Authors: Anne Rice
Pero en esta ocasión no me comporté así. Mi actitud ya no era ésa. Había cambiado.
Él se quedó mirándome, inmóvil. Yo contemplé su aspecto tosco, la maraña de vello pectoral, la oscura piel de camello que apenas le cubría. Sus ojos estaban fijos en los míos.
No había expresión en sus ojos, como inevitable defensa contra una multitud de rostros, una multitud de miradas, una multitud de expectativas.
Pero mientras nos mirábamos —él, ligeramente más alto que yo—, sus ojos se suavizaron. Perdieron su rigidez y distanciamiento. Le oí respirar más aprisa.
Hubo un ruido como de batir de alas, suave pero prolongado, como palomas asustadas en el palomar, forcejeando todas para levantar el vuelo.
Él miró hacia arriba, a izquierda y derecha, y luego volvió a mirarme.
No había descubierto el origen de aquel ruido.
Me dirigí a él en hebreo:
—Johanan bar Zechariah —dije.
Abrió unos ojos como platos.
—Yeshua bar Yosef —dijo.
El recaudador de impuestos se acercó a mirar y escuchar. Podía ver vagamente las siluetas cercanas de mi madre y José. Noté que otras personas se volvían y se acercaban despacio a nosotros.
—¡Eres tú! —susurró Juan—. ¡Tú... has de bautizarme!
Me tendió la concha, aún chorreando agua.
Los discípulos situados a su derecha e izquierda se detuvieron de pronto. Quienes salían en ese momento del agua se quedaron quietos, atentos. Algo había cambiado en el hombre santo. ¿Qué era?
Sentí la multitud entera como un gran organismo vivo que respiraba con nosotros.
Levanté las manos.
—Estamos hechos a Su imagen, tú y yo —dije—. Esto es carne, ¿no? ¿No soy un hombre, acaso? Bautízame como has hecho con los demás; hazlo, en nombre de la rectitud.
Me sumergí en el agua. Sentí su mano en mi hombro izquierdo, sus dedos junto a mi cuello. No vi, ni sentí ni oí nada más, salvo la corriente de agua fría, y luego muy despacio emergí y permanecí de pie, deslumbrado por el resplandor solar.
Las nubes se habían apartado. Mis oídos captaron un ruidoso batir de alas. Miré al frente y vi en el rostro de Juan la sombra de una paloma que ascendía, y entonces vi al pájaro subir hacia una gran abertura de cielo azul, y junto a mis oídos escuché un murmullo que apagó el ruido de alas, como si unos labios hubieran rozado mis dos oídos al mismo tiempo, y por débil que fuera, por suave y secreto que fuera aquel murmullo, pareció despertar un eco inmenso.
«Éste es mi Hijo, mi muy amado.»
Las riberas del río quedaron en silencio.
Luego, el ruido. El viejo ruido familiar. Gritos, lloros, exclamaciones, los sonidos tan asociados en mi mente y mi alma a la lapidación de Yitra y al tumulto en torno a Abigail —el ruido de hombres jóvenes exultantes, el inacabable lamento quebrado de los peregrinos—, todo lo oía a mi alrededor, los gritos excitados y los llantos de voces que se mezclaban, que crecían y crecían en volumen a medida que se confundían entre ellas.
Alcé la vista al amplio e interminable espacio azul y vi la paloma volar arriba y más arriba. Se convirtió en un punto diminuto, apenas una mota bañada en el resplandor solar.
Me tambaleé y estuve a punto de perder el equilibrio. Miré a José. Vi sus ojos grises fijos en mí, vi su ligera sonrisa, y en el mismo instante vi el rostro de mi madre, inexpresivo y sin embargo un poco triste, al lado de su esposo.
—¡Eres tú! —dijo de nuevo Juan hijo de Zacarías.
No contesté.
El murmullo de la multitud creció.
