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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán (29 page)

Y así estaban las cosas cuando, una noche, Meriem, que no podía conciliar el sueño, se levantó y fue a darse una vuelta por el jardín. El honorable Morison había insistido una vez más en sus pretensiones y en el cerebro de la muchacha se había desencadenado un torbellino que le impedía dormir.

La inmensa cúpula celeste parecía una promesa de amplia libertad que apartaría de su mente dudas e interrogantes. Baynes la apremiaba para que le diese el sí de una vez. La joven había pensado una docena de veces que podía darle honradamente la respuesta que el hombre esperaba. Y entonces el recuerdo de Korak surgía al instante en su memoria. Había llegado a creer que estaba muerto puesto que, de no ser así, ya se habría presentado a buscarla. Ignoraba Meriem que Korak incluso tenía un motivo mejor para creer que ella sí estaba muerta. Debido a tal creencia no había efectuado ningún esfuerzo por encontrarla, a raíz de su rápida incursión en la aldea de Kovudoo.

Hanson estaba tendido en el suelo, detrás de un florido arbusto. Contemplaba las estrellas mientras esperaba. Llevaba bastantes noches haciendo lo mismo. ¿Qué o a quién esperaba? Oyó acercarse a la muchacha y se incorporó, apoyándose en el codo. Su caballo permanecía inmóvil a una docena de pasos, con las riendas atadas a un poste de la cerca.

Poco a poco, con despacioso caminar, Meriem fue aproximándose al arbusto detrás del que se encontraba el forastero. Hanson se sacó del bolsillo un pañuelo de grandes dimensiones y se puso furtivamente de rodillas. En los corrales relinchó un caballo. A lo lejos, al otro lado de la llanura, rugió un león. Hanson cambió de postura, se puso en cuclillas, sobre ambos pies, listo para erguirse rápidamente.

El caballo volvió a relinchar, en esa ocasión más cerca. Se oyó el roce de su cuerpo al pasar entre los arbustos. Hanson se preguntó cómo habría logrado salir del corral, puesto que no cabía duda de que se encontraba ya en el jardín. El hombre volvió la cabeza para mirar al animal. Lo que vio le impulsó a echar cuerpo a tierra, aplastándose contra los matojos: se acercaba un hombre, que llevaba dos monturas cogidas de las riendas.

Meriem también oyó al que llegaba y se detuvo para echar una mirada y aguzar el oído. Al cabo de un momento apareció el honorable Morison Baynes, que conducía dos cabalgaduras ensilladas.

Meriem se le quedó mirando, sorprendida. El honorable Morison sonrió tímidamente.

—No podía dormir —explicó— y me disponía a dar un paseo a caballo cuando te vi casualmente en el jardín y se me ocurrió que a lo mejor te apetecía acompañarme. Un paseo a la luz de la luna es algo maravilloso, ya sabes. Vamos.

Meriem se echó a reír. Le seducía la aventura.

—Muy bien —aceptó.

Hanson soltó un taco entre dientes. La pareja se alejó hacia el portillo del jardín, con los caballos de reata. Descubrieron allí el potro de Hanson.

—¡Vaya! Ahí está el caballo de ese traficante.

—Probablemente habrá venido a visitar al capataz —dijo Meriem.

—Un poco tarde para estar de visita, ¿no? —comentó el honorable Morison—. Maldita la gracia que me haría regresar al campamento atravesando de noche la jungla.

Como para dar más peso a las aprensiones del honorable Morison, el distante león rugió de nuevo. El honorable Morison se estremeció, al tiempo que lanzaba un rápido vistazo a Meriem para observar el efecto que el rugido había causado en la joven, pero ésta parecía no haberlo notado.

Segundos después, ambos estaban ya sobre la silla y avanzaban despacio a través de la pradera bañada por la luna. Meriem dirigió su caballo hacia la selva. Era la dirección de la que había llegado el rugido del león hambriento.

—¿No seria mejor que nos mantuviésemos lejos de ese bicho? —sugirió el honorable Morison—. Supongo que no lo has oído rugir.

