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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán (5 page)

Al principio no se le ocurrió ninguna forma, que resultase segura para él, de vengarse de Tarzán a través de su hijo; sin embargo, no se le escapaban las evidentes posibilidades de desquite que le brindaba el muchacho, por lo que decidió ganarse y cultivar la simpatía de Jack, con la esperanza de que el futuro le propiciase alguna oportunidad favorable de explotarla. Contó al muchacho cuanto sabía acerca de la existencia de Tarzán en la jungla y cuando se enteró de que habían mantenido a Jack durante tantos años en la más absoluta ignorancia respecto a todo aquello, de que se le prohibió que visitara el jardín zoológico y de que para ir al teatro a ver a Ayax tuvo que atar y amordazar a su preceptor, el ruso adivinó de inmediato la naturaleza del miedo que alentaba en el fondo del corazón de lord y lady Greystoke: temían que Jack sintiese el mismo anhelo por la selva virgen que había sentido su padre. De modo que Paulvitch animó al chico a que fuera a visitarle con frecuencia y siempre procuraba fomentar la atracción que Jack experimentaba hacia la jungla contándole cosas relativas a aquel mundo salvaje que tan familiar le era al ruso. Le dejaba a solas con Akut durante buenos ratos y no tardó en percatarse, con gran sorpresa, de que el muchacho se hacía entender por el antropoide… y que en seguida aprendió gran número de voces del primitivo lenguaje de los simios.

En el curso de ese periodo, Tarzán fue varias veces a visitar a Paulvitch. Parecía anhelante de comprar a Ayax, hasta que finalmente confesó al ruso con toda franqueza que le apremiaba no sólo el deseo de devolver el animal a la libertad de su selva natal, sino también el temor que albergaba lady Greystoke de que su hijo averiguase el paradero del mono y a través de la inclinación que el chico sentía hacia el cuadrumano le imbuyese el instinto aventurero que tanta influencia tuvo en la vida del propio Tarzán, como éste le explicó a Paulvitch.

Mientras escuchaba las palabras del hombre mono, el ruso apenas pudo reprimir una sonrisa, ya que ni siquiera había transcurrido media hora desde que el futuro lord Greystoke parloteaba con Ayax con la fluidez de un simio nato, sentados ambos encima de la revuelta cama de la habitación.

En el curso de aquella entrevista se le ocurrió a Paulvitch un plan, y como consecuencia del mismo convino en aceptar una considerable cantidad por el mono, a cambio de la cual, una vez recibida, embarcaría a Ayax en un buque que dos días después iba a zarpar de Dover, rumbo a África. Al aceptar la oferta de Clayton, un doble propósito animaba al ruso. En primer lugar, el dinero influyó poderosamente, ya que el mono había dejado de constituir para Paulvitch una fuente de ingresos: desde que el antropoide vio a Tarzán se negaba en redondo a actuar en el escenario. Era como si el animal sólo hubiera estado dispuesto a soportar el que lo sacasen de su selva natal y lo exhibieran ante miles de espectadores curiosos con la única finalidad de buscar a su amigo y señor tanto tiempo perdido. Una vez lo encontró, parecía considerar innecesario seguir aguantando a aquella chusma de vulgares seres humanos. Sea como fuere, subsistía el hecho de que nada ni nadie podía convencerle para que se dejase ver de nuevo sobre el escenario del teatro de variedades y, en la única ocasión en que el adiestrador intentó obligarle por la fuerza, los resultados fueron tan lamentables que el hombre se consideró afortunadísimo de poder escapar con vida. Lo único que le salvó de perecer fue la accidental presencia de John Clayton, al que se le había permitido visitar a Ayax en su camerino y que se apresuró a intervenir en cuanto observó que la fiera pretendía ocasionar daños irreparables.

Además de la consideración monetaria, en el ánimo del ruso influía también muy poderosamente el deseo de venganza, cuya intensidad había ido incrementando el propio Paulvitch al darle vueltas y vueltas en la cabeza a sus fracasos y desgracias, y achacarlos a Tarzán de los Monos, el último de los cuales, y de ninguna manera el menos importante, era la negativa de Ayax a seguir ganando dinero para él, Alexis Paulvitch. La culpa de esa negativa la cargaba sobre los hombros de Tarzán y el ruso había llegado al convencimiento final de que el hombre mono dio instrucciones al gigantesco antropoide para que no subiese al escenario.

