Camino A Caná (12 page)

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Authors: Anne Rice

Me incliné y le mostré los dedos juntos en señal de agradecimiento y respeto. Me puse en marcha.

—Vuelve dentro de tres días —dijo—. Tendré una respuesta de ellas o de alguna otra persona. Me encargaré del asunto. Y te acompañaré a ver a Shemayah. Y si ves a la chica en persona, dile que toda su familia, todos nosotros, estamos pendientes de ella.

—Gracias, señor.

Recorrí aprisa el camino a Séforis.

Quería estar junto a mis hermanos. Quería trabajar. Quería colocar piedras una tras otra, y verter la lechada y alisar los tableros y martillar los clavos. Quería hacer cualquier cosa que no fuera estar con un hombre de lengua hábil.

Pero ¿qué me había dicho que no me hubieran dicho ya de otra manera mis propios hermanos, que no me hubiera dicho Jasón? Claro, había hecho ostentación de sus privilegios y riquezas, y del poder arrogante que iba a utilizar para ayudar a Abigail. Pero ellos me hacían las mismas preguntas. Todos decían las mismas cosas.

Yo no quería volver a pensar sobre aquello. No quería volver sobre lo que él me había dicho, ni sobre lo que había visto y sentido. Y muy en particular, no quería dar más vueltas a lo que le había dicho a él.

Pero cuando llegué a la ciudad, con todo su vocerío ensordecedor, su martilleo, sus chirridos, su parloteo, me vino a la mente un pensamiento.

Era un pensamiento nuevo, adecuado a la conversación que había mantenido.

Yo había estado buscando todo el tiempo señales de la llegada de las lluvias, ¿no era así? Había estado mirando el cielo y los árboles lejanos, y sentido el viento, el escalofrío del viento, esperando recibir un roce húmedo en mi rostro.

Pero tal vez estaba buscando señales de algo muy distinto. Algo que en efecto se aproximaba. Tenía que ser así. Aquí, a mi alrededor, estaban las señales de su proximidad. Era un crecimiento, una presión, una sucesión de señales de algo inevitable —algo parecido a la lluvia por la que habíamos rezado, pero mucho más vasto y situado más allá de la lluvia—, y ese algo se apoderaría de décadas de mi vida, sí, de años contados en fiestas y lunas nuevas, y también en horas y minutos —incluso en cada uno de los segundos que me quedaban por vivir—, y los utilizaría.

12

La mañana siguiente, la vieja Bruria y tía Esther intentaron dejar un recado a Abigail, pero no obtuvieron respuesta.

Cuando volvimos de la ciudad la noche anterior, Ana la Muda había venido a visitarnos. Fue a sentarse, desolada, pequeña y temblorosa, al lado de José, que posaba su mano sobre la cabeza inclinada de ella. Parecía una vieja consumida bajo su manto de lana.

—¿Qué le pasa ahora? —preguntó Santiago.

—Dice que Abigail se está muriendo —dijo mi madre.

—Tráeme agua para lavarme las manos —pedí—. Necesito tinta y pergamino.

Me senté e hice servir como escritorio un tablero colocado sobre mis rodillas. Tomé la pluma, y me di cuenta de lo difícil que me resultaba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que escribí algo, y los callos de mis dedos eran gruesos, y mi mano, torpe e insegura.

Insegura. Ah, qué descubrimiento.

Mojé la pluma y garabateé las palabras sencillamente y con prisa, en la letra más pequeña que pude. «Come y bebe ahora, porque yo te pido que lo hagas. Levántate y bebe toda el agua que puedas, porque yo te lo pido. Come tanto como puedas. Estoy haciendo todo lo posible para protegerte, tú haz eso por mí y por los que te quieren. Personas que te quieren han enviado cartas a otras personas que también te quieren. Muy pronto estarás fuera de aquí. No digas nada a tu padre. Haz como te digo.»

Le di el pergamino a Ana la Muda. Hice gestos mientras hablaba.