—Claro que le oí —rió Meriem—. Vayamos hacia él y démosle un poco la lata.

El honorable Morison emitió una risita nerviosa. No le importaba quedar ligeramente en evidencia ante la joven, aunque tampoco le importaba acercarse a un león hambriento durante la noche. En la funda de la silla llevaba el rifle. Claro que la luz de la luna no era muy de fiar a la hora de afinar la puntería y claro que tampoco se había visto nunca frente a un león… ni siquiera a pleno día. La idea le produjo una definida sensación de náusea. El animal había dejado de rugir. Ya no se le oía y, en consecuencia, la moral del honorable Morison subió algunos enteros. Cabalgaban hacia la jungla a favor del viento. El león se hallaba en una pequeña depresión del terreno, a su derecha. Era viejo. Llevaba dos días sin comer porque su salto ya no era tan rápido ni tan ágil, ni su ataque tan poderoso como años atrás, cuando estaba en la primavera de la vida y sembraba el terror entre los seres de su salvaje dominio. Dos noches y dos días sin echarse nada al estómago se lo habían dejado completamente vacío, aparte de que llevaba mucho tiempo sin comer más que carroña. Sí, era viejo, pero continuaba siendo aún una terrible máquina de destrucción.

El honorable Morison tiró de las riendas al llegar a la linde del bosque. No tenía el menor deseo de seguir adelante. Silencioso sobre sus acolchadas patas, Numa se deslizaba por la jungla, delante de ellos. La brisa soplaba suavemente ahora entre el animal y la presa que pretendía calar. Hacía mucho tiempo que andaba en pos de un hombre porque en su juventud había probado la carne humana y aunque no tenía un sabor tan suculento como el alce africano y la cebra, el hombre resultaba mucho menos difícil de matar. En el sistema de valoración de Numa, el hombre era una criatura lenta de reflejos y de movimientos y que no inspiraba ningún respeto, a no ser que estuviese acompañado por aquel olor acre que el olfato del rey de los animales captaba en seguida y por el cegador relámpago que encendía el rifle de pronto.

El león percibió aquella noche el peligroso olor, pero el hambre le tenía como loco. Se hubiera enfrentado a una docena de rifles, de ser necesario, con tal de poner su estómago al completo. Dio un rodeo en la espesura para situarse a favor del viento, porque si las víctimas captaban su olor le iba a resultar imposible sorprenderlas. Numa estaba muerto de hambre, pero era viejo y astuto.

En las profundidades de la jungla, alguien más percibió débilmente el olor a hombre, y también el de Numa. Alzó la cabeza y olfateó el aire. Luego ladeó la cabeza y aguzó el oído.

—Adelante dijo Meriem, —vayamos por ahí… el bosque es una preciosidad por la noche. Y lo bastante despejado para que paseemos sin peligro.

El honorable Morison titubeó. Se resistía a manifestar miedo alguno delante de la muchacha. Un hombre valeroso, seguro de sí y de su posición, habría tenido el coraje preciso para negarse a exponer a la joven a cualquier peligro innecesario. En absoluto hubiera pensado en sí mismo; pero la egolatría del honorable Morison le obligaba a pensar primero en su propia persona. Su plan consistía en alejar a Meriem de la casa. Deseaba hablar a solas con ella para que, en el caso de que se sintiera ofendida a causa de la proposición que iba a hacerle, él tuviera tiempo durante el camino de regreso para reivindicarse a los ojos de la muchacha y arreglar las cosas. Estaba casi seguro de que iba a lograr el éxito, pero como le faltaba el casi, en su mente se agitaban leves dudas.

—No has de tener miedo del león —dijo Meriem al darse cuenta de su titubeo—. Desde hace dos años no ha aparecido por aquí ningún devorador de hombres, según afirma Bwana, y abunda tanto la caza por estos andurriales que Numa no siente la menor necesidad de alimentarse de carne humana. Además, le han acosado tanto y con tanta asiduidad que procura mantenerse lejos de los hombres.