El carácter malévolo por naturaleza de Alexis Paulvitch se veía agravado por el debilitamiento y desbarajuste de sus facultades, tanto físicas como mentales, consecuencia de las miserias, privaciones y torturas que el hombre había sufrido. El individuo perverso, frío, calculador, extraordinariamente inteligente había degenerado hasta convertirse en la amenaza peligrosa e indiscriminatoria del desequilibrado mental. No obstante, su plan era lo bastante artero como para proyectar al menos la sombra de la duda acerca de la aseveración de que su capacidad intelectual andaba a la deriva. Le garantizaba en primer lugar el cobro de la suma ofrecida por lord Greystoke a cambio de la deportación del mono y después la venganza sobre su benefactor a través del hijo que éste idolatraba. Esa parte de la maquinación era tosca y brutal, carecía del refinamiento de tortura sutil que caracterizaba los golpes maestros del antiguo Paulvitch, cuando colaboraba con el virtuoso de la alevosía indigna, Nicolás Rokoff… claro que al menos le aseguraba a Paulvitch la inmunidad respecto a posibles responsabilidades, que recaerían sobre el simio, el cual recibiría el castigo que merecía por haberse negado a seguir proporcionando al ruso medios de subsistencia.

Con diabólica precisión, todo fue a confluir en las manos de Paulvitch. El hijo de Tarzán oyó por casualidad la conversación en la que lord Greystoke refería a su mujer las gestiones que llevaba a cabo para devolver a Akut a su selva natal y el muchacho se apresuró entonces a rogar a sus padres que llevaran el mono a casa, donde podría jugar con él. Tarzán no hubiera puesto inconveniente alguno al asunto, pero la idea horrorizó a lady Greystoke. Jack suplicó a su madre, pero no le sirvió de nada. Jane se mostró inamovible y el chico pareció avenirse a la decisión materna: el simio debía volver a África y Jack al colegio, a cuyas clases no asistía en aquel momento porque se encontraba en periodo de vacaciones.

Jack se abstuvo aquel día de ir a ver a Paulvitch y dedicó su tiempo a otras ocupaciones. Siempre le habían proporcionado dinero sin reservas, de forma que de presentarse alguna necesidad más o menos perentoria no tenía dificultades para reunir varios centenares de libras. Parte de ese dinero lo invirtió en adquirir diversos objetos extraños que introdujo en la casa a hurtadillas, sin que nadie se percatara de ello, cuando aquella tarde volvió al hogar.

A la mañana siguiente, después de dar a su padre tiempo para que le precediera y concluyese el negocio que llevaba con Paulvitch, el muchacho se puso en camino hacia el cuchitril del ruso. Como no sabía nada de la forma de ser del individuo, el muchacho no se atrevió a confiar plenamente en él, por temor a que el carcamal aquel no sólo se negara a ayudarle sino que fuese luego con el chivatazo a John Clayton. En vez de contarle nada, Jack se limitó a pedir a Paulvitch permiso para llevar a Ayax a Dover. Explicó que eso ahorraría al anciano un fatigoso viaje y, en cambio, le introduciría en el bolsillo un buen puñado de libras, porque el joven se proponía subvencionar generosamente al ruso.

—Verá —continuó—, no existe el menor peligro de que lo descubran, puesto que se supone que iré al colegio en el tren de la tarde. Pero lo que haré, en cambio, será venir aquí, una vez me hayan dejado en el vagón. Entonces llevaré a Ayax a Dover y me presentaré en el colegio con sólo un día de retraso. Nadie se enterará de nada, nadie saldrá perjudicado y yo disfrutaré un día más de la compañía de Ayax, antes de perderlo para siempre.

Aquel plan encajaba perfectamente en el proyecto que Paulvitch llevaba entre manos. De haber conocido el resto de las intenciones de Jack, seguramente habría abandonado de mil amores su propio plan de venganza para colaborar en la realización del que el chico se disponía a poner en práctica, el cual le habría venido de perlas a Alexis Paulvitch. La lástima para él era que no podía leer el futuro con unas horas de antelación.

Aquella tarde, lord y lady Greystoke despidieron a su hijo, tras verle cómodamente instalado en el compartimiento de primera clase de un vagón del tren que al cabo de pocas horas lo trasladaría al colegio. Sin embargo, apenas se marcharon los padres, el muchacho recogió el equipaje, se apeó del tren, salió de la estación y se dirigió a una parada de coches. Subió a uno de ellos y dio al conductor la dirección de Paulvitch. Había oscurecido cuando llegó a ella. El ruso le estaba esperando. Nervioso e impaciente, recorría la estancia de un lado a otro. Una gruesa cuerda ligaba al mono a la cama. Era la primera vez que Jack veía a Ayax atado de aquel modo y lanzó a Paulvitch una mirada interrogadora. A guisa de explicación, el ruso murmuró que creía que el animal sospechaba que lo iban a enviar lejos y que seguramente intentaría escapar.

Paulvitch tenía en la mano otro pedazo de cuerda. Remataba uno de los extremos un nudo corredizo con el que el ruso jugueteaba continuamente. Siguió paseando de una punta a otra de la estancia. Mientras hablaba en silencio para sí, las facciones de su rostro marcado por la viruela adoptaban expresiones de lo más desagradable. Jack nunca lo había visto así… Se sintió incómodo. Por último, Paulvitch se detuvo en el otro extremo del cuarto, lo más lejos posible del simio.

