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Authors: Anne Rice

Camino A Caná (18 page)

Mi hermano Josías dijo:

—¿Qué significa todo eso? ¿Está diciendo como los Esenios que el Templo es impuro, que las ofrendas que se hacen allí para el perdón de los pecados son inútiles?

—Se dirige hacia el norte por la ribera de Perea —dijo Jasón—. Yo voy allí. Quiero ver por mí mismo esa novedad.

—¿Y ser bautizado? ¿Te someterás a ese rito para el perdón de los pecados? —preguntó el rabino en voz baja—. ¿Vas a hacer eso?

—Lo haré si me parece correcto —declaró Jasón.

—¿Pero qué puede significar que un hombre bautice a otro, o a una mujer, para lo que importa? —terció mi tía Esther—. ¿Qué significa? ¿No somos todos judíos? ¿No estamos purificados cuando salimos de los baños y entramos en los patios del Templo? Ni siquiera los prosélitos se bañan para el perdón de sus pecados, ¿no es así? ¿Está diciendo que todos hemos de ser prosélitos?

Me puse en pie.

—Yo iré—dije.

—Vamos todos contigo —dijo José. Inmediatamente, mi madre dijo lo mismo. Todos mis hermanos estuvieron de acuerdo.

Mi madre me tendió la carta que había recibido de mi hermana Salomé la Menor. Mis ojos tropezaron con las palabras «desde Betsaida, desde Cafarnaum».

—Yo también quiero hacer ese viaje —dijo la vieja Bruria—. Llevaremos con nosotros a esta niña —añadió, y pasó su brazo por los hombros de Abigail.

—Todos lo haremos —dijo Santiago—. Todos, tan pronto como se haga de día, prepararemos el equipaje e iremos, y llevaremos provisiones para las fiestas. Iremos todos.

—Sí—dijo el rabino—, será como ir al Templo, como asistir a una fiesta. Yo iré con vosotros. Ahora ven conmigo, Jasón, he de hablar a los ancianos.

—Oigo voces fuera —dijo Menahim—. Escuchad. Todos hablan de lo mismo.

Salió corriendo a la oscuridad y dejó abierta la puerta a su espalda.

Mi madre había inclinado la cabeza con la mano en la oreja como para escuchar una voz lejana y apagada. Me acerqué a ella.

Jasón se había marchado y el rabino se despedía. La vieja Bruria se puso a nuestro lado.

Mi madre se esforzaba por recordar, y recitó:

—«Estará lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre. Convertirá a muchos hijos de Israel al Señor su Dios, y le precederá con el espíritu y el poder de Elías para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la sabiduría de los justos, para preparar un pueblo bien dispuesto al Señor.»

—¿Pero quién dijo eso? —preguntó José el Menor. Shabi e Isaac repitieron la misma pregunta.

—¿De quién son esas palabras? —preguntó Silas.

—Fueron dichas a otro —respondió mi madre—, pero por alguien que también me visitó a mí.

Me miró con ojos tristes.

A nuestro alrededor, los demás compartían comentarios y preguntas, y hablaban de los preparativos del viaje.

—No temas —dije a mi madre. La atraje hacia mí y la besé. Apenas podía contener mi felicidad.

Ella cerró los ojos y se apoyó sobre mi pecho.

De pronto, en medio de todas aquellas prisas y conversaciones, en medio del acuerdo general de que habíamos de ir todos, de que ahora no era posible hacer nada en la oscuridad, de que teníamos que esperar a que amaneciera, en medio de todo aquello y estrechamente abrazado a ella, comprendí la expresión que había visto en los ojos de mi madre. Comprendí lo que había tomado por temor o tristeza.

Y cuando recuerde esos días, esos largos días agotadores, cuando los recuerde desde algún otro lugar, muy lejos de aquí, ¿pensaré que fueron días felices? ¿Los recordaré con cariño?

Nadie la oyó excepto yo cuando me dijo:

—En el Templo había un hombre cuando te llevamos allí, al nacer tú, antes de que llegaran los Magos con sus regalos.

Yo escuché.

—Y él me dijo: «Y una espada atravesará también tu corazón.»

—Ah, nunca antes me habías contado esas palabras —le respondí en secreto, como si sólo le estuviera besando la mejilla.

—No, pero me pregunto si no ocurrirá ahora —dijo.

—Este es un momento feliz —repuse—. Una época buena y dulce, y nos vamos todos de viaje como una familia unida. ¿No es así?

—Sí—susurró—. Bien, ahora he de irme. Tengo muchas cosas que preparar.

—Sólo un minuto más —dije, y la abracé más fuerte.

No la solté hasta que me vi obligado a hacerlo. Alguien entró gritando que Rubén había venido cabalgando desde Cana, y que también se había enterado de las noticias. Y que Shemayah estaba plantado en la calle, observando nuestro patio.

Supe que tenía que salir, cogerlo de la mano y traerlo a ver a Abigail.

19

Fue un largo viaje hacia el este y el sur, paso a paso y canción a canción.