—No me asustan los leones —aseguró el honorable Morison—. Lo que estaba pensando es que la selva es un paraje bien incómodo para pasear de noche a caballo. Con tantos matorrales, ramas bajas y todo eso azotándole a uno, ya sabes, no es precisamente un paseo agradable.

—Entonces, vayamos a pie —propuso Meriem, y se dispuso a desmontar.

—¡Oh, no! —exclamó el honorable Morison, horrorizado—. Sigamos a caballo.

Arreó su montura y se adentró en las oscuras sombras de la arboleda. Meriem iba tras él, mientras que por delante, a la expectativa de la ocasión favorable, acechaba Numa, el león.

En la llanura, un jinete solitario pronunció en voz baja una maldición al ver que desaparecían de su vista. Era Hanson. Los llevaba siguiendo desde que abandonaron la casa. Cabalgaban en dirección a su campamento, lo que le proporcionaba la excusa apropiada, que ya tenía a punto, en el caso de que lo descubrieran. Pero no le habían visto, porque en ningún momento miraron a su espalda.

Hanson condujo su montura hacia el punto por el que la pareja había penetrado en la selva. Ya no le importaba que le vieran o no. Había dos razones para su indiferencia. La primera consistía en que consideraba que Baynes intentaba llevar a la práctica una copia de su propio plan de secuestrar a la muchacha. En cierto sentido, aquello podía redundar en su beneficio. Al menos, los mantendría a la vista y cuidaría de que Baynes no se apoderara de la joven. La otra razón se fundamentaba en el conocimiento de un suceso cuya noticia había llegado a su campamento la noche anterior, un acontecimiento que se había abstenido de citar en la casa por temor que hubiese despertado un interés no deseado hacia sus movimientos e inducido a los negros del Gran Bwana a trabar una peligrosa relación con los suyos. Había dicho en la casa que la mitad de sus hombres desertaron. Esa historia podía quedar desmentida en el caso de que los indígenas de Bwana y los suyos se pusieran a intercambiar comentarios.

El acontecimiento que no mencionó y que ahora le apremiaba a ir en pos de la muchacha y su acompañante había ocurrido durante su ausencia a primera hora de la noche anterior. Sus hombres estaban sentados en torno a la fogata del campamento, rodeados por una alta
boma
de espinos cuando, sin previo anuncio de su llegada, un gigantesco león aterrizó entre ellos y cogió a uno de los indígenas. El hombre pudo salvar la vida gracias exclusivamente a la solidaridad y valor de sus compañeros. Y sólo tras una encarnizada batalla con aquel monstruo enfurecido lograron ponerle en fuga agitando estacas encendidas y utilizando los venablos y rifles.

El suceso indicó a Hanson que un devorador de hombres había irrumpido en la zona o que algún viejo león al que la edad le impedía cazar presas más difíciles se había convertido en antropófago, merodeaba por la llanura y las colinas durante la noche y descansaba durante el día en el frescor del bosque. Había oído el rugido de un león hambriento cosa de media hora antes y en su mente no existía la menor duda de que aquel devorador de hombres acechaba a Meriem y Baynes. Maldijo al inglés por estúpido y espoleó a su montura para seguirlos de cerca.

Meriem y Baynes se habían detenido en un pequeño claro natural. Cien metros más allá, Numa estaba agazapado entre los matorrales, con sus ojos verdeamarillos fijos en su presa, mientras la punta de su sinuosa cola se agitaba espasmódicamente. Calculaba la distancia que se interponía entre él y sus piezas. Se preguntaba si sería conveniente aventurarse a lanzar un ataque o si debía aguardar un poco más con la esperanza de que la presa fuera directamente a sus mandíbulas. Tenía un hambre espantosa, pero era muy taimado. No podía exponerse a perder aquella carne lanzándose a un ataque que a lo peor resultaba prematuro. Si la noche anterior hubiese esperado a que los negros se durmieran, no se habría visto en la situación de continuar famélico otras veinticuatro horas.

