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Authors: Anne Rice

Camino A Caná (7 page)

—¿Y si ese informe nunca llega a las manos del emperador? ¿Quién nos asegura que ese Sejano, que desprecia a nuestra raza y siempre la ha despreciado, no interceptará al mensajero y destruirá el informe?

Los gritos de apoyo se hicieron más fuertes.

Menahim, el hijo mayor de Santiago, se puso en pie.

—Yo digo que marchemos sobre Cesárea, que vayamos todos como un solo hombre a exigir que el gobernador retire los estandartes de la ciudad.

Los ojos de Jasón brillaron, y atrajo hacia él a Menahim.

—¡Te prohíbo que vayas! —gritó Santiago, y otros hombres de su edad lo imitaron con la misma vehemencia, en un intento por detener a los jóvenes, que parecían a punto de echar a correr fuera de la asamblea.

Mi tío Cleofás se puso en pie y rugió:

—¡Silencio, chusma insensata!

Subió a la tribuna de los ancianos.

—¿Qué sabéis vosotros? —dijo, y señaló con el dedo a Menahim, Shabi, Jasón y muchos otros, volviéndose a un lado y otro—. Decidme qué sabéis de las legiones romanas que han entrado en esta tierra desde Siria. ¿Qué habéis visto de ellas en vuestras pequeñas vidas miserables? ¡Niños de cabeza caliente!

—Fulminó a Jasón con la mirada.

Luego saltó encima del banco, sin buscar siquiera una mano para ayudarse, y empujó a Jasón a un lado, casi haciéndolo caer.

Cleofás no era uno de los ancianos. No era tan viejo como el anciano más joven, que era precisamente su cuñado José. Cleofás tenía una cabeza poblada de cabello gris que enmarcaba sus facciones vigorosas, y una voz potente con el timbre de la juventud y la autoridad de un maestro.

—Respóndeme —pidió Cleofás—. ¿Cuántas veces, Menahim hijo de Santiago, has visto soldados romanos en Galilea? Bueno, ¿quién los ha visto? ¿Tú, tú... tú?

—Díselo —declaró el rabino a Cleofás—, porque ellos no lo saben. Y los que sí lo saben, al parecer no pueden recordarlo.

Los hombres más jóvenes estaban furiosos y gritaban que ellos sabían muy bien lo que querían y qué era necesario hacer, e intentaban superar a los otros a base de gritos más potentes.

La voz de Cleofás resonó más alta de lo que nunca le había oído. Dio a todos una muestra de la oratoria que nosotros estábamos acostumbrados a oír bajo nuestro propio techo.

—No estaréis pensando que Sejano, al que tanto detestáis —declamó—, no hará nada para detener los disturbios en Judea, ¿verdad? Ese hombre no quiere disturbios. Quiere el poder, y lo quiere en Roma, y no quiere que nadie rechiste en el oriente del Imperio. Yo os digo que le dejéis alcanzar su poder. Hace mucho que los judíos han regresado a Roma. Los judíos viven en paz en todas las ciudades del mundo, desde Roma hasta Babilonia. ¿Y sabéis cómo se ha forjado esa paz, vosotros que correríais a chocar de frente con la guardia romana en Cesárea?

—Sabemos que somos judíos, eso es lo que sabemos —declaró Menahim. Santiago quiso pegarle, pero lo sujetaron.

En el otro lado del templo, mi madre cerró los ojos e inclinó la cabeza. Abigail tenía los ojos abiertos de par en par y miraba a Jasón, que se había cruzado de brazos como si él fuera el juez de aquel pleito, y observaba con frialdad al pequeño grupo de ancianos.

