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Authors: Anne Rice

Camino A Caná (3 page)

—Se acabó —dijo Santiago—. Pues qué, ¿vamos a celebrar el juicio ahora cuando no lo hemos hecho antes? Se acabó.

—Tienes razón —asintió el rabino—. Pero ¿irás a ver a la madre y el padre, y les dirás algo de mi parte? Si voy yo, lloraré largamente y me pondré furioso. Si va Jasón, dirá cosas raras.

Jasón río sin alegría.

—Cosas raras. ¿Que esta aldea no es más que un miserable montón de polvo? Sí, diría cosas así.

—Tú no tienes por qué vivir aquí, Jasón —dijo Santiago—. Nadie ha dicho nunca que en Nazaret hiciera falta un filósofo griego. Vuelve a Alejandría, o a Atenas o Roma, o a donde sea que vas siempre. ¿Necesitamos nosotros tus pensamientos? Nunca nos han hecho falta.

—Santiago, sé paciente —aconsejó José.

El rabino se dirigió a José, como si no hubiera oído la discusión.

—Ve a verles, José, tú y Yeshua, vosotros siempre decís las palabras justas. Yeshua puede consolar a cualquiera. Explicad a Nahom que su hijo era simplemente un niño, y el Huérfano, ¡ah, el pobre Huérfano!

Estábamos ya despidiéndonos cuando Jasón se acercó y me miró con atención. Yo levanté la vista.

—Cuida de que los hombres no digan las mismas cosas de ti, Yeshua —dijo.

—¿Qué estás diciendo? —exclamó el rabino, y se levantó precipitadamente de su asiento.

—No tiene importancia —dijo José en voz baja—. No es nada, sólo el dolor de Jasón por cosas que uno no alcanza a comprender.

—¿Cómo, no sabéis que andan diciendo cosas raras sobre Yeshua? —dijo Jasón, con la vista clavada en José, y luego en mí—. ¿Sabes cómo te llaman, mi mudo e impasible amigo? —me dijo—. Te llaman Yeshua Sin Pecado.

Me reí, girándome para que no pareciera que me estaba riendo en su cara. Pero lo cierto es que me reí en su cara. Siguió hablando, pero no le escuché. Observé sus manos. Tiene manos finas y hermosas. Y a menudo, cuando recita un largo párrafo o un poema, yo me limito a observar sus manos. Me hacen pensar en pájaros.

El rabino se puso de pronto a tironear la túnica de Jasón, y levantó la mano derecha como si fuera a abofetearlo. Pero luego se dejó caer de nuevo en su silla, y Jasón enrojeció. Ahora lamentaba lo que había dicho, lo lamentaba con desesperación.

—Bueno, la gente habla, ¿no es cierto? —dijo Jasón, mirándome—. ¿Dónde está tu esposa, Yeshua, dónde están tus hijos?

—No voy a quedarme aquí escuchando estas cosas ni un momento más —saltó Santiago. Me agarró del brazo y tiró de mí hacia la calle—. No hables de esa forma a mi hermano —dijo a Jasón—. Todo el mundo sabe lo que te reconcome. ¿Crees que somos tontos? No puedes estar a su altura, ¿es eso? Abigail te ha rechazado. Su padre incluso se burló de ti.

José empujó a Santiago por delante de mí, hasta llevarlo fuera de la habitación.

—Ya basta, hijo. ¿Siempre has de meterte con él?

Cleofás hizo un gesto de asentimiento.

El rabino se dejó caer en su silla y bajó la cabeza entre sus pergaminos.

José se inclinó y susurró algo al rabino. Oí el tono conciliador, pero no las palabras. Mientras tanto, Jasón miraba furioso a Santiago, como si éste fuera ahora su enemigo, y Santiago sonreía despectivo a Jasón.

—¿No tienes bastantes enemigos en el pueblo? —le preguntó Cleofás, en tono tranquilo—. ¿Por qué siempre juegas a Satanás? ¿Tienes que juzgar a mi sobrino Yeshua porque Yitra y el Huérfano no tuvieron juicio?