—De mi parte para Abigail. De mí. Dáselo a ella.

Negó con la cabeza. Estaba aterrorizada.

Hice el gesto ominoso de un Shemayah enfurecido. Luego señalé mis ojos. Dije:

—No podrá leerlo. ¿Ves? La letra es demasiado pequeña. Dáselo a Abigail.

Se puso en pie y salió a la carrera.

Pasaron las horas. Ana la Muda no volvía.

Pero unos gritos en la calle nos sacaron de nuestra duermevela. Corrimos y supimos la noticia que las hogueras de señales acababan de comunicar: paz en Cesárea.

Poncio Pilatos había dado la orden a Jerusalén de retirar los estandartes ofensivos de la Ciudad Santa.

Muy pronto la calle se iluminó como en la noche en que la gente se puso en marcha. Todos bebían, bailaban y se estrechaban las manos. Pero nadie conocía aún los detalles, y nadie esperaba a conocerlos. Las hogueras habían transmitido la noticia de que los hombres regresaban a sus casas en todo el país.

No había señales de vida en la casa de Shemayah, ni siquiera el resplandor de una lámpara debajo de la puerta o en la rendija de alguna ventana.

Mis tías aprovecharon la excusa del motivo festivo para llamar a la puerta. En vano.

—Ruego por que Ana la Muda duerma al lado de ella —dijo mi madre.

El rabino nos llamó a la sinagoga para dar gracias por la paz.

Pero nadie estuvo del todo tranquilo hasta la tarde siguiente, cuando Jasón y varios de sus compañeros, que habían alquilado monturas para el viaje, llegaron a Nazaret.

Bajamos los bultos, dimos de comer a los animales y fuimos a la sinagoga a rezar y escuchar el relato de lo que había ocurrido.

Como en la ocasión anterior, la multitud no cabía en el edificio. La gente encendía antorchas y luminarias en las calles. Algunos llevaban sus propias lámparas, con una mano como pantalla para proteger la llama temblorosa. El cielo se oscurecía rápidamente.

Vi a Jasón, que hablaba con su tío muy excitado, gesticulando. Pero todos le rogaron que parara y esperara a contar lo sucedido a todo el pueblo.

Finalmente, los bancos fueron arrastrados fuera de la sinagoga para colocarlos en la ladera, y muy pronto unos mil quinientos hombres y mujeres se habían instalado al aire libre, y una antorcha encendía la otra mientras Jasón y sus compañeros se abrían paso hasta el lugar de honor.

No vi a Ana la Muda en ninguna parte. Por supuesto Shemayah no estaba, y tampoco Abigail. Pero en aquel momento era difícil encontrar a nadie.

La gente se abrazaba y daba palmas, se besaba, bailaba. Los niños vivían un paroxismo de alegría. Y Santiago lloraba. Mis hermanos habían traído a José y Alfeo, caminando muy despacio. Algunos otros ancianos también se retrasaban.

Jasón esperó. Estaba de pie en el banco, abrazado a un compañero, y sólo entonces, cuando las antorchas se encendieron y los iluminaron con toda claridad, me di cuenta de que el compañero era el nieto de Hananel, Rubén.

Mi madre lo reconoció en el mismo instante, y la noticia corrió en un susurro entre nosotros, que nos habíamos sentado muy apiñados.

Yo no les había contado lo que me dijo Hananel. Ni siquiera había preguntado al rabino por qué no me avisó de que el nieto de Hananel había pretendido en tiempos a Abigail.

Pero todos sabían que el abuelo había llorado durante dos años al nieto que se había marchado a tierras lejanas, y pronto en todas partes se murmuraba el nombre de «Rubén bar Daniel bar Hananel».

Era un joven elegante, bien vestido con ropajes de lino como Jasón, con la misma barba recortada y cabellos perfumados con óleos, y aunque los dos estaban sucios de polvo después de la larga cabalgata, a ninguno parecía importarle.