Me volví y subí a la orilla más lejana, cruzando entre los juncos, más y más deprisa. Me detuve una vez a mirar atrás. Vi otra vez a José, sostenido con cariño por el recaudador de impuestos, que me miraba atónito. El rostro de José parecía despierto y apenado, y me hacía gestos de adiós desde la distancia que nos separaba. Vi a mis hermanos, vi allí a todos mis parientes, a Shemayah, a Abigail, e incluso la pequeña figura de Ana la Muda.
Los vi a todos de una forma especial: la limpia inocencia de los más viejos, con ojos brillantes bajo los pesados pliegues de la piel; el súbito sobresalto de los adultos, dubitativos aún entre la condena y el asombro; la excitación de los niños, que pedían a sus padres que les explicaran qué había ocurrido... Y mezclados con todos ellos, los atareados, los aludidos, los aburridos, los confusos, todos y cada uno hablando entre ellos.
Nunca los había visto a todos juntos de esa manera, cada cual con sus propios problemas pero unido al de su izquierda y al de su derecha, y todos sujetos a un movimiento común, como si en vez de pisar la arena estuvieran en alta mar, mecidos por las olas.
Me volví a mirar a Juan, que a su vez se volvió a mirarme a mí. Abrió la boca para hablar, pero no dijo nada.
Me alejé de él. Durante un segundo, el sol que se filtraba entre las ramas de un árbol inclinado me sobrecogió. Si los árboles y las hojas de hierba pudieran hablar, me habrían hablado en ese momento.
Y me estaban hablando del silencio.
Seguí caminando, con la mente ocupada sólo en el sonido de mis pies al avanzar entre los juncos y el barro, y luego sobre el suelo seco y pedregoso, siempre adelante, hollando con mis sandalias el camino, y cuando ya no hubo camino, la tierra desnuda.
Ahora tenía que estar solo, ir adonde nadie pudiera encontrarme ni hacerme preguntas. Necesitaba buscar la soledad que toda mi vida me había sido negada.
Tenía que buscar, más allá de las aldeas, las ciudades o los campamentos. Tenía que buscar donde no había nada sino arena ardiente, y vientos huracanados, y los riscos más altos de la tierra. Tenía que averiguar si existía la nada y si la nada no contenía nada... si era ella la que me tenía sujeto en la palma de su mano.
Voces que no paran.
Había pasado días atrás el último lugar habitado. Allí bebí mis últimos tragos de agua.
No sabía dónde estaba ahora, sólo que hacía frío y el único sonido real era el aullido del viento que barría el uadi. Me aferré al risco y empecé a trepar. La luz diurna se extinguía muy deprisa. Por eso el frío era tan intenso.
Y las voces no paraban; todas las discusiones, todos los cálculos, todas las predicaciones, todas las ponderaciones, y así sucesivamente.
Cuanto más cansado me sentía, con más fuerza las oía.
Me tendí en una pequeña cueva, al resguardo de la mordedura del viento, y me envolví en el manto. La sed había desaparecido y el hambre se había evaporado. Eso quería decir que habían pasado muchos días, porque son cosas que torturan durante varios días hasta que cesan de hacerlo. Con la cabeza ligera, vacío, ansiaba todas las cosas y ninguna. Tenía los labios agrietados y la piel quebradiza. Mis manos estaban en carne viva; los ojos me dolían, tanto abiertos como cerrados.
Pero las voces no paraban, y poco a poco, arrastrándome y rodando sobre mi espalda, me acerqué a la entrada de la cueva y miré más allá, hacia las estrellas. Tal como había hecho siempre, admiré su nítida claridad dispersa sobre la extensión arenosa, esa cualidad que llamamos magnificencia.
Y entonces acudieron los recuerdos y expulsaron el runrún de las voces de censura; los recuerdos de cada cosa que había hecho alguna vez en ésta mi existencia terrena.
No era una secuencia. No seguía el orden de las palabras escritas en un pergamino de un lado de la columna al otro, y luego otra vez, y otra. Era como algo que se despliega.