—¿Qué historia vas a contarnos? —preguntó Jasón a Cleofás, colocados los dos lado a lado en el banco—. ¿Vas a decirnos que hemos disfrutado de décadas de paz bajo Augusto? Lo sabemos. ¿Que hemos tenido paz con Tiberio? Lo sabemos. ¿Que los romanos toleran nuestras leyes? Lo sabemos. Pero también sabemos que los estandartes, los estandartes con la figura de Tiberio, están en la Ciudad Santa desde esta mañana. Y sabemos que el Sumo Sacerdote José Caifás no los ha hecho retirar. Y tampoco Herodes Antipas. ¿Por qué? ¿Por qué no han sido retirados? Yo os diré por qué: la fuerza es la única voz que el nuevo gobernador Poncio Pilatos comprenderá. Ha sido enviado aquí por un hombre brutal, ¿y quién de nosotros no sabía que una cosa así podía ocurrir?

Los gritos se hicieron ensordecedores. El edificio resonaba como un enorme tambor. Incluso las mujeres estaban inflamadas. Abigail, acurrucada junto a mi madre, miraba a Jasón con admiración. Incluso Ana la Muda, con los ojos velados aún por la pena, lo contemplaba vagamente fascinada.

—¡Silencio! —exigió Cleofás. Rugió la orden por segunda vez y empezó a golpear el banco hasta que las voces cesaron—. Las cosas no son como tú dices, pero ¿quiénes somos nosotros, simples mortales? Nosotros no somos criaturas brutales.

—Se golpeó el pecho con ambas manos—. ¡La fuerza no es nuestro lenguaje! Puede que sea el lenguaje de ese gobernador loco y sus secuaces, pero nosotros hablamos una lengua distinta y siempre lo hemos hecho. Si no sabéis que las legiones pueden caer sobre nosotros desde Siria y llenar esta tierra de cruces en tan sólo un mes, no sabéis nada. Mirad a vuestros padres. ¡Mirad a vuestros abuelos! ¿Sois vosotros más celosos seguidores de la Ley que ellos?

Señaló aquí y allá. Señaló a Santiago. Me señaló a mí. Señaló a José.

—Recordad el año en que Herodes Arquelao fue depuesto —prosiguió—. Diez años gobernó ese hombre, y después fue destituido. ¿Y qué ocurrió en esta tierra cuando el emperador, en defensa de todos nosotros, tomó esa decisión? Os voy a decir lo que ocurrió: en las montañas se levantaron Judas el Galileo y su cómplice fariseo, e infestaron el país, en Judea y Galilea y Samaría, de muertes, incendios, saqueos y revueltas. Y nosotros, que habíamos visto antes una carnicería tras la muerte de Herodes el Grande, volvimos a verla, oleada tras oleada. Como en el incendio de una pradera, las llamas despiden al aire la hierba muerta en forma de cenizas. Y vinieron los romanos como siempre hacen, y se levantaron cruces, y recorrer los caminos era pasar entre los gritos y los gemidos de los moribundos.

Silencio. Incluso Jasón lo miraba en silencio.

—¿Queréis que vengan ahora otra vez? —preguntó Cleofás—. No queréis. Os quedaréis donde estáis, en este pueblo, aquí en Nazaret, y dejaréis que el Sumo Sacerdote escriba al César y le exponga esta blasfemia. Dejaréis que los mensajeros se hagan a la vela, como sin duda van a hacer. Y esperaréis su decisión.

Por un momento, la discusión pareció zanjada. Hasta que se alzó un grito en el umbral:

—¡Pero todo el mundo va allí! ¡Todos están yendo a Cesárea!

Al punto se oyeron protestas y declaraciones inflamadas.

Jasón sacudió la cabeza. Los ancianos se levantaron y los hombres buscaron a sus hijos.

Menahim se soltó del brazo de Santiago, desafiante, y éste enrojeció de ira.

—¡Los hombres ya están en camino! —gritó otra voz desde atrás—. ¡Una multitud se está dirigiendo hacia allí desde Jerusalén!

Jasón gritó por encima del tumulto:

—¡Eso es verdad! —dijo—. Los hombres no van a tolerar cruzados de brazos esa insolencia, esa blasfemia. Si José Caifás cree que vamos a tolerarlo para mantener la paz, ¡está muy equivocado! ¡Yo digo que vayamos a Cesárea, con nuestros vecinos!

Los gritos se hicieron más y más fuertes, pero él no había terminado.