—A veces —dijo Jasón—, creo que he nacido para expresar lo que los demás no se atreven a decir. He prevenido a Yeshua, eso es todo. —Su voz disminuyó hasta convertirse en un susurro—. ¿No está su propia parienta esperando su decisión?

—¡Eso no es cierto! —declaró Santiago—. ¡Eso viene de la idiotez febril de una mente envidiosa! Te rechazó a ti porque estás loco, ¿y por qué ha de casarse una mujer con el viento, si no está obligada a hacerlo?

De pronto todos empezaron a hablar a la vez, Jasón, Santiago, Cleofás, e incluso José y el rabino.

Salí a la calle. El cielo estaba azul, y el pueblo vacío. Nadie deseaba salir a contar lo que había sucedido. Me alejé un poco, pero seguí oyéndoles.

—Ve a escribir una carta a tus amigos epicúreos de Roma —dijo Santiago con voz dura—. Cuéntales los sucesos escandalosos del miserable villorrio en que estás condenado a vivir. Compón una sátira, ¿por qué no?

Salió a buscarme.

Jasón venía detrás de él, adelantándose a los ancianos, que le seguían.

—Te diré algo respecto a eso —dijo Jasón, furioso—: si escribo alguna cosa de valor, sólo hay un hombre en este lugar capaz de comprenderlo, y ese hombre es tu hermano Yeshua.

—Jasón, Jasón... —tercié—. Vamos, ¿a qué viene todo esto?

—Bueno, si no es por una cosa es por otra —dijo Santiago—. No hables con él. No le mires. En un día como

éste, él tiene tema para empezar una discusión. Estamos pasando un invierno duro, sin lluvia, y Poncio Pilatos amenaza con llevar sus estandartes a la Ciudad Santa. Pero él va y se pone a discutir por esto.

—¿Crees que son una broma? —estalló Jasón—. ¿Esos estandartes? Te digo que esos soldados se dirigen en este momento a Jerusalén y que colocarán sus insignias en el mismo Templo, si les apetece. Así están las cosas.

—Para, eso no lo sabemos —dijo José—. Estamos esperando noticias de Poncio Pilatos igual que esperamos la lluvia. Acabad con esta disputa, los dos.

—Vuelve con tu tío —dijo Santiago—. ¿Por qué nos sigues y nos molestas? Nadie más en Nazaret quiere hablar contigo. Vuelve. Tu tío te necesita ahora. ¿No hay páginas que escribir, para informar de estos odiosos sucesos a alguien? ¿O es que éste es un país sin ley, como si fuéramos bandidos de las montañas? ¿Qué, podemos tirarlos a una fosa y que nadie se entere de cómo han muerto? Vuelve y haz tu trabajo.

José dirigió a Santiago una mirada severa que le hizo callar, y lo envió por delante, con la cabeza gacha.

Seguimos nuestro camino, pero Jasón venía aún detrás de nosotros.

—No te deseo ningún mal, Yeshua —dijo.

Su tono confidencial enfureció a Santiago, que dio media vuelta, pero José le detuvo.

—No te deseo ningún mal —repitió Jasón—. Este lugar está maldito. La lluvia nunca llegará. Los campos se están secando. Los huertos se marchitan. Las flores mueren.

—Jasón, amigo —dije—, tarde o temprano la lluvia siempre llega.

—¿Y si no llega nunca? ¿Qué ocurre si los cielos nos han cerrado sus compuertas con toda la razón?

De su boca estaba a punto de brotar un torrente de palabras, pero lo detuve levantando la mano.

—Ven después, hablaremos delante de un vaso de vino —dije—. Ahora he de ir a consolar a esa familia.

Dio media vuelta y se dirigió despacio a la puerta de su tío. De pronto se volvió hacia mí.

—Yeshua, perdóname —dijo desde lejos.

Lo dijo en voz lo bastante alta para que todo el mundo lo oyera.

—Jasón —dije—, estás perdonado.

4

La madre de Yitra había puesto a toda la familia a empaquetarlo todo. Los burros estaban ya cargados. Las dos pequeñas enrollaban la alfombra, cuidando de quitarle el polvo del suelo; la alfombra fina que tal vez ha sido su posesión más valiosa.