Y en la densidad de aquellos recuerdos destacaban los momentos de dolor: la pérdida, el miedo, el arrepentimiento, la queja, la incomodidad, el inesperado tormento.
El dolor, como las propias estrellas, tiene en cada momento su propia forma infinitesimal y su magnitud. Todos aquellos recuerdos se alzaban a mi alrededor como si compusieran una gran guirnalda que era mi vida, una guirnalda que iba envolviéndome en sus giros una y otra vez, por encima y por debajo de mí, hasta ajustarse como una segunda piel, sin resquicios.
A veces, antes del amanecer, comprendía alguna cosa: que podía sin esfuerzo retener cualquiera de aquellos momentos y todos ellos a la vez en mi mente, que aquellas pequeñas e incontables agonías coexistían.
Cuando llegaba la mañana y el viento furioso moría con la luz, empezaba a caminar y dejaba que vinieran a mí aquellos momentos incontables, dejaba mi mente moverse entre ellos con mis propios ojos y mi propio corazón, como la arena que me quemaba los ojos y los labios. Y seguía recordando.
Por la noche me despertaba. ¿Era mi voz la que recitaba lo que está escrito?: «Y todos los secretos serán conocidos, y a todos los lugares oscuros llegará la luz.»
«Dios querido, no, no dejes que sepan esto, no dejes que conozcan la gran acumulación de todas estas cosas, la agonía y el gozo, la miseria, el solaz, la consecución, el dolor de la amputación, el...»
Pero lo sabrán, todos y cada uno de ellos lo sabrán. Lo sabrán porque lo que recuerdas es lo que les ha ocurrido a todos y cada uno de ellos. ¿Creías que esto era más o menos cosa tuya? ¿Creías...?
Y cuando sean llamados a rendir cuentas, cuando se presenten desnudos delante de Dios y cada incidente y cada palabra sean pesados en la balanza del juicio... tú, ¡tú lo sabrás todo de todos y cada uno de ellos!
Me arrodillé en la arena.
¿Es posible, Señor, estar con cada uno cuando a él o a ella le llegue el conocimiento? ¿Estar allí en cada grito de angustia? ¿En el recuerdo corroído por la culpa de cada placer incompleto?
Oh, Dios, ¿qué es el juicio y cómo puede llevarse a cabo, si no puedo soportar estar al lado de todos ellos en cada palabra insultante, en cada grito bronco y desesperado, en cada gesto escrutado, en cada acto explorado hasta sus raíces más recónditas? Y he visto actos, los actos de mi propia vida, los casos más mínimos, más triviales, los he visto primero germinar como semillas diminutas, y luego brotar y extender sus ramas; los he visto crecer, enredarse con otros actos, y todos juntos formar un matorral y luego un bosque y finalmente una gran jungla salvaje que reduce el mundo a la escala de un mapa, el mundo como lo concebimos en nuestra mente. Dios querido, al lado de eso, de ese interminable brotar de actos que provienen de otros actos y de palabras que derivan de otras palabras y pensamientos de otros pensamientos, el mundo no es nada. ¡Cada alma particular es un mundo!
Empecé a llorar. Pero no quise apartar de mí aquella visión; no, dejadme ver, ver a todos los que lanzaron las piedras, y a mí todas las veces que cometí errores, y la cara de Santiago cuando le dije «Estoy cansado de ti, hermano», y a partir de ese instante brotan un millón de ecos de esas mismas palabras en todos los presentes que las escuchan o piensan que las han escuchado, y que las recordarán, repetirán, criticarán, defenderán... y así sucesivamente para el levantamiento de un dedo, la botadura de un barco, la derrota de un ejército en un bosque del norte, el incendio voraz de una ciudad en llamas. Dios querido, yo no puedo... pero lo haré, lo haré.
Sollocé en voz alta. Oh Padre que estás en los cielos, te estoy tocando con mis manos de carne y sangre. ¡Ansío Tu perfección, con este corazón que es imperfecto! Y llego a tocarte con lo que se está corrompiendo delante de mis propios ojos, y contemplo tus astros desde el interior de la prisión de este cuerpo, que no es mi prisión sino mi voluntad. Hágase tu Voluntad.