—Digo que vayamos, pero no a armar disturbios, ¡no! Eso sería una locura. Cleofás tiene razón. No iremos a luchar, sino a presentarnos ante ese hombre, ese arrogante, para decirle que ha quebrantado nuestras leyes, ¡y que no nos marcharemos hasta que nos dé satisfacción!

Pandemónium. No quedó ningún hombre joven sentado en el suelo; todos se levantaron, algunos saltaban excitados como niños, y agitaban los puños con furia y daban brincos aquí y allá. La mayoría de las mujeres también se levantaron. Y otras tenían que levantarse para poder ver algo por encima de las demás. Los bancos de un extremo de la sala retumbaban con el baile de pies.

Menahim e Isaac se abrieron paso hasta colocarse junto a Jasón y formar un frente con él, mirando ceñudos a su tío. Menahim se agarró al manto de Jasón. Todos los jóvenes forcejeaban para acercarse a Jasón.

Santiago sujetó por el brazo a Menahim y, antes de que su hijo pudiera soltarse, Santiago le golpeó con el revés de la mano; pero Menahim se mantuvo firme.

—¡Parad esto ahora, todos vosotros! —gritó Santiago, en vano.

José resopló.

—¡Iréis a Cesárea y los romanos os recibirán con sus espadas! —gritó Cleofás—. ¿Creéis que les importará que llevéis dagas o rejas de arado?

El rabino repitió sus palabras. Los ancianos intentaban dar su opinión, pero era inútil con el griterío apasionado de los jóvenes.

Menahim saltó al banco junto a Jasón, y Cleofás perdió el equilibrio y cayó. Yo le ayudé a incorporarse.

—¡Vamos! —gritó Jasón—. Nos presentaremos delante de Poncio Pilatos en un número tan grande como no puede ni imaginar. ¿Es que Nazaret va a convertirse en sinónimo de cobardía? ¿Quién es el judío que no vendrá con nosotros?

Una nueva oleada de ruido recorrió el recinto, las paredes retemblaron, y por primera vez oí gritos en el exterior de la sinagoga. Fuera había gente que golpeaba las paredes. La noche estaba llena de gritos; podía oírlos a nuestras espaldas.

De pronto, la multitud que taponaba la puerta se apartó, empujada por un grupo de hombres vestidos para ir de viaje, con botas de vino colgadas del hombro. Yo conocía a dos de Cana, y a uno de Séforis.

—Esta noche nos vamos a Cesárea —anunció uno de ellos—. ¡Vamos a plantarnos delante del palacio del gobernador y allí nos quedaremos hasta que retire los estandartes!

José me indicó que le ayudara y se apoyó en Cleofás. Entre los dos conseguimos subirlo al banco. Menahim se apartó para dejarle sitio, e incluso Jasón se hizo a un lado.

José estuvo unos instantes en silencio, observando a la multitud enloquecida. Levantó las manos. El estruendo crecía como una ola dispuesta a arrasarlo todo, pero poco a poco empezó a amainar, y por fin, a la vista de aquel hombre de pelo blanco que no decía nada y sólo alzaba ambos brazos como si quisiera separar las aguas del mar Rojo, se hizo el silencio.

—Muy bien pues, hijos míos —dijo. Incluso los más leves murmullos se extinguieron—. Tenéis que aprender por vosotros mismos lo que nosotros sabemos tan bien, nosotros que vimos a Judas el Galileo y a sus hombres campar por estas colinas, y vimos en más de una ocasión entrar en esta tierra a las legiones romanas para restablecer el orden. Sí, sí. Muy bien pues. Aprenderéis por vosotros mismos lo que no queréis aprender de nosotros.

Santiago empezó a protestar. Agarró con fuerza a Isaac, que trataba de zafarse.

—No, hijo mío —dijo José a Santiago—. No pongas más tentaciones ante ellos. Si les prohíbes esto, lo harán de todos modos.

Estas palabras provocaron un aplauso de respeto en toda la sala. Hubo un murmullo y después un rugido aprobador.

José siguió hablando, con los brazos aún levantados.