La noche del primer día, éramos una masa informe de peregrinos, tan grande como nunca se había visto en el camino de Jerusalén, y en efecto muchas personas salían de sus ciudades y sus pueblos para esto, como lo habrían hecho para asistir a las fiestas.

Shemayah y todos sus braceros viajaban con nosotros. Pero Abigail iba en el carro, con mi madre y mis tías mayores y María la Menor, todas apretujadas en el interior. José y tío Cleofás viajaban con tío Alfeo en la carreta más grande, con los numerosos bultos y cestos; el rabino montaba su burro blanco, y Rubén y Jasón sus caballos fuertes e incansables, que a menudo se adelantaban haciendo cabriolas y nos esperaban en la ciudad o el mercado más próximos, o sencillamente regresaban a paso más lento a reunirse de nuevo con nosotros.

El anciano Hananel de Cana y sus esclavos nos alcanzaron al tercer día, y desde ese momento fueron con nosotros, a pesar de que nos veíamos obligados a avanzar a un paso bastante fatigoso. Y por las noches era igual que en las peregrinaciones, cuando extendíamos en el suelo nuestras mantas, plantábamos las tiendas, encendíamos hogueras y recitábamos oraciones e himnos.

Allá donde nos deteníamos encontrábamos gente que había estado en el río, que había sido bautizada por Juan y sus discípulos, que había oído en persona al «profeta Juan». Los que volvían a casa lo hacían alegres, con una expectación nueva aunque no motivada por ninguna profecía en particular, ni con ningún agravio ni motivo de queja concreto.

Por supuesto, los hombres no se detenían a averiguar qué era ese bautismo y qué significaba. Se unían a nosotros maestros y escolares, y jóvenes a caballo nos adelantaban. Encontramos grupos de soldados del rey que habían estado en el río y no contaban más que cosas buenas de allí, e incluso algunos soldados romanos que se dirigían al río desde Cesárea se detenían a compartir un trago de vino con nosotros, o a comer un poco de potaje y un pedazo de pan.

Los romanos sentían curiosidad por aquel extraño hombre que atraía multitudes a las orillas del río. Nos hablaban con cierto hastío de aquello, pero a pesar de todo querían ver al hombre vestido con una piel de camello que se metía hasta las rodillas en el agua del Jordán para ofrecer una purificación. Después de todo, dijeron, ellos tenían sus propios santuarios en uno u otro lugar de su país, y sus propios ritos, igual que nosotros. Nosotros asentíamos. Nos sentíamos felices por dejar que se sentaran un rato y tomaran un bocado con nosotros antes de seguir apresuradamente su camino.

Los escolares se sentaban en círculo al anochecer y recitaban los fragmentos de las Escrituras relacionados con el importante tema de la purificación en las aguas del Jordán.

Hablaban del profeta Eliseo y de cómo había enviado a Naaman, el leproso, a bañarse siete veces en el Jordán.

—Pero el profeta no lo bautizó —dijo uno de los escolares.

—No, no lo hizo él en persona, pero dijo a aquel hombre que se bañara.

—Y recuerda —dijo de pasada el rabino una noche— que el leproso .estaba furioso con el profeta, ¿no es así? Estaba furioso con él, recuérdalo, irritado porque el profeta no salió a verle sino que le envió sin más a hacer aquello... Y yo os pregunto: ¿qué fue, qué fue lo que ocurrió luego?

A menudo surgía el siguiente tema: ¿acaso era que estábamos celebrando nuestra reciente victoria en Cesárea? Los rabinos y los fariseos hablaban de eso, y también los soldados. Pero los rabinos señalaban con vehemencia que el lugar para dar gracias al Señor no era la orilla del río sino el Templo, que había sido ultrajado de manera tan burda por la proximidad de los estandartes de Pilatos. Nadie estuvo en desacuerdo.

Y cuando los soldados romanos preguntaban si tanta alegría era debida a que el gobernador romano había renunciado a su primera intención, no lo hacían por provocación ni por preocupación, sino sólo por curiosidad. Por qué iba tanta gente a ver a ese hombre, gente del norte y el sur, del este y el oeste, gente incluso de las ciudades griegas de la Decápolis.

Lo cierto es que, antes o después, casi todo el mundo tenía algo que comentar acerca de la enorme multitud que se dirigía al río.

—¿Tan cansados y hambrientos estamos de esperar a un verdadero profeta después de tantos siglos —preguntaba Jasón—, que abandonamos nuestras casas y nuestros campos en cuanto se rumorea que un hombre puede traernos una nueva sabiduría o algún consuelo especial?

—¿Han pasado de verdad cuatrocientos años —argumentaba su tío Jacimus— desde que habló el último profeta, o es sencillamente que somos sordos a los profetas que el Señor nos envía? No dejo de preguntármelo.

Era inevitable que la gente discutiera sobre el Templo. Discutían sobre si el Templo era o no demasiado griego o demasiado grande, sobre si estaba demasiado abarrotado de libros y maestros y cambistas de dinero, y de multitudes de gentiles boquiabiertos a los que siempre había que recordar que no les estaba permitido entrar en los patios interiores, a los que era necesario amenazar de muerte si no obedecían las leyes; y en cuanto a los sacerdotes, José Caifás y su suegro Anas, bueno, la gente también tenía muchas cosas que decir sobre ellos.

