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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán (9 page)

Malbihn se encogió de hombros.

—Eso no va con el jeque —dijo—. Podemos intentarlo con algún individuo de su pueblo, pero el jeque no cambiará la venganza por el oro. Si le ofrecemos dinero, lo único que conseguiremos será confirmar las sospechas que sin duda despertamos en él cuando estábamos frente a su tienda. Y entonces podríamos darnos por afortunados si lográsemos marchar de aquí con vida.

—Bueno, probemos a sobornar a alguien, pues —se avino Jenssen.

Pero el soborno falló… trágicamente. El instrumento que seleccionaron, tras una estancia de varios días en el campamento establecido extramuros de la aldea, fue un alto y anciano jefe del contingente indígena del jeque. El hombre se dejó deslumbrar por el brillo tentador del metal porque había vivido en la costa y conocía el poder del oro. Prometió llevarles lo que querían, una noche, de madrugada.

En cuanto oscureció, los dos blancos iniciaron los preparativos para levantar el campamento. A medianoche, todo estaba a punto. Los porteadores descansaban encima de los fardos, listos para incorporarse y emprender la marcha en cuanto se les avisara. Los
askaris
armados vagaban ociosamente entre el resto del safari y la aldea, dispuestos para formar el contingente de retaguardia que protegiese la retirada, la cual se emprendería cuando el cabecilla indígena se presentase con lo que los jefes blancos estaban esperando.

Sonó de pronto ruido de pasos en el camino de la aldea. Al instante, los
askaris
y los blancos se pusieron en guardia. Se acercaba más de una persona. Jenssen se adelantó y preguntó en voz baja:

—¿Quién vive?

—Mbeeba —fue la respuesta.

Mbeeba era el nombre del cabecilla traidor. Jenssen se sintió satisfecho, aunque no dejó de extrañarle el que Mbeeba acudiese acompañado de otras personas. No tardó en comprenderlo. Lo que llevaban iba tendido en unas angarillas que transportaban dos hombres. Jenssen soltó un juramento entre dientes. ¿Es que aquel tipo era tan imbécil como para llevarles un cadáver? ¡Habían pagado por una presa viva!

Los camilleros se detuvieron frente a los hombres blancos.

—Esto es lo que habéis comprado con vuestro oro —dijo uno de los dos.

Dejaron las parihuelas en el suelo, dieron media vuelta y desaparecieron en la oscuridad, camino de vuelta a la aldea. Los labios de Malbihn se contrajeron en una sonrisa torcida, al tiempo que miraba a Jenssen. Una tela cubría la carga de las angarillas.

—¿Y bien? —preguntó Jenssen—. Levanta la sábana y veamos qué es lo que has comprado. Vamos a ganar un buen pellizco con un cadáver… ¡Sobre todo después de pasarnos seis meses aguantando un sol de justicia para llevarlo hasta su destino!

—El majadero ese debió comprender que la queríamos viva —refunfuñó Malbihn, mientras levantaba una esquina del sudario que cubría la camilla.

Al descubrir lo que había debajo de la tela, ambos hombres retrocedieron… y una retahíla de involuntarias maldiciones brotaron de sus labios, porque allí, ante sus ojos, yacía el cuerpo sin vida de Mbeeba, el desleal cabecilla indígena.

Cinco minutos después, el safari de Jenssen y Malbihn se alejaba a marchas forzadas hacia el oeste. Los intranquilos
askaris
protegían la retaguardia, alertas ante el inminente ataque que no dudaban que iba a producirse de un momento a otro.

…vas a pagar mucho más que lo que vale esto…

VI

Aquella primera noche que pasó en la selva virgen permanecería viva mucho, mucho tiempo en la memoria del hijo de Tarzán. Los carnívoros salvajes no le amenazaron. No vio el menor rastro de espantosos bárbaros y, si alguno merodeó por las cercanías del chico, el alterado cerebro de éste no llegó a percibir su presencia. El sufrimiento que sin duda acosaría a su madre atormentaba implacablemente la conciencia de Jack Clayton. Se consideraba único culpable y los remordimientos le hundían en las profundidades de la angustia. El homicidio del estadounidense no le causaba ningún pesar, o muy poco. Aquel individuo se lo había ganado. Si el muchacho lamentaba el suceso era exclusivamente por los efectos que la muerte de Condon habían ejercido sobre sus propios planes. Ahora no podía regresar inmediatamente junto a sus padres, como había proyectado. El miedo a la primitiva ley de aquella tierra fronteriza, de la que había leído tantas historias coloristas e imaginativas, le impulsó a adentrarse, fugitivo, en la selva virgen. No se atrevía a volver a aquel punto de la costa. Más que el riesgo personal que podía correr, en su temor influía el deseo de ahorrar a sus padres más sufrimientos y evitarles la deshonrosa vergüenza de ver su nombre arrastrado por la sórdida degradación que representa un proceso por asesinato.