Finalmente, todo el pueblo les pidió que contaran lo sucedido.

—Seis días —empezó Jasón, y mostró los dedos para que pudiéramos contarlos—. Seis días estuvimos delante del palacio del gobernador, y le exigimos que quitara sus imágenes desvergonzadas y blasfemas de nuestra Ciudad Santa.

Se alzaron muchas exclamaciones de aprobación y entusiasmo.

—«Oh, pero eso sería un insulto a nuestro gran Tiberio», nos dijo ese hombre—continuó Jasón—. Y nosotros a él: «Siempre ha respetado nuestras leyes en el pasado.» Y entended que día a día nos mantuvimos firmes, mientras más y más hombres y mujeres llegaban a engrosar nuestras filas. ¡Cesárea estaba desbordada! Del palacio del gobernador entraban y salían las personas que presentaban nuestras peticiones, y tan pronto como eran despedidos volvían y las presentaban de nuevo, hasta que por fin ese hombre se hartó.

»Y todo el rato iban llegando más soldados, soldados que montaban guardia en cada puerta y a lo largo de los muros que rodeaban el lugar, delante de la sede del tribunal.

La multitud emitió un fuerte rugido, pero Jasón pidió silencio con un gesto y continuó:

—Por fin, sentado delante de la gran multitud reunida, declaró que las imágenes no serían retiradas. ¡Y dio la señal para que los soldados empuñaran sus armas contra nosotros! Salieron a relucir las espadas. Las dagas se alzaron. Nos vimos enteramente rodeados por sus hombres, y nos preparamos para la muerte... —Se detuvo.

Y cuando el público empezó a murmurar y gritar, y finalmente a rugir, de nuevo reclamó silencio con un gesto y concluyó su relato:

—¿Acaso no recordábamos el consejo que nos habían dado nuestros ancianos? ¿Necesitábamos que nos dijeran que somos un pueblo pacífico? ¿Necesitábamos que nos advirtieran que los soldados romanos muy pronto tendrían nuestras vidas a su merced, no importa cuántos nos manifestáramos?

Los gritos llegaron de todos los rincones.

—Nos dejamos caer al suelo —prosiguió Jasón—. ¡Al suelo, e inclinamos las cabezas y ofrecimos nuestros cuellos a sus espadas, todos nosotros! Cientos de personas hicimos lo mismo, os digo. Miles. Ofrecimos nuestros cuellos todos a la vez, sin temor y en silencio, y quienes habían subido a hablar con el gobernador dijeron que él ya lo sabía. Moriríamos sin contemplaciones, ¡todos nosotros, arrodillados allí, delante de un solo hombre!, antes que ver nuestras leyes quebrantadas, nuestras costumbres abolidas.

Jasón se cruzó de brazos y paseó su mirada de derecha a izquierda, mientras los gritos crecían e iban convirtiéndose en un gran himno de júbilo. Señalando y sonriente, saludó a los niños pequeños que gritaban delante del banco. Y Rubén estaba en pie a su lado, tan desbordante de felicidad como él mismo.

Mi tío Cleofás lloraba, y también Santiago. Todos los hombres lloraban.

—¿Y qué hizo el gran gobernador romano ante ese espectáculo? —exclamó Jasón—. Ante la visión de tantas personas dispuestas a dar la vida para proteger nuestras leyes más sagradas, ese hombre se puso en pie y ordenó a sus soldados que apartaran las armas dirigidas contra nuestras gargantas, los aceros que relucían al sol delante de él. « ¡No han de morir!», declaró. « ¡No, por piedad! No derramaré su sangre, ¡ni una gota siquiera! Dad la señal. ¡Los soldados retirarán nuestros estandartes de los muros de su ciudad santa!»

El aire se llenó de gritos de acción de gracias, jaculatorias y aclamaciones. La gente caía de rodillas sobre la hierba. El alboroto era tan grande que no habría sido posible escuchar a Jasón o Rubén de haber querido decir algo más.