Cuando la madre de Yitra vio a José, se puso en pie y corrió a sus brazos. Pero temblaba y tenía secos los ojos, y se limitó a colgarse de él como si huyera de una inundación.

—El viaje a Judea es seguro —dijo José—. Incluso os hará bien, y cuando caiga la noche las pequeñas estarán lejos de las murmuraciones y las miradas de refilón de este lugar. Sabemos dónde descansa Yitra. Iremos a visitarlo.

Ella le miró como si no encontrara sentido a sus palabras.

Luego apareció Nahom, el padre, con dos de sus braceros. Nos dimos cuenta de que los dos hombres habían convencido a Nahom de que volviera a su casa, y él se dejó caer contra la pared, con los ojos en blanco.

—No te preocupes más por esas criaturas —le dijo José—. Han huido. Saben que han hecho mal. Deja que el

Cielo se apiade de ellos. Ahora marchad a Judea, y sacude el polvo de este lugar de tus sandalias.

Uno de los braceros, un hombre de expresión amable, se adelantó y asintió al tiempo que pasaba sus brazos por los hombros de José y Nahom.

—Shemayah comprará tus tierras y te dará un buen precio —dijo—. Yo las compraría si pudiera. Vete. José tiene razón, las criaturas que acusaron a los chicos están ya muy lejos. Probablemente irán en busca de los bandidos de las montañas. Allí es donde suelen ir a parar los desechos. ¿Qué podrías hacerles, de todos modos? ¿Puedes matar a todos los hombres de este pueblo?

La madre de Yitra cerró los ojos y agachó la cabeza. Creí que se iba a desmayar, pero no fue así.

José les abrazó más estrechamente.

—Tenéis a estas pequeñas, ahora. ¿Qué les ocurrirá si no afrontáis esta situación? —los animó José—. Ahora escuchadme, quiero deciros... quiero deciros...

Vaciló. Tenía los ojos anegados en lágrimas. No encontraba las palabras.

Me acerqué y coloqué mis manos sobre los dos, y ellos me miraron de pronto como niños asustados.

—No ha habido juicio, como sabéis —dije—. Eso quiere decir que nadie sabrá nunca lo que hizo Yitra o lo que dejó de hacer el Huérfano, o cómo fue o cuándo, o si nunca ocurrió nada. Nadie lo sabrá. Nadie puede saberlo. Ni siquiera los niños que les acusaron. Sólo el Cielo lo sabe. Ahora no debéis juzgar a los dos chicos en vuestro corazón. No pudo celebrarse un juicio, y eso significa que nadie podrá nunca juzgarles. Por eso habéis de llorar a Yitra en vuestro corazón. Y Yitra es inocente para siempre. Tiene que serlo. No puede ser de otra manera, no en este lado del Paraíso.

La madre de Yitra me miró. Sus ojos se estrecharon y asintió. El rostro de Nahom carecía de expresión, pero se dirigió muy despacio a recoger los bultos que faltaban y luego los llevó con andar cansino hasta los animales que esperaban.

—Os deseamos un buen viaje —dijo José—, y ahora habéis de decirme si necesitáis alguna cosa para el camino. Mis hijos y yo os daremos cualquier cosa que necesitéis.

—Esperad —dijo la madre de Yitra.

Fue hasta un arcón colocado en el suelo y desató las correas. Sacó de él una pieza de tela doblada, tal vez un manto de lana.

—Esto —dijo, y me lo tendió—, esto es para Ana la Muda.

Era la hermana del Huérfano.

—Cuidarás de ella, ¿verdad? —preguntó la mujer.

José se emocionó.

—Hija mía, pobre hija mía —dijo—. Qué amable por tu parte acordarte de Ana en un momento así. Claro que cuidaremos de ella. Siempre cuidaremos de ella.

5

Cuando entramos en la casa, vimos que estaban allí Ana la Muda y Abigail.