Con la llegada del día, la moral del muchacho se elevó. Al salir el sol, una esperanza renovada alentó en su pecho. Volvería a la civilización por otro camino. Nadie sospecharía siquiera que hubiese tenido la menor relación con la muerte de un desconocido en el remoto puesto comercial de una costa dejada de la mano de Dios. Acurrucado junto al enorme antropoide, en la horquilla de la rama de un árbol, el muchacho se pasó la noche tiritando, casi sin pegar ojo. El pijama de tela ligera resultó ser escasa protección contra la fría y pegajosa humedad de la jungla y sólo se sentía más o menos a gusto en la parte del cuerpo que, adosada al cuadrumano, recibía el calor de la peluda piel. De modo que le alegró sobremanera ver la salida del sol, que le prometía luz y calor… El bendito sol, que hacía desaparecer los dolores físicos y mentales.

Sacudió a Akut hasta despabilarlo.

—Venga —dijo—, estoy helado y tengo hambre. Vamos a buscar comida por ahí, donde da el sol.

Señaló con el dedo una llanura salpicada de árboles escuálidos y cubierta de rocas de bordes afilados.

El muchacho se dejó caer en el suelo al tiempo que hablaba, pero el mono adoptó la precaución previa de escudriñar en torno y olfatear el aire de la mañana. Luego, convencido de que ningún peligro acechaba por las cercanías, descendió lentamente junto al chico.

—Numa y su compañera Sabor se dan buenos atracones con quienes primero bajan y después miran, mientras que los que primero miran y después bajan viven para llenarse el estómago.

El viejo simio impartió así al hijo de Tarzán la primera lección sobre la ciencia de la selva. Caminaron a través de la llanura descubierta, uno junto a otro, porque lo que primero que deseaba el chico era calentarse. El mono le señaló los mejores sitios para excavar en busca de roedores y gusanos, pero la sola idea de llevarse a la boca aquellos seres tan repulsivos revolvió a Jack el estómago. Encontraron algunos huevos, que el muchacho sorbió crudos, del mismo modo que crudos se comió las raíces y tubérculos que desenterró Akut. Más allá de la planicie, al otro lado de un peñón cortado a pico, llegaron a una poza de agua salobre y más bien hedionda. Las orillas y el fondo de aquel charco superficial estaban pisoteadas por las patas y los cascos de infinidad de animales. Al acercarse allí, una manada de cebras huyó al galope.

Jack tenía entonces demasiada sed como para reflexionar antes de precipitarse sobre algo que tuviera el más remoto parecido con el agua, de forma que bebió con ganas hasta saciarse, mientras Akut se mantenía erguido, alta la cabeza, atento a cualquier señal de peligro. Antes de beber, el simio advirtió al muchacho que anduviera con cien ojos, pero mientras bebía, Akut no cesaba de levantar la cabeza de vez en cuando y echar un vistazo al bosquecillo de arbustos y matorrales que crecían a un centenar de metros, al otro lado de la poza. Cuando hubo terminado de beber, el mono se levantó y dirigió la palabra al chico en aquel lenguaje que era su herencia común… el lenguaje de los grandes simios.

—¿Hay algún peligro cerca? —preguntó.

—Ninguno —respondió el hijo de Tarzán—. Mientras bebías no he visto que se moviera nada.

—Los ojos te servirán de poco en la selva —advirtió el mono—. Aquí, si quieres sobrevivir has de fiarte de los oídos y de la nariz, sobre todo de la nariz. Cuando vinimos aquí a beber, yo sabía ya que ningún peligro acechaba, porque, de ser así, las cebras lo habrían descubierto y huido antes de que nos acercásemos. Pero en el otro lado, hacia el que sopla el viento, puede que el peligro esté escondido. No podríamos olfatearlo, porque su olor lo lleva el aire en la otra dirección, por eso dirijo la mirada de mis ojos hacia allí, hacia donde mi nariz no puede llegar.

—¿Y no detectaste… nada? —inquirió el chico, a la vez que soltaba una risotada.

—Detecté a Numa agazapado en aquel grupo de matorrales donde crece la hierba —señaló Akut.

—¿Un león? —exclamó Jack—. ¿Cómo lo sabes? Yo no veo nada.

—Aunque no lo veas, Numa está allí —insistió el enorme simio—. Primero le oí suspirar. El suspiro de Numa quizás no te parezca a ti distinto a cualquier otro de los ruidos que produce el viento al pasar entre las hierbas y las ramas de los árboles, pero tendrás que aprender a distinguirlo más adelante. Después estuve observando y al cabo de un momento vi que en un punto determinado las altas hierbas se movían con más fuerza que la fuerza del viento. Mira allí y verás que están más separadas; es porque el corpachón de Numa se encuentra entre ellas y, cuando respira… ¿ves? Ese movimiento de las hierbas no es como el que produce el viento… ¿No te das cuenta de que las demás hierbas se mueven de otro modo?

El muchacho forzó la vista —sus ojos eran más perspicaces que los que suelen heredar los chicos corrientes— y al final emitió una exclamación reveladora de su descubrimiento.