Los puños se alzaron en el aire, la gente bailaba de nuevo y las mujeres gimoteaban, como si sólo ahora pudieran arrodillarse en la hierba para expulsar el miedo que había anidado en sus corazones, abrazadas las unas a las otras.

El rabino, de pie en la tribuna junto a Jasón, inclinó la cabeza y empezó a recitar las oraciones, pero no podíamos oírle. La gente cantaba salmos de acción de gracias. Fragmentos de melodías y rezos flotaban en el aire y se mezclaban a nuestro alrededor.

María la Menor sollozaba en brazos de mi tío Cleofás, su padrastro, y Santiago estaba abrazado a su esposa y la besaba en la frente mientras las lágrimas bañaban su rostro. Yo me llevé conmigo a Isaac el Menor, Yaqim y todos los niños de Abigail, que ahora estaban con nosotros, lo que me dio la certeza de que Ana la Muda y Abigail no habían venido a la asamblea, no, ni siquiera para un acontecimiento así.

Todos intercambiábamos besos. Las botas de vino circulaban. Algunos se lanzaban a largos discursos acerca de lo que parecía que iba a ser aquello y cómo había resultado al final, y Jasón y Rubén se abrían paso entre la muchedumbre que les paraba a cada momento para pedirles más detalles, a pesar de que los dos parecían completamente agotados y en trance de caer al suelo si el gentío les daba ocasión para ello.

José tomó mi mano y la de Santiago. Nuestros hermanos y sus esposas formaron un círculo, y los niños pequeños se colocaron en el centro. Mi madre había pasado los brazos por mis hombros y apoyaba la cabeza en mi espalda.

—Señor, no son sacrificios ni ofrendas lo que Tú deseas —recitó José—, sino que nos has dado oídos abiertos a la obediencia. No nos has exigido que quememos víctimas. Por eso digo: «Aquí estoy, tus mandamientos están escritos sobre pergaminos. Cumplir tu voluntad es mi vida, Señor, tu Ley está grabada en mi corazón. Yo he anunciado tus maravillas ante una gran asamblea...»

Nos costó largo rato hacer el camino de vuelta a casa.

La calle estaba llena de gente que celebraba el acontecimiento, y seguían llegando personas que habían alquilado caballerías para el viaje de regreso de Cesárea, y se oían los gritos agudos inconfundibles de los familiares que volvían a reunirse.

De pronto Jasón, con la cara radiante y oliendo a vino, entró a visitarnos. Puso la mano en el hombro de Santiago.

—Tus chicos están bien, de verdad, y han estado con nosotros en todo momento, los dos, Menahim y Shabi, y te digo que todos los de tu casa se han mantenido firmes. De Silas y Leví por supuesto lo esperaba, quién no, pero te digo que el pequeño Shabi y Cleofás el Menor, y todos...

Y siguió hablando mientras besaba a Santiago y luego a mis tíos, así como las manos que alzó José para bendecirle.

Estábamos en la puerta del patio cuando entró a saludarnos Rubén de Cana e intentó despedirse entonces de Jasón, pero Jasón protestó. La bota de vino pasó del uno al otro, y después nos la ofrecieron. Yo la rechacé.

—¿Por qué no te sientes feliz? —me preguntó Jasón.

—Somos felices, todos nos sentimos felices —dije—. Rubén, han pasado muchos años. Entra a refrescarte.

—No; se viene a casa conmigo —dijo Jasón—. Mi tío no quiere oír hablar de que se aloje en otro lugar que no sea nuestra casa. Rubén, ¿qué te ocurre?, no puedes ponerte ahora en marcha hacia Cana.

—Pero tengo que hacerlo, Jasón, tú sabes muy bien que es así—dijo Rubén. Nos miró a todos para despedirse, e hizo una ligera inclinación—. Mi abuelo no me ha visto en dos años —adujo.

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