—Mostrad al gobernador vuestro fervor, sí. Jasón, muéstrale tu elocuencia si lo deseas, sí. Pero marchad y hablad en son de paz, ¿me oís? Os digo que una vez las relucientes espadas de los romanos hayan salido de sus vainas, os cortarán en pedazos. Y un ejército romano se abrirá paso directamente hasta este pueblo.

Jasón se giró hacia él y le apretó la mano derecha como si los dos estuvieran sellando un acuerdo.

—¡Como que existe el Señor —exclamó Jasón—, tendrán que retirar esos estandartes o beber nuestra sangre! Tendrán que elegir.

Un clamor de aprobación le respondió.

Jasón bajó de un salto del banco y avanzó empujando a los que se encontraban en su camino, y muy pronto toda la asamblea se apretujaba en dirección a la puerta para seguirlo a la calle.

Los bancos resonaban con los golpes y los niños lloraban.

Cansado, el rabino se sentó e inclinó la cabeza sobre mi hombro. Mis sobrinos Shabi e Isaac escaparon de las manos de Santiago y se abrieron paso entre el gentío para alcanzar a su hermano Menahim.

Creí que Santiago iba a volverse loco.

Jasón se volvió en el umbral y su cabeza asomó por encima del mar embravecido de quienes le rodeaban. Miró atrás mientras todos pasaban a su lado.

—¿Y tú no vas a venir con nosotros, precisamente tú? —preguntó, y me señaló con el dedo extendido.

—No —dije. Sacudí la cabeza y aparté la mirada.

Mi respuesta no se percibió en el tumulto, pero el gesto sí. El se fue, y todos los jóvenes lo siguieron.

La calle estaba tan llena de antorchas, que aquélla podía haber sido la noche del éxodo de Egipto. Los hombres reían y voceaban mientras entraban en sus casas para recoger sus ropas de lana gruesa y sus botas de vino para el viaje.

Santiago agarró a su hijo menor Isaac, y cuando éste, un niño de no más de diez años, intentó zafarse, de pronto Abigail lo sujetó y le preguntó furiosa:

—¡Cómo! ¿Vas a dejarme sola aquí? ¿Crees que nadie debe quedarse a defender el pueblo?

Lo sujetaba de un modo como su padre nunca podría hacer, porque a ella Isaac no le oponía resistencia. Y reunió a su alrededor a los demás niños pequeños, a todos los que pudo ver.

—Ven aquí, Yaqim, y tú también, Leví el Menor. ¡Y tú, Benjamín!

Ana la Muda iba recogiendo a los que llamaba.

Por supuesto, otras mujeres jóvenes o ancianas estaban haciendo lo mismo, y cada cual apartaba de la marcha a todos los que podía atrapar.

Y llegaron al pueblo más hombres de los alrededores, braceros, hombres de las aldeas próximas y lejanas a los que todo el mundo conocía, y finalmente vi también incluso soldados, soldados de Herodes en Séforis.

—¿Estás con nosotros? —me gritó alguien.

Me tapé los oídos y entré en la casa.

Abigail tiró de Isaac para hacerlo entrar con ella. Santiago estaba demasiado furioso para mirarle. Menahim y Shabi ya salían preparados para el viaje cuando entramos nosotros, y Menahim miró a Santiago como si fuera a echarse a llorar, pero luego dijo « ¡Padre, tengo que ir!», y se marchó mientras Santiago volvía la espalda y hundía la barbilla en el pecho.

Isaac el Menor empezó a llorar.

—Son mis hermanos, tengo que ir con ellos, Abigail.

—No irás —repuso ella, y abrazó a los pequeños que había reunido, seis o siete en total—. Os digo que tenéis que quedaros todos conmigo.

Mi madre ayudó a José a sentarse junto al fuego.

—¿Cómo puede empezar lo mismo otra vez? —preguntó Cleofás—. ¿Y dónde está Silas?

—Miró alrededor, presa de un pánico repentino—. ¿Dónde están mis hijos? —rugió.

—Se han ido —dijo Abigail—. Entraron en la asamblea preparados ya para marcharse.

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