—Sí —articuló—, ahora lo veo. Está tendido allí —señaló con el dedo—. Tiene la cabeza vuelta hacia nosotros. ¿Nos está espiando?

—Numa nos está acechando —confirmó Akut—, pero corremos poco peligro, a menos que nos acerquemos demasiado a él, porque está encima de una presa recién cobrada. Tiene el estómago casi lleno del todo; de no ser así, oiríamos el chasquido de los huesos al masticarlos. Nos observa en silencio porque sólo siente curiosidad. Luego reanudará su banquete o se levantará y vendrá a beber agua. Como no nos teme ni nos desea, no tratará de ocultar de nosotros su presencia, pero este es un buen momento para que aprendas a conocer a Numa, porque tienes que conocerlo a fondo si quieres sobrevivir mucho tiempo en la selva. Cuando los grandes monos somos muchos, Numa nos deja en paz. Nuestros colmillos son largos y fuertes, y luchamos con fiereza. Pero cuando estamos solos y él tiene hambre, no somos enemigos para Numa. Vamos, daremos un rodeo y percibiremos su olor. Cuanto antes aprendas a reconocerlo, tanto mejor para ti; pero mantente cerca de los árboles mientras le rodeamos, porque Numa a menudo hace lo que menos se espera que haga. Y mantén también muy abiertos los ojos, los oídos y la nariz. Ten presente en todo momento que detrás de cada arbusto y de cada árbol, incluso entre los matorrales y la hierba, puede haber un enemigo. Mientras evitas a Numa, no caigas en las fauces de
Sabor, su
compañera. Sígueme.

Y Akut
describió un amplio círculo alrededor de la charca y del agazapado león.

Jack le siguió pisándole los talones, alertados los cinco sentidos, tensos al máximo de excitación los nervios. ¡Aquello era vida! Se olvidó de la firme determinación que le embargaba momentos antes: dirigirse a toda prisa hacia cualquier punto de la costa, distinto al lugar donde había desembarcado, y emprender de inmediato el regreso a Londres. Pero ahora no pensaba más que en la salvaje alegría de vivir, de aguzar todos los recursos de su ingenio y de su físico para superar la astucia, las artimañas y el poder de los animales feroces que poblaban la selva, que recorrían las amplias praderas y los sombríos recovecos de los bosques de aquel inmenso e indómito continente. Desconocía el miedo. Era un sentimiento que su padre no le había transmitido; pero la conciencia y el sentido del honor iban a turbarle muchas veces cuando se enfrentasen con su inherente amor a la libertad, en lucha por la posesión de su alma.

Había pasado a escasa distancia de Numa, por detrás del león, y Jack percibió entonces el desagradable olor del carnívoro. Una sonrisa iluminó su rostro. Algo le dijo que habría distinguido aquel olor entre una miríada de ellos incluso aunque Akut no le hubiese dicho que un león merodeaba por las cercanías. Había una extraña familiaridad, una familiaridad sobrenatural que le erizó los pelos de la nuca y que contrajo involuntariamente su labio superior, para dejar al descubierto sus colmillos. Tuvo la sensación de que la piel se le tensaba en torno a las orejas, como si todos aquellos órganos y músculos se aplastasen contra el cráneo preparándose para entablar un combate a muerte. Le hormigueó la piel. Encendía todo su ser una placentera sensación que nunca había experimentado hasta entonces. En aquellos instantes era otra criatura, cautelosa, alerta, dispuesta a todo. El olor de Numa, el león, transformó así al muchacho en una especie de fiera salvaje.

Nunca había visto un león vivo: su madre se había esforzado enormemente, y con éxito absoluto, para evitarlo. Pero sus ojos sí habían devorado innumerables ilustraciones que lo representaban, y ahora iba a disfrutar del inmenso festín de contemplar con sus propios ojos un ejemplar en carne y hueso del rey de los animales. Mientras seguía a Akut el muchacho miraba hacia atrás, por encima del hombro, con la esperanza de que Numa abandonase momentáneamente a su víctima, se levantara y manifestara su presencia. Ocurrió que, absorto en ello, Jack se rezagó un tanto del simio hasta que, de súbito, el estridente grito de aviso de Akut le obligó a apartar su atención de la posibilidad de ver a Numa. Dirigió rápidamente la mirada hacia su compañero y entonces vio en el sendero, frente a él, algo que lanzó un ramalazo de temblores a lo largo de todo su cuerpo. De entre los arbustos, con el esbelto cuerpo ya medio fuera, emergía una lustrosa, espléndida y flexible leona, cuyos ojos verde-amarillos, redondos y abiertos, se clavaron en las pupilas del chico. Menos de diez pasos le separaban del felino. Y veinte pasos más allá de la leona se encontraba el gigantesco simio, que a base de rugidos daba instrucciones a Jack y zahería a Sabor, con la evidente intención de que la fiera abandonara su interés por el muchacho, al menos mientras éste se pusiera a salvo refugiándose en la enramada de algún árbol cercano.

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