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Authors: Anne Rice

Camino A Caná (14 page)

—Ah, sí, la casa de Caifás acogerá a la muchachita de pueblo humillada y avergonzada, a la chica negada por su propio padre, por un padre que ha rechazado a todos los hombres que han pedido su mano durante dos años, y ahora ha vuelto a dar un portazo a Jasón otra vez, y a Rubén de Cana, ¡a Rubén, que dejó a un lado su orgullo y se lo pidió de rodillas!

Me apartó de un empujón.

—Abigail, no dejaré que te vayas.

Rompió a llorar. Yo la abracé.

—Yeshua bar Yosef, hazlo —me susurró—. He venido aquí contigo. Tómame. Te lo suplico. No me da vergüenza. Tómame, por favor, Yeshua, soy tuya.

Yo empecé a llorar. No podía parar y era tan malo como antes de que ella apareciera, tan mala quizá como su propio llanto.

—Abigail, escúchame. Te digo que con Dios nada es imposible, y que estarás segura con mi madre y mis tías. Te enviaré con mi hermana Salomé a Cafarnaum. Mis tías te acogerán allí. Abigail, tienes que venir a casa conmigo.

Ella se derrumbó encima de mí, y sus sollozos se hicieron más y más débiles mientras yo la sostenía.

—Dime —dijo por fin con una vocecita tímida—. Yeshua, si fueras a casarte, ¿sería yo tu novia?

—Sí, hermosa muchacha —dije—. Mi dulce y hermosa muchacha.

Me miró y se mordió el labio tembloroso.

—Entonces tómame como tu puta. Por favor. No me importa.

—Cerró los ojos anegados en lágrimas—. No me importa, no me importa.

—Calla, no digas una palabra más —repuse con suavidad.

Con el borde del manto le sequé la cara. La aparté de mi pecho y la ayudé a mantenerse erguida. La envolví en su velo, y sujeté la punta en su hombro. Abroché su manto para que nadie pudiera ver la túnica recamada en oro que había debajo.

—Te llevo a casa como mi hermana, la más querida para mí—dije—. Vendrás conmigo como he dicho, y estas palabras y estos momentos quedarán encerrados en nuestros corazones.

De pronto se sintió demasiado cansada para responderme.

—¿Abigail? Mírame. Harás lo que he dicho. Asintió.

—Mírame a los ojos —dije—. Y dime quién eres en realidad. Eres Abigail, hija de Shemayah, y has sido difamada, maliciosamente difamada. Y vamos a ponerle remedio.

Asintió. Las lágrimas habían desaparecido, pero la rabia la había dejado vacía y desorientada. Por un momento tuve la impresión de que iba a perder el sentido.

La sostuve.

—Abigail, pediré a los ancianos que se reúnan. Pediré al rabino que se forme el tribunal del pueblo.

Me miró desconcertada, y apartó la vista como si esas palabras la confundieran.

—Ese hombre, Shemayah, no tiene poder para juzgar de la vida y la muerte, ni siquiera de su única hija.

—¿El tribunal? —murmuró—. ¿Los ancianos?

—Sí. Será un juicio público. Pediremos un veredicto sobre tu inocencia, y con él irás a Cafarnaum o a Betania o a donde sea preferible para ti.

Me miró, con firmeza por primera vez.

—¿Es posible eso? —preguntó.

—Sí, es posible. Tu padre ha dicho que no tiene ninguna hija. Bueno, pues entonces no tiene autoridad sobre ti, y esa autoridad recae ahora en nosotros, tus parientes, y en los ancianos. ¿Has entendido lo que he dicho?

Hizo seña de que sí.

—Olvida las palabras que has pronunciado aquí; estaban destinadas a mí, al hermano que sabe muy bien que eres una niña inocente y maltratada.

Puse la mano sobre mi corazón.

—Señor, da a mi hermana un corazón nuevo —susurré—. Señor, dale un corazón nuevo.

Permanecí inmóvil con los ojos cerrados, rezando, con la mano izquierda sobre su hombro.