Me derrumbé, sacudido por los sollozos.
Y descenderé, acompañaré a cada uno de ellos hasta las profundidades del Sheol, a las tinieblas privadas de cada persona, a la angustia expuesta ante los ojos de todos o sólo ante los tuyos, al interior del miedo, al interior del fuego atizado por el calor de todos los pensamientos. Estaré al lado de todos ellos, junto a cada solitario situado en medio de ellos. ¡Soy uno de ellos! ¡Y soy tu Hijo! ¡Soy tu Hijo unigénito! Y conducido a este lugar por tu Espíritu, lloro porque no puedo hacer otra cosa que aceptarlo, que aceptar lo que no puedo comprender con esta mente de carne y sangre; y porque Tú me has abandonado aquí, lloro.
Lloré. Lloré y lloré. Señor, déjame este corto rato para poder llorar, porque he oído que las lágrimas consiguen muchas cosas...
¿Solo? ¿Decías que deseabas estar solo? ¿Querías esto, estar solo? ¿Querías el silencio? Querías estar solo y en silencio. ¿No comprendes ahora la tentación que representa estar solo? Estás solo. ¡Y bien, estás absolutamente solo porque tú eres el único que puede hacer una cosa así!
¿Qué juicio puede haber para un hombre, una mujer o un niño, si no estoy yo allí en cada latido de su corazón y en lo más profundo de su tormento?
Llegó el alba.
Y el alba volvió otra vez, y otra.
Yo permanecía acurrucado en el suelo, y el viento proyectaba la arena contra mi rostro.
Y la voz del Señor no estaba en el viento, y no estaba en la arena, y no estaba en el sol, y no estaba en las estrellas.
Estaba dentro de mí.
Siempre he sabido quién era yo en realidad. Yo era Dios. Y elegí no saberlo. Pues bien, entonces supe qué significaba exactamente ser el hombre que sabía que era Dios.
Cuarenta días y cuarenta noches. Es el tiempo que permaneció Moisés en la cumbre del Sinaí.
Es el tiempo que esperó Elías hasta que el Señor habló con él.
—Señor, lo he hecho —murmuré—. Sé también lo que esperan ellos de mí. Lo sé muy bien.
Mis sandalias se caían a pedazos. Hice más nudos en las correas de los que podía contar. La vista de mis manos quemadas por el sol me incomodaba, pero en mi interior reía. Volvía a casa.
Montaña abajo, hacia el desierto reverberante que se extendía entre mí y el río que aún no podía ver.
—Solo, solo, solo —cantaba.
Nunca había sentido tanta hambre. Nunca había sentido tanta sed. Despertaron como en respuesta a una decisión mía.
—Oh sí, cuántas veces lo deseé fervientemente —canté para mí mismo—. Estar solo.
Y ahora estaba solo, sin pan, sin agua, sin un lugar donde reposar mi cabeza.
—¿Solo?
Era una voz. Una voz familiar, la voz de un hombre familiar por su timbre y su tono.
Me di la vuelta.
El sol estaba a mi espalda, de modo que la luz no me hirió los ojos y lo iluminó con toda claridad.
Era más o menos de mi estatura e iba vestido con elegancia, con prendas más hermosas y ricas incluso que las de Rubén de Caná o jasón... más parecidas al atuendo del rey. Llevaba una túnica de lino con una orla bordada de hojas verdes y flores rojas, y cada capullo relucía recamado en hilo de oro. La orla de su manto blanco era de un brocado todavía más ancho y más rico, hilado como los mantos de los sacerdotes, con flecos de los que colgaban pequeños cascabeles de oro. Las sandalias llevaban hebillas metálicas relucientes. Y ceñía su cintura con un grueso cinturón de cuero tachonado con clavos de bronce, como el de un soldado. Y también colgaba a su costado una espada en su vaina adornada con incrustaciones de joyas.