes. En el subsiguiente combate, perdió a dos de sus hombres, pero el correctivo que infligió a los facinerosos fue tan severo que en un tris estuvo de exterminarlos a todos. Apenas lograron escapar cosa de media docena, pero el resto, con la excepción de los cinco prisioneros, expiaron sus crímenes bajo los proyectiles recubiertos de níquel de los legionarios. Y lo mejor de todo fue que el jefe de la banda de delincuentes, Achmet ben Houdin, figuraba entre los que habían caído en manos de las tropas.

El capitán Jacot se complació en dejar que su mente abandonara el tema de los prisioneros y se lanzara a través de los kilómetros de desierto que faltaban hasta el puesto donde, al día siguiente, encontraría a su esposa y a su hijita esperándole con ansiedad. Al acordarse de ellas, la ternura dulcificó los ojos del capitán Jacot, como siempre le ocurría. Incluso en aquellos instantes veía la belleza de la madre reflejada en las facciones infantiles de la carita de Jeanne, y ambos rostros sonreirían al suyo cuando a la tarde siguiente se apeara de la cansada montura. Podía sentir ya el tacto de las suaves mejillas femeninas al oprimirse contra las suyas: terciopelo contra cuero.

La voz de un centinela que reclamaba la atención del cabo de guardia interrumpió la ensoñadora fantasía del capitán Jacot. Éste alzó la cabeza. Aún no se había puesto el sol, pero las sombras de los escasos árboles que crecían en torno al manantial, así como las de los hombres y caballos, se alargaban sobre las ahora doradas arenas. El centinela señalaba en dirección al sol poniente y el cabo, entornados los párpados, miraba hacia allí. El capitán Jacot se puso en pie. No era persona que se contentase con ver las cosas a través de los ojos ajenos. Necesitaba comprobarlo por sí mismo. Por regla general, solía percatarse de los detalles mucho antes de que los demás los captasen, cualidad que le había valido el apodo de «Halcón». En aquellos momentos divisó a lo lejos, más allá de las prolongadas sombras, una docena de puntitos que subían y bajaban entre las dunas. Desaparecían y reaparecían de nuevo, pero su tamaño aumentaba de una vez a otra. Jacot los identificó inmediatamente. Eran jinetes… Jinetes del desierto. Un sargento corría ya hacia él. Todo el campamento aguzaba la vista hacia la lejanía. Jacot dio al sargento unas cuantas órdenes precisas y el subalterno saludó, giró sobre sus talones y se encaminó hacia la tropa. Reunió una docena de hombres, que ensillaron sus caballos, montaron y salieron al encuentro de los desconocidos. El resto del contingente se aprestó a entrar en acción. No resultaba del todo imposible que los jinetes que con tanta rapidez se aproximaban al campamento fuesen amigos de los prisioneros y que su intención fuera lanzarse a un ataque relámpago, por sorpresa, con el fin de liberarlos. Sin embargo, Jacot lo dudaba, puesto que aquellos desconocidos no intentaban disimular su presencia. Galopaban a toda velocidad y a la vista de todo el mundo en dirección al campamento. Era posible que bajo su actitud nada encubierta se ocultasen intenciones traicioneras, pero nadie que conociese al Halcón podía albergar la esperanza de sorprenderle con una treta así.

A la cabeza de su pelotón de jinetes, el sargento abordó a los árabes a unos doscientos metros del campamento. Jacot le vio conversar con un individuo alto, cubierto con blanca vestidura: evidentemente, el cabecilla del grupo. El sargento y el jefe árabe no tardaron en avanzar juntos hacia el campamento, uno al lado del otro. Jacot los esperó. Ambos tiraron de las riendas de sus monturas y se apearon ante él.

—El jeque Amor ben Katur —anunció el sargento a guisa de presentación.

El capitán Jacot observó al recién llegado. Conocía a casi todos los jefes árabes establecidos en un radio de varios centenares de kilómetros. Y era la primera vez que veía a aquel hombre. Se trataba de un individuo alto, curtido por la intemperie, de aire desabrido y unos sesenta y tantos años de edad. Sus ojillos eran pequeños y perversos. Su aspecto inspiró desconfianza al capitán Jacot.

—¿Y bien? —preguntó, en plan de tanteo.

El árabe fue directamente al grano.

—Achmet ben Houdin es hijo de mi hermana —declaró—. Si lo pones bajo mi custodia, me encargaré de que no vuelva a violar las leyes de los franceses. Jacot denegó con la cabeza.

—Eso no puede ser —replicó—. He de llevarlo conmigo. Un tribunal civil lo juzgará con justicia e imparcialidad y si es inocente se le dejará libre.

—¿Y si no es inocente? —preguntó el árabe.

—Se le acusa de numerosos asesinatos. Si se le declara culpable de cualquiera de ellos, tendrá que morir.

Hasta entonces, la mano izquierda del árabe había estado oculta bajo el albornoz. La retiró de allí y enseñó la bolsa de piel de cabra que sostenía en ella: una abultada bolsa rebosante de monedas. La abrió y derramó parte de su contenido en la palma de la mano derecha: todo eran monedas de buen oro francés. A juzgar por el tamaño de la bolsa y por lo repleta que estaba, el capitán Jacot llegó a la conclusión de que sin duda contenía una pequeña fortuna. El jeque Amor ben Katur volvió a echar las monedas, una por una, en la bolsa. Jacot le miraba atentamente. Estaban solos. Tras presentar al visitante, el sargento se había retirado a cierta distancia y les daba la espalda. Después de introducir de nuevo las monedas de oro en la bolsa, el jeque se puso ésta en la palma de la mano y la adelantó hacia el capitán Jacot.

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