Detrás de él, otra criatura que había percibido su olor, así como el del hombre, se sentó sobre la rama del árbol en la que se había echado dispuesto a dormir. A los pies de aquel ser, una mole grisácea y torpona se movía de un lado a otro en la oscuridad. El animal que estaba en el árbol emitió un sonido gutural al tiempo que se dejaba caer sobre la espalda de la enorme masa gris. Murmuró ciertas palabras en una de las grandes orejas y Tantor, el elefante, levantó la trompa al máximo y la balanceó de un lado a otro para captar el olor que le habían indicado. Otra palabra dicha en susurro —¿una orden?— y el pesado proboscidio giró en redondo y con paso desmañado pero silencioso, echó a andar en dirección a Numa, el león, y aquel extraño tarmangani que su jinete había olfateado.

A medida que avanzaban, el olor del león y de su presa fue intensificándose. Numa se impacientaba. ¿Cuánto tiempo tenía que esperar antes de que la carne llegase hasta él? Agitaba ya la cola con cierta irritación. Casi gruñía de rabia. Ajenos al peligro, el hombre y la muchacha seguían conversando en el claro.

Sus monturas estaban muy juntas. Baynes había encontrado la mano de Meriem y se la apretaba, al tiempo que vertía acarameladas palabras de amor en el oído de la joven, que Meriem escuchaba encantada.

—Vente a Londres conmigo —apremiaba el honorable Morison—. Puedo organizar un safari y en un día nos plantamos en la costa, antes de que nadie se dé cuenta de que nos hemos ido.

—¿Y por qué hemos de marcharnos así? —preguntó Meriem—. Bwana y Querida no pondrán objeciones a nuestro matrimonio.

—No puedo casarme contigo aún —explicó el honorable Morison—, he de atender primero ciertas formalidades…, asuntos que tú no entiendes. Todo saldrá bien. Iremos a Londres. No puedo esperar. Si realmente me quieres, vendrás conmigo. ¿Qué me dices de los monos con los que vivías? ¿Se preocupaban de legalizar oficialmente el matrimonio? Aman como amamos nosotros. De haber continuado con ellos te hubieras emparejado como ellos se emparejan. Es la ley de la naturaleza… Ninguna ley promulgada por el hombre puede revocar las leyes de Dios. ¿Qué importancia tiene, si nos queremos? Aparte de nosotros dos, ¿qué nos importa el mundo? Yo daría mi vida por ti… ¿No darás tu nada por mí?

—¿Me quieres? —preguntó Meriem—. ¿Te casarás conmigo cuando lleguemos a Londres?

—Lo juro —se exaltó el honorable Morison.

—Iré contigo —murmuró la joven—, aunque no comprendo qué necesidad hay.

Se inclinó hacia él y Morison la tomó en sus brazos y agachó la cabeza para unir sus labios a los de Meriem.

En aquel preciso momento, a través de los árboles que orillaban el bosque asomó la cabeza de un enorme elefante. Meriem y el honorable Morison, que sólo tenían ojos y oídos para verse y oírse el uno al otro no vieron ni oyeron nada. Pero Numa sí. El tarmangani que cabalgaba sobre la ancha cabeza de Tantor vio a la chica en los brazos del hombre. Era Korak; pero en la esbelta figura de aquella joven vestida con elegancia no reconoció a su Meriem. Sólo vio a un tarmangani con su compañera. Y entonces Numa se lanzó al ataque. Temeroso de que Tantor ahuyentara a su presa, el enorme felino salió de su escondite al tiempo que inundaba el aire con un rugido aterrador. Aquel espantoso sonido hizo temblar la tierra. Los caballos se quedaron instantáneamente paralizados por el pánico. El honorable Morison Baynes se quedó blanco y helado. Bajo la brillante claridad de aquella magnífica luna llena, el león se precipitaba hacia ellos a toda velocidad. Los músculos del honorable Morison se negaron a obedecer a su voluntad, cedieron ante la presión de un poder superior, el poder de la Primera ley de la naturaleza, representada por Numa. Hundieron las espuelas en los ijares del caballo, dejaron caer las riendas, sueltas, sobre el cuello del animal y la montura dio media vuelta y emprendió impetuosa carrera hacia la llanura y la seguridad que podía brindarle.

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