El hijo de Tarzán (2 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Medio doblado sobre sí mismo, el hombre echó a andar, arrastrando los pies cautelosamente, hacia el grupo de marineros. El simio caminó a su lado, tras cogerle del brazo. Casi llegaron hasta el puñado de tripulantes del
Marjorie W.
antes de que los vieran y, para entonces, Paulvitch ya tenía la absoluta certeza de que el animal no pretendía causar el menor daño. Era evidente que el simio estaba acostumbrado a codearse con seres humanos. Al ruso se le ocurrió que aquel mono representaba un valor considerable en efectivo y antes de llegar a la altura de los marineros ya había decidido que, si alguien iba a aprovechar esa fortuna, ese alguien sería él, Alexis Paulvitch.

Cuando los hombres alzaron la cabeza y vieron aquella extraña pareja que se les acercaba, el asombro los invadió y su primera reacción fue echar a correr al encuentro de ambos. El mono no manifestó temor alguno. En vez de asustarse, lo que hizo fue coger a cada uno de los marineros por el hombro y examinar su rostro durante largos segundos. Tras haberlos observado a todos, regresó junto a Paulvitch, con la decepción pintada en el semblante y en el porte.

Los hombres se sintieron encantados con él. Se arracimaron alrededor de la pareja y, sin apartar la vista del antropoide, dispararon preguntas y más preguntas sobre Paulvitch. El ruso se limitó a decirles que el mono era suyo —no se mostró dispuesto a añadir ninguna explicación ulterior—, y no le sacaron de ahí. Repitió continuamente el mismo estribillo: «El mono es mío. El mono es mío». Harto de oír la misma cantinela, uno de los marineros se permitió pasarse de la raya con una broma pesada. Rodeó el grupo, se colocó detrás del simio y le clavó un alfiler en la espalda. Como un relámpago, el animal giró en redondo para plantar cara al que le atormentaba y en las décimas de segundo que tardó en dar aquella media vuelta, el apacible y amistoso animal se transformó en un frenético demonio furibundo. La sonrisa de oreja a oreja que decoraba el semblante del marinero que había perpetrado la simpática jugarreta se convirtió en una congelada expresión de terror. Intentó eludir los largos brazos que se extendieron en su dirección pero, al no lograrlo, sacó el cuchillo que llevaba al cinto. Un simple tirón le bastó al antropoide para arrancar el arma blanca de la mano del hombre, y arrojarla lejos. Inmediatamente después, los colmillos del simio se hundían en el hombro del marinero.

Armados de palos y cuchillos, los camaradas del tripulante del
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se precipitaron sobre el animal, mientras Paulvitch alternaba los ruegos y las maldiciones al tiempo que bailoteaba alrededor de la pandilla de maldicientes y gruñones energúmenos. Ante las armas que empuñaban los marineros, Paulvitch veía desvanecerse rápidamente en el aire sus ilusiones de riqueza.

Sin embargo, el mono demostró que no sentía el menor deseo de convertirse en presa fácil, por muy superiores en número que fuesen los adversarios dispuestos a acabar con él. Se incorporó, abandonando al marinero que desencadenara la gresca, sacudió los poderosos hombros para quitarse de encima los enemigos que se habían aferrado a su espalda y mediante unos cuantos golpes de sus formidables manazas, arreados con la palma abierta, derribó uno tras otro a los atacantes que se le acercaron más de la cuenta, al tiempo que saltaba de aquí para allá con la agilidad de un tití.

El capitán y el piloto del
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, que acababan de desembarcar, fueron testigos de la rápida escaramuza y Paulvitch observó que ambos echaban a correr en dirección a la escena de la lucha, al tiempo que desenfundaban sus revólveres. Los dos marineros que los habían llevado a tierra les siguieron pisándoles los talones. El simio contempló el estrago que acababa de producir y Paulvitch se preguntó si estaba esperando un nuevo ataque o si debatía consigo mismo a cuál de sus enemigos exterminaría primero. Paulvitch no dio con la respuesta a la pregunta. Lo que sí comprendió, no obstante, fue que en cuanto se encontrasen a la distancia adecuada para apretar el gatillo, los dos oficiales dispararían sus armas y acabarían en un santiamén con la vida del antropoide. A menos que él, Paulvitch, reaccionara rápidamente y lo impidiese. El mono no había hecho el menor intento de atacar al ruso, pero a pesar de todo éste no tenía ni mucho menos la certeza de que no pudiera hacerlo en el caso de que se interpusiera en los designios de aquel animal salvaje, cuya ferocidad se había despertado en toda su bestial plenitud y al que el olor de la sangre sin duda exacerbaría los instintos carniceros. Paulvitch titubeó unos segundos y en seguida volvieron a surgir en su imaginación, con renovada fuerza, los sueños de opulencia que indudablemente podía convertir en realidad aquel gigantesco antropoide una vez pudiera llevarlo sano y salvo a alguna metrópoli importante como Londres.