Ven aquí —indicó al muchacho—. Te enseñaré cómo tienes que atar a Ayax en el caso de que dé muestras de rebelión durante el viaje.

Jack se echó a reír.

—No será necesario —respondió—. Ayax hará lo que le diga.

El anciano dio una furiosa patada en el suelo.

—Te he dicho que vengas aquí —insistió—. Si no me obedeces, te quedarás sin acompañar al mono a Dover… No quiero correr el riesgo de que se escape.

Sin abandonar la sonrisa, Jack atravesó la habitación y se detuvo frente al ruso.

—Date la vuelta y ponte de espaldas a mí —indicó Paulvitch— para que pueda demostrarte la forma de ligarle con rapidez.

El chico hizo lo que le decía y colocó las manos a la espalda, de acuerdo con las directrices de Paulvitch. Al instante, el viejo pasó el lazo por una de las muñecas de Jack, dio un par de vueltas en torno a la otra y anudó la cuerda.

En cuanto tuvo firmemente atado al hijo de Tarzán, la actitud del anciano cambió. Al tiempo que soltaba una colérica palabrota, hizo girar en redondo a su prisionero, le puso la zancadilla para arrojarlo al suelo y saltó violentamente sobre el pecho de Jack, cuando lo tuvo tendido allí. En la cama, Akut empezó a gruñir y a forcejear con las ligaduras. El chico no gritó, rasgo heredado de su salvaje padre, al que los largos años que pasó en la selva, tras la muerte de su madre adoptiva, Kala, habían enseñado que nadie acude en auxilio del caído.

Los dedos de Paulvitch buscaron la garganta de Jack. Sus labios se contrajeron en una horrible mueca ante el rostro de su víctima.

—Tu padre me arruinó —dijo en un murmullo—. Con esto saldaré la deuda. Creerá que fue obra del mono. Le diré que lo hizo el mono. Que abandoné la estancia un momento, que durante mi ausencia te colaste aquí y que el mono te mató. Una vez que te haya estrangulado, echaré tu cadáver sobre la cama y cuando llegue tu padre encontrará al mono agazapado encima de ti.

El retorcido demonio dejó oír una risita cascada de placer perverso. Sus dedos se cerraron sobre el cuello de Jack.

Detrás de ellos, los ya rugidos del enloquecido Akut repercutían contra las paredes de la zahúrda. El chico palideció, pero en su rostro no apareció ningún otro síntoma de pánico, ni siquiera de miedo. Era el hijo de Tarzán. Aumentó la presión de los dedos sobre la garganta. Jack apenas podía respirar, jadeante. El mono seguía bregando con la gruesa cuerda que lo sujetaba. Se dio media vuelta, se la enrolló alrededor de las manos, como hubiera podido hacer un hombre, y dio un brusco tirón hacia atrás. Los formidables músculos se tensaron bajo la velluda piel. Resonó el chasquido de madera que se astillaba, la soga resistió, pero en la parte de los pies de la cama se desprendió un trozo del mueble.

Al oír el ruido, Paulvitch levantó la cabeza. El terror tiñó con una capa de lividez su espantoso semblante: el simio estaba libre.

Un solo salto situó a la fiera encima del ruso. El hombre lanzó un chillido. La bestia le arrancó de las manos el cuerpo del muchacho. Unos dedos enormes se hundieron en la carne del ruso. Amarillentos colmillos se acercaron a su garganta —el hombre se debatió, inútilmente— y cuando las mandíbulas se cerraron, el alma de Alexis Paulvitch pasó a poder de los demonios que tanto tiempo llevaban esperándola.

Jack se puso en pie trabajosamente, con la ayuda de Akut. A lo largo de dos horas, el simio se afanó con los nudos que mantenían ligadas las muñecas de Jack, siguiendo las instrucciones del joven. Por último, las ligaduras entregaron su secreto y el muchacho se vio libre. Acto seguido, abrió una de las maletas y sacó de ella unas prendas de vestir. Tenía bien trazados sus planes. No consultó para nada al antropoide, que hizo cuanto el chico le indicaba. Se deslizaron sigilosamente fuera del edificio, pero nadie que los hubiese visto con ojos despreocupados habría podido afirmar que uno de aquellos dos seres era un mono.

Ven aquí —indicó al muchacho—.

IV

La muerte del ruso Michael Sabrov, anciano y sin un solo amigo, perpetrada por su gigantesco mono amaestrado, mereció la atención de la prensa durante unos cuantos días. Lord Greystoke leyó la noticia y los comentarios subsiguientes y, al tiempo que adoptaba ciertas precauciones especiales para evitar que se relacionara su nombre con el suceso, procuró mantenerse bien informado de las investigaciones que realizaba la policía para localizar al antropoide.

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