—Por lo que se refiere a Caifás, una cosa está clara —intervenía mi tío Cleofás siempre que tenía ocasión—. Ese hombre lleva mucho tiempo sin ceder a las presiones políticas.

—Dices eso porque es pariente tuyo —replicó un peregrino.

—No; lo digo porque es verdad —respondió Cleofás, y recitó los nombres de sumos sacerdotes puestos y depuestos al poco tiempo, incluidos los nombrados por la Casa de Herodes y más tarde por los romanos.

Esa cuestión de que los romanos nombraran a nuestros sumos sacerdotes daba pie a empezar una discusión acalorada. Pero había suficientes personas mayores para calmar a los impulsivos, e incluso Hananel habló un par de veces para rechazar con desdén cualquier idea de purificar el Templo, como proponían desde mucho atrás los Esenios.

—Eso es pura palabrería —afirmó—. ¡Es nuestro Templo!

Toda mi vida había oído la misma clase de discusiones y quejas. A veces seguía el hilo de los argumentos, pero la mayoría de las veces mi mente se evadía. Nadie esperaba que yo dijera nada en un sentido o en otro.

Muchos de quienes viajaban con nosotros no sabían que Juan hijo de Zacarías era primo nuestro. Quienes silo sabían eran rápidamente silenciados por nuestra simple afirmación de que sabíamos muy poco de él, porque los años y las distancias nos habían separado por completo.

Yo había visto a Juan por última vez cuando era un niño de siete años.

Por supuesto, Jasón podía describirlo de forma bastante detallada, pero siempre se remitía a la misma imagen, interesante pero remota: estudioso, piadoso, un modelo entre los Esenios, de los que después había desertado para llevar una vida todavía más dura en el desierto tórrido.

Mi madre, que podía haber contado más historias sobre Juan y sus padres que ninguno de los presentes, no decía nada. Mi madre, en los meses anteriores a mi nacimiento, había ido a alojarse en casa de Isabel y Zacarías, y a esos días correspondían las historias que Jasón me había repetido: el canto de gozo de mi madre, la profecía de Zacarías cuando nació su hijo. Todas cosas bien conocidas para mi madre. Pero tampoco ahora se preocupaba, como nunca lo había hecho, de sumarse a la conversación de los fariseos y los escribas; y los sobrinos más jóvenes, que sólo habían oído fragmentos y alusiones de esas historias, estaban ansiosos por saber más.

Jasón también guardaba sus secretos, aunque muchas noches junto al fuego vi claramente que ardía en deseos de ponerse en pie y recitar de memoria las oraciones que había aprendido de Juan, que a su vez las había sabido a través de mi madre y de sus propios padres.

Le dedicaba una pequeña sonrisa de vez en cuando, y él me guiñaba un ojo y sacudía la cabeza; pero aceptó que aquéllas no eran historias para ser contadas. Y entretanto seguían las discusiones sobre quién era aquel Juan al que con tanta devoción nos encomendábamos todos.

Cuando dejamos las altas colinas de Galilea y descendimos al valle del Jordán, el aire se hizo más cálido y agradable. Al principio el paisaje era seco. Después llegamos a las marismas pobladas de juncos que bordeaban el río, y cuanto más avanzábamos, más frecuentes eran las noticias que nos llegaban de que Juan, que se aproximaba a nosotros desde el sur administrando el bautismo, podía estar más cerca incluso de lo que pensábamos. Y que el día menos pensado íbamos a toparnos con él.

José no se encontraba bien.

Empezó a quedarse a dormir en la carreta a todas horas, y Santiago y yo nos estremecíamos cuando le veíamos dormir de esa forma, profundamente, todo el día. Todos conocíamos esa clase de sopor, esa extraña respiración rítmica que se mantenía sin interrupción a pesar del traqueteo de las ruedas y de las inevitables sacudidas por causa de piedras y baches.

Las mujeres lo advirtieron, sin hacer preguntas y con más paciencia al parecer que mi tío Cleofás o mis hermanos menores, que habrían despertado a José con la mínima excusa.

—Dejadle descansar —dijo mi madre, y mi tía Esther ordenó a todos hacer lo mismo.

La mirada que vi en los ojos de mi madre era triste, como lo fue la noche en que recibimos la carta. Pero sobrellevaba su pena con entereza. Nada la sorprendía ni la alarmaba. Se sentaba al lado de José de vez en cuando, entre él y Cleofás, su hermano. Mecía a José contra su hombro. Le daba agua cuando él se desperezaba, pero en general impedía a los demás que lo espabilaran, cosa que hacían sobre todo para tranquilizarse comprobando que podía ser espabilado.

Una noche, José despertó y no supo dónde estábamos. No logramos hacerle entender que nos habíamos puesto en marcha hacia el Jordán con la intención de encontrar a Juan hijo de Zacarías y sus seguidores. Santiago llegó a sacar la carta arrugada para leérsela a la débil luz de una vela.

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