El capitán le gritó que se quitase de en medio, a fin de poder abatir al mono; pero, en lugar de obedecerle, Paulvitch se llegó, arrastrando los pies, hasta el animal y aunque el miedo hizo que se le pusieran de punta los escasos pelos que le quedaban, se las arregló para dominar sus terrores y posar la mano en el brazo del simio.

—¡Vamos! —le ordenó. Y apartó al antropoide de los vencidos marineros, varios de los cuales estaban sentados en el suelo, con los ojos desorbitados a causa del pánico, o se alejaban a gatas de la fiera que acababa de derrotarlos en toda la línea.

El antropoide se dejó llevar por el ruso y se apartó despacio, sin manifestar el más leve deseo de causarle daño. El capitán se detuvo a unos pasos de la extraña pareja.

—¡Hágase a un lado, Sabrov! —conminó—. Voy a enviar a esa fiera a un sitio en el que no podrá morder a ningún marinero más.

—Él no tiene la culpa, capitán —alegó Paulvitch—. Por favor, no dispare. Fueron los hombres quienes empezaron la trifulca…, los que atacaron primero. Verá, es un animal realmente manso… y es mío, mío. ¡Mío! ¡No voy a permitir que lo mate!

En su semi-desquiciado cerebro cobraba vida de nuevo la idea de los placeres que el dinero podía comprar en Londres, un dinero cuya esperanza de poseer se volatilizaría en cuanto perdiese el momio que representaba la propiedad de aquel antropoide.

El capitán bajó el arma.

—¿Los marineros empezaron la pelea? —preguntó—. ¿Qué decís a eso?

Se volvió hacia los hombres, que ya se levantaban del suelo sin que ninguno de ellos diera la impresión de haber sufrido daños físicos excesivos, con la salvedad del que había iniciado la gresca. Éste sin duda iba a necesitar una semana de cuidados antes de que el hombro recuperase su estado normal.

—Fue Simpson —acusó uno de los marineros—. Le clavó un alfiler al mono en la espalda y el animal se le echó encima y le arreó el escarmiento que merecía. Después la emprendió con los demás, cosa que no se le puede reprochar, puesto que le atacamos todos a una.

El capitán miró a Simpson, el cual reconoció avergonzado la verdad de lo que decía su compañero. Luego se acercó al simio, como si quisiera comprobar por sí mismo la clase de talante que tenía el mono, aunque no dejaba de ser significativo el detalle de que, durante su acto, el hombre mantenía levantado y amartillado el revólver, por si acaso. Con todo, se dirigió en tono tranquilizador al simio, que permanecía en cuclillas junto a Paulvitch, mientras la atenta mirada de éste iba de uno a otro de los marineros. Cuando el capitán se le acercaba, el simio se incorporó y le salió al encuentro con andares torpones. En su rostro se observaba la misma expresión extraña y escrutadora que lo decoraba cuando procedió al examen de cada uno de los marineros, al verlos por primera vez. Se plantó ante el oficial, apoyó una mano en el hombro del marino y estuvo un buen rato estudiándole atentamente la cara. Al final, en su semblante apareció un gesto de profunda desilusión, dejó escapar un suspiro casi humano y se apartó del capitán para repetir su examen en las personas del piloto y los dos marineros que acompañaron a los oficiales. En cada caso, dejó escapar su correspondiente suspiro de desencanto y, por último, regresó junto a Paulvitch y nuevamente se sentó en cuclillas a su lado. A partir de entonces pareció perder todo interés por cualquiera de los demás hombres e incluso dio la impresión de haber olvidado por completo su reyerta con ellos.

Cuando la partida regresó a bordo del
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, el simio no sólo acompañaba a Paulvitch, sino que parecía dispuesto a no despegarse de él. El capitán no puso ningún inconveniente y el gigantesco antropoide quedó tácitamente admitido como miembro de la dotación del buque. Cuando estuvo a bordo examinó minuciosamente uno por uno los rostros de todos los hombres a los que veía por primera vez y, como había ocurrido en la ocasión anterior, al rematar el escrutinio su semblante reflejó un evidente desencanto. Los oficiales y los científicos del barco comentaban entre sí el comportamiento del animal, pero eran incapaces de explicarse satisfactoriamente la extraña ceremonia con que acogía la aparición ante él de cada rostro nuevo. De haberlo encontrado en el continente o en algún otro sitio que no fuese aquella isla casi desconocida que era su hogar, es posible que hubiesen llegado a la conclusión de que el simio fue en otro tiempo compañero de algún hombre que lo había domesticado, pero tal hipótesis resultaba inconcebible a la vista de la incomunicación en que se encontraba la isla. El animal parecía estar buscando continuamente a alguien y durante las primeras jornadas del viaje de regreso se le vio a menudo olfatear en varios puntos de la nave, pero después de haber visto y examinado los rostros de todas las personas que iban a bordo y de explorar hasta el último rincón del buque se sumió en una profunda indiferencia respecto a cuanto le rodeaba. El propio Paulvitch apenas despertaba en él un interés que sobrepasase la mera indiferencia. Y eso cuando iba a llevarle comida. En las demás ocasiones, el simio parecía limitarse a tolerarle. En ningún momento posterior mostró el menor afecto por el ruso o por cualquier otra persona de las que viajaban a bordo del
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, como tampoco volvió a manifestar arrebato alguno de la fiereza con que respondió al ataque de los marineros la primera vez que se encontró entre ellos.