Cuando abrí los ojos, su rostro estaba en calma. Era otra vez Abigail, la Abigail de antes de que todo aquello empezara.

—Ven, vamos a hacer lo que he dicho —dije.

—No, no hace falta que recurras a los ancianos, no es necesario. Sólo humillarás más a mi padre. Iré a Cafarnaum con Salomé —dijo—. O a Betania, o a donde tú digas.

Ajusté de nuevo su velo. Intenté limpiar de hojas su velo y su manto, pero era imposible. Estaban cubiertos de fragmentos de hojas muertas.

—Perdóname, Yeshua —susurró.

—¿Por qué? ¿Por estar asustada? ¿Por estar sola? ¿Por haber sido maltratada y luego condenada?

—Te amo, hermano —dijo.

Deseé besarla. Deseé tan sólo tenerla junto a mí otra vez con el amor más puro, y besarla en la frente. Pero no lo hice.

—En verdad eres hijo de un ángel —dijo, triste.

—No, mi amada. Soy un hombre. Créeme, lo soy.

Sonrió, y fue una tristísima sonrisa de comprensión.

—Ahora, baja a Nazaret delante de mí, dirígete directamente a mi casa y pregunta por mi madre. Si ves a tu padre da la vuelta y huye de él, y da un rodeo hasta volver de nuevo a nuestra puerta.

Asintió, y se volvió para marchar.

Me quedé esperando, conteniendo la respiración, mientras secaba aprisa mis propias lágrimas e intentaba calmar mis temblores.

Entonces, desde el exterior de la arboleda llegó de pronto a mis oídos un grito de angustia.

14

Corrí a través de la vegetación.

Abigail estaba tan sólo a unos metros de distancia, y frente a ella, en la ladera, aguardaba una multitud silenciosa.

Santiago, Josías, Simón, mi tío Cleofás y docenas de otras personas nos miraban. Shabi y Yaqim empezaron a adelantarse, pero los chicos mayores los sujetaron. Sólo Ana la Muda se soltó y empezó a gesticular y señalar a Abigail mientras corría hacia ella. Santiago nos miró, primero a mí, luego a ella, de nuevo a mí, y con una mueca de dolor inclinó la cabeza.

—No, deteneos, todos vosotros, volved atrás —dije y eché a correr hasta colocarme delante de ella.

Ana la Muda se paró en seco. Se quedó mirándome y luego volvió la vista atrás, a la multitud. Sólo en ese instante pareció darse cuenta de lo que había hecho.

Y lo mismo me ocurrió a mí. Ella había dado la alarma de que Abigail había escapado. Les había guiado hasta aquí, y sólo ahora se daba cuenta de su terrible error.

A mi espalda, Abigail murmuraba una plegaría ahogada.

Llegaban más y más hombres, parecían venir de todas partes, de los campos, del pueblo, de la lejana calzada. Los chicos corrieron hacia nosotros.

Desde el pueblo subía también Jasón a grandes zancadas, con Rubén de Cana a su lado.

Alguien dio un grito llamando al rabino. Todos gritaron llamando al rabino.

Santiago se volvió y gritó a sus hijos que fueran a buscar inmediatamente a José y los ancianos. El nombre de «Shemayah» brotaba de todos los labios, y de pronto Abigail corrió a mi lado y, con un gesto tan fatal como el de Yitra cuando abrazó al Huérfano, se abalanzó sobre mí con los brazos tendidos.

Silbaron piedras en el aire, y una pasó rozando mi oreja. Y con las piedras llegaron gritos de « ¡Hipócrita!» y « ¡Puta!».

Me volví y protegí con mi cuerpo a Abigail. Santiago se precipitó hacia nosotros y se colocó delante, con el brazo extendido. Mi tía Esther llegó al frente de un grupo de mujeres y también echó a correr para interponerse. Gritó cuando llegó a nuestro lado. Las piedras dejaron de volar.

—¡Shemayah! ¡Shemayah! —clamaba la gente, incluso cuando el grupo se abrió para dejar paso al rabino y a Hananel de Cana, que llegaban acompañados por otros dos ancianos.