Ahora, allá donde iba Abigail, iba también Ana, y donde iban las dos, siempre había con ellas un enjambre de chiquillos. Los hijos de Santiago, Isaac y Shabi, y mis demás sobrinos y sobrinas, rondaban siempre alrededor de Abigail y Ana la Muda. Era Abigail quien cuidaba de los niños, a menudo les cantaba y les enseñaba canciones antiguas, fragmentos de las Escrituras, e incluso a veces versos que se inventaba, y dejaba que las niñas la ayudaran con los hilos y las agujas y todos los trapos por remendar que solía llevar en el cesto. Ana la Muda, que ni oía ni hablaba, vivía con Abigail la mayor parte del tiempo, aunque de cuando en cuando, si el padre de Abigail estaba muy enfermo, con su pierna mala, Ana podía quedarse en nuestra casa, con mis tías y mi madre.

Pero ahora, cuando entramos, sólo estaban las mujeres con Abigail y Ana la Muda. Todos los niños habían sido enviados a otro lugar, estaba claro, y Ana se puso de pie en espera de noticias y miró implorante a José.

Abigail se colocó a su lado, dispuesta a sostenerla. Los ojos de Abigail estaban enrojecidos de llorar, y de pronto no se parecía a nuestra Abigail, sino más bien a una mujer como la madre de Yitra. El dolor por todo aquello había transfigurado su rostro, miraba fijamente a Ana la Muda y esperaba.

Ana tenía un repertorio de gestos fluidos y elocuentes para todo, y nosotros los conocíamos. Habían pasado varios años desde que el Huérfano y ella llegaron a Nazaret como vagabundos, y desde entonces ella vivía con nosotros, y el Huérfano había vivido en muchos sitios. Pero todos conocíamos su lenguaje de signos y yo pensaba que sus manos eran tan hermosas en ocasiones como las de Jasón.

Nadie sabía qué edad tenía, quizá quince o dieciséis años. El Huérfano había sido más joven.

Ahora se puso en pie delante de José, y de pronto empezó a hacer los gestos que representaban a su hermano. ¿Dónde estaba su hermano? ¿Qué le había ocurrido a su hermano? Nadie se lo decía. Sus ojos vagaban por la habitación, recorrían los rostros de las mujeres apoyadas contra la pared. ¿Qué le había ocurrido a su hermano?

José empezó a responderle. Empezó, pero una vez más las lágrimas acudieron a sus ojos, y sus manos pálidas quedaron inmóviles en el aire, incapaces de describir las formas de lo que había visto o querido ver.

Santiago estaba enfurruñado. Cleofás empezó a decir algo. No conocía muy bien los signos, nunca los había conocido.

Abigail no podía decir ni hacer nada.

Finalmente, me acerqué a Ana la Muda y la giré hacia mí. Hice el gesto de su hermano y me señalé los labios, porque sabía que a veces era capaz de leer en ellos. Señalé arriba e hice el signo de rezar. Hablé despacio mientras trazaba varios signos.

—El Señor vela por tu hermano ahora, y tu hermano duerme. Tu hermano duerme ahora en la tierra. No volverás a verlo.

Señalé sus ojos. Me incliné hacia delante y señalé mis propios ojos, y los de José, y las lágrimas de su rostro. Sacudí la cabeza.

—Tu hermano está ahora con el Señor —dije. Me besé los dedos y volví a señalar arriba.

La cara de Ana se descompuso y se apartó de mí con un gesto violento.

Abigail la sujetó con firmeza.

—Tu hermano despertará el último día —dijo Abigail, y miró hacia arriba y luego, soltándola, hizo un gesto amplio como si todo el mundo se hubiera congregado delante del Cielo.

Ana la Muda estaba aterrorizada. Encogió los hombros y nos miró a través de sus dedos.

Yo hablé de nuevo, acompañándome con gestos.

—Fue rápido. Fue malo. Como si alguien cayera. Acabó de repente.

Hice los gestos de descansar, de dormir, de calma. Los hice tan despacio como pude.

Vi que su cara cambiaba poco a poco.

—Eres nuestra hija —dije—. Vives con nosotros y con Abigail.

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