Se pasaba la mayor parte del tiempo en la proa del vapor, dedicado a otear el horizonte, como si estuviese dotado de la suficiente capacidad de raciocinio como para comprender que el buque navegaba rumbo a algún puerto en el que habría otros seres humanos a los que él podría someter al escrutinio que tenía por costumbre. En general, todos los que iban a bordo consideraban que Ayax, nombre con que le bautizaron, era el mono más extraordinario e inteligente que habían visto en su vida. La inteligencia no era el único atributo que poseía. Su estatura y, sobre todo, su aspecto físico eran aterradores incluso para un mono. Saltaba a la vista que era bastante entrado en años, pero no daba la impresión de que su edad hubiese menoscabado en absoluto sus facultades físicas y mentales.

Por último, el
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llegó a Inglaterra, donde oficiales y científicos, rebosantes de compasión por la lamentable ruina humana que habían rescatado de la jungla, proporcionaron a Paulvitch cierta cantidad de dinero y se despidieron del ruso y de su
Ayax de la Fortuna
.

En el puerto y durante todo el trayecto hasta Londres, Ayax puso en bastantes aprietos a Paulvitch. El antropoide se empeñaba en examinar meticulosamente todos y cada uno de los rostros que pasaban cerca de él, con gran terror por parte de las víctimas afectadas. Sin embargo, al darse cuenta de que le iba a ser imposible encontrar a la persona que buscaba, Ayax acabó por sumirse en una indiferencia más bien morbosa, de la que sólo emergía de vez en cuando para echar una mirada a algún que otro semblante de los que pasaban junto a él.

Al llegar a Londres, Paulvitch se dirigió con el antropoide al domicilio de cierto célebre adiestrador de animales. Impresionó tanto al hombre la presencia de Ayax que accedió a amaestrarlo, a cambio de percibir una parte sustanciosa, más bien leonina, de los beneficios que reportara la exhibición del simio. El domador, por otra parte, correría con los gastos de manutención del antropoide y de su amo, durante el periodo de adiestramiento del animal.

Y así fue como llegó Ayax a Londres y empezó a forjarse otro eslabón de la cadena de extrañas circunstancias que afectarían a las vidas de muchas personas.

Como un relámpago, el animal giró en redondo…

II

El señor Harold Moore era un joven atento y de semblante bilioso. Se lo tomaba todo muy en serio, tanto su propia persona y su propia vida como el trabajo que desempeñaba: el de preceptor del hijo de un aristócrata británico. Al percatarse de que su alumno no adelantaba en los estudios todo lo que sus padres tenían derecho a esperar, el dómine fue a explicar escrupulosamente tal circunstancia a la madre del muchacho.

—No es que el chico no sea inteligente en grado sumo —decía—. Si tal fuera el caso, un servidor tendría esperanzas de sacarle partido, porque me esforzaría al máximo para que superase su escasez de luces. Lo malo es que posee una inteligencia excepcional y aprende con tal rapidez que no me es posible ponerle el menor reparo en lo que se refiere a la preparación de sus lecciones. Lo que a mí me preocupa, sin embargo, es el evidente hecho de que no se toma el menor interés en los temas y asignaturas que le enseño. El muchacho se limita a cubrir el expediente, toma cada una de las lecciones como una tarea que hay que quitarse de encima cuanto antes y tengo el convencimiento de que ninguna de las lecciones vuelve a entrar en su cerebro hasta que llegan otra vez las horas de clase y estudio. Lo único que parece interesarle son las hazañas de tipo físico y, en cuanto a lectura, devora cuanto cae en sus manos sobre fieras salvajes y costumbres de pueblos sin civilizar. Pero lo que más le fascina son, las historias de animales. Puede pasarse horas y horas enfrascado en obras de exploradores de Africa y en dos ocasiones le he sorprendido en la cama, por la noche, leyendo un libro de Carl Hagenbeck sobre hombres y animales.

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