El rabino se quedó mirándonos asombrado, y sus ojos registraron cada detalle de la escena. Me adelanté, apartando con suavidad a Santiago de mi camino.

—Yo os digo que no ha ocurrido nada aquí, nada más que palabras, palabras intercambiadas en la arboleda a la que suelo ir, ¡adonde todo el mundo sabe que voy!

—Abigail, ¿acusas a este hombre? —gritó el rabino, el rostro lívido por la emoción.

Ella sacudió la, cabeza con violencia. Tragó saliva.

—¡No! —gritó—. No; es inocente. No ha hecho nada.

—Entonces, ¿qué locura es ésta? —gritó el rabino. Se volvió hacia la multitud, cuyo número se había triplicado y había cuellos estirados y preguntas roncas de quienes deseaban ver y saber—. Os digo que acabéis con esto ahora mismo y volváis a vuestras casas.

—¡Volved a casa, todos vosotros! —gritó Jasón—. No hay nada que ver aquí. Marchaos de este lugar. ¡Estáis borrachos todos, con tanta celebración! Marchaos a vuestras casas.

Pero las murmuraciones y las protestas llegaban de todas direcciones: «Solos, juntos en el bosque, Yeshua y Abigail.» Oí palabras sueltas y fragmentos de frases. Vi que José se afanaba tratando de subir la cuesta. Menahim tenía que cargar con él. Más y más mujeres venían hacia nosotros. Sollozos desolados sacudían el cuerpo de Abigail.

—Llevadla a casa ahora mismo, lleváosla —dije. Pero de pronto mi hermano Josías me rodeó con sus brazos por la espalda, y mi hermano José hizo lo mismo.

—¡No! Soltadme —dije.

—Shemayah —dijo Josías, y allí estaba el hombre, subiendo a la carrera la cuesta, abriéndose paso entre la multitud, apartando a empujones a quienes se interponían en su camino.

Al verlo, Abigail se encogió. Mi tía Esther procuró sostenerla, pero ella se dobló sobre sí misma y dio un paso atrás, zafándose de las manos de Esther.

El rabino se interpuso en el camino de Shemayah, que hizo gesto de golpearlo, y sus peones sujetaron su mano alzada. Otros hombres detuvieron a Jasón antes de que pudiera golpear a Shemayah, y otros rodearon a Rubén. Todos forcejeaban, coléricos.

Shemayah se soltó de quienes lo sujetaban. Miró sombrío a su hija y a mí. Se abalanzó hacia mí.

—¡Beberás de esa copa rota el resto de tu vida, eso harás! —me insultó—. ¡Tú, sucio tramposo, ladrón detestable!

Abigail gimió.

—No; calla, él no ha hecho... ¡no ha hecho nada! —Se irguió y le tendió los brazos—. Padre, él no ha hecho nada.

—¡Yo te maldigo! —me gritó Shemayah. Mis hermanos se colocaron delante para detenerle y me empujaron atrás. Noté los brazos de tía Salomé alrededor de mi cuerpo, y luego los de mis primos Silas y Leví.

—¡Soltadme, basta! —exclamé, pero eran demasiados.

—¿Crees que mi hija es una puta para hacer esas cosas con ella? —gritó Shemayah mientras forcejeaba con los hombres que lo sujetaban, con el rostro bermejo.

Por encima de los brazos que me rodeaban sólo pude ver que se acercaba a Abigail, la aferraba por los hombros y la sacudía con violencia, haciéndole caer su velo al suelo.

Un estentóreo grito de aprobación brotó de la multitud, y al instante todos callaron: el manto oscuro de Abigail se había abierto. Todos pudieron ver la túnica de gasa blanca con la orla de brocado de oro. Shemayah la vio y al punto tiró del manto y lo arrojó a un lado.

La conmoción fue tan grande que la multitud quedó sin habla.

Abigail estaba en pie, horrorizada, incapaz aún de comprender lo que había ocurrido. Luego bajó la mirada y vio lo que estaban viendo los demás: la ligera túnica blanca de boda, con la orla de brocado de oro en el cuello y el ruedo de la falda.

Ana la Muda y Shabi recogieron el manto e intentaron ponérselo de nuevo. Shemayah tumbó a Shabi sobre la hierba con un puñetazo.

Abigail miraba a su padre. Sujetaba el cuello de su túnica, los lazos de oro que habían estado desatados cuando llegó a mí, y entonces, de súbito, lanzó un grito terrible:

—¡¿Una ramera, eso soy?! ¡Una ramera! ¡Vestida con la túnica de boda de mi madre, soy una ramera!

—¡Detenedla, lleváosla! —exclamé—. Rabino, es una niña.

—¡Ramera! —volvió a gritar, y desgarró el cuello de su túnica—. Soy una ramera, sí, tu ramera —sollozó. Se tambaleó y retrocedió de espaldas sin que su padre se lo impidiera, y tampoco los niños.

—¡No! —grité—. Abigail, basta. ¡Rabino, detén esto!

Jasón se soltó e intentó abalanzarse hacia delante, pero fue derribado por los hombres que le rodeaban.

De nuevo llegó el horroroso silbido de piedras arrojadas. Los niños lloraban, horrorizados. Ana la Muda cayó al suelo.

—¡No, parad, en nombre del Cielo! —grité.

Abigail retrocedió otro paso y gritó más fuerte.

—¡Ramera! —dijo. Con las manos crispadas como garras se deshizo el peinado, que cayó en desorden sobre su rostro—. ¡Mirad a esta ramera! —chilló.

El coro de insultos creció hasta convertirse en un estruendo de gritos frenéticos y atronadores. Las piedras caían de todas partes. Luché con todas mis fuerzas por soltarme de mis hermanos, pero ellos me tiraron al suelo y me inmovilizaron. Forcejeando jadeantes, empezaron a alejarme de allí a rastras.

Los chillidos y el llanto de los niños se elevaban entre los insultos y las maldiciones roncas.

—¡Señor Dios de los Cielos, esto no puede ocurrir! —grité—. ¡Detenlo!

« ¡Padre, envía la lluvia!»

Un trueno ensordecedor resonó sobre nuestras cabezas.

El cielo se oscureció, y la luz se apagó delante de mis ojos cuando caí de bruces sobre el suelo pedregoso. Volvió a rugir el trueno, inmenso y retumbante. Me puse en pie. Miré las nubes que se agolpaban, cargadas y plúmbeas. El cuchillo de un relámpago me cegó. La multitud gritó, de nuevo con una sola voz. El trueno volvió a restallar y a apagarse en mil ecos.

Vi en la ladera a Abigail todavía de pie, a Abigail rodeada de niños, salvada por los niños: por Isaac y Shabi y Yaqim y Ana la Muda, todos ellos y muchos más abrazados a ella, y otros incluso tendidos a sus pies, con sus caras llorosas que iban de ella a sus padres petrificados, y de sus padres al cielo revuelto. Mi tía Esther se llegó hasta Abigail y le protegió la cabeza con sus brazos. Santiago se levantó del suelo, al soltarle quienes le tenían inmovilizado, y se quedó mirando el cielo con la boca abierta.

—Salvada —murmuré. Aspiré el viento templado y húmedo. «Salvada.» Cerré los ojos y me hinqué de rodillas.

Las compuertas del cielo se abrieron. La lluvia empezó a caer a cántaros.

15

Era una lluvia tan densa y violenta que trajo con ella el crepúsculo y cerró el mundo a los ojos de los hombres. Santiago y Esther recogieron a Abigail, incapaz de sostenerse en pie, y Santiago la cargó sobre su hombro, para llevarla con más facilidad, y todos corrieron hacia el pueblo o en busca de algún refugio.

Con mis hermanos, me hice cargo de José, lo aupamos a hombros y corrimos colina abajo.

Estábamos empapados hasta los huesos cuando llegamos a nuestra calle, y la calle era un torrente. Apenas había luz para guiarnos entre las sombras, y alrededor oíamos el chapoteo de pasos, exclamaciones de temor y fragmentos de jaculatorias.

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