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Authors: Anne Rice

Camino A Caná (2 page)

La luz ya había llegado.

Una figura apareció entre las oscuras siluetas de las casas del pueblo y corrió colina abajo hacia mí, con una mano alzada.

Mi hermano Santiago. Hermano mayor, hijo de José y su primera mujer, que murió antes de quejose se casara con mi madre. Inconfundible Santiago, con su pelo largo, anudado en la nuca y que cae sobre su espalda, y sus hombros estrechos y nerviosos, y la rapidez con que llega, Santiago el Nazarita, Santiago el capataz de nuestra cuadrilla de obreros, Santiago que ahora en la vejez de José ejerce como cabeza de familia.

Se paró en el otro extremo de la pequeña fuente, un reguero de piedras secas en su mayor parte, por cuyo centro fluye ahora la cinta brillante del agua, y pude imaginar sin esfuerzo la cara que ponía al mirarme.

Colocó el pie sobre una piedra grande y luego en otra, mientras cruzaba el arroyo hacia mí. Yo me incorporé y me puse en pie de un salto, una muestra habitual de respeto hacia mi hermano mayor.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué siempre me haces enfadar? No contesté.

El levantó las manos y miró los árboles y los campos en busca de una respuesta.

—¿Cuándo tomarás una esposa? —preguntó—. No, no me interrumpas, no levantes la mano para hacerme callar. No voy a callarme. ¿Cuándo tomarás una esposa? ¿Estás casado con este arroyo miserable, con su fría agua? Qué vas a hacer cuando se seque, y se secará este año, lo sabes.

Me reí sin mover los labios.

Él siguió:

—Hay dos hombres de tu edad en este pueblo que no se han casado aún. Uno está tullido y el otro es idiota, y todo el mundo lo sabe.

Tenía razón. He cumplido ya treinta años y no me he casado.

—¿Cuántas veces hemos hablado de esto, Santiago? —repuse.

Era hermoso contemplar cómo iba aumentando la luz, ver transformadas por el color las palmeras agrupadas alrededor de la sinagoga. Me pareció oír gritos lejanos, pero puede que fueran sólo los sonidos habituales de un pueblo que empieza un nuevo día.

—Dime qué es lo que de verdad te preocupa esta mañana —pregunté. Recogí la túnica empapada del arroyo y la extendí sobre la hierba para que se secara—. Cada año te pareces más a tu padre —añadí—, pero nunca has tenido su aspecto. Nunca tendrás su misma paz mental.

—Nací inquieto —reconoció con un encogimiento de hombros. Miró con ansiedad hacia el pueblo—. ¿Oyes eso?

—Oigo algo.

—Es la peor temporada de sequía que hemos sufrido.

—Levantó los ojos al cielo—. Y hace frío, pero no lo bastante. Sabes que las cisternas están casi vacías. El mikvah está casi vacío. Y tú, tú eres una preocupación continua para mí, Yeshua, una preocupación continua. Vienes en la oscuridad aquí, al arroyo. Subes hasta esa arboleda a la que nadie se atreve a ir...

—Te equivocas en cuanto a ese bosque. Son piedras viejas que no significan nada.

Una vieja superstición local afirma que antiguamente en la arboleda ocurrió algo pagano y horrendo. Pero allí sólo hay las ruinas de un antiguo molino de aceite, piedras que se remontan a una época en la que Nazaret no era aún Nazaret.

—Ya te lo dije el año pasado, ¿recuerdas? Pero no quiero que estés preocupado, Santiago.

2

Esperé a que Santiago continuara.

Pero siguió callado, mirando hacia el pueblo. Había gente que gritaba, mucha gente. Me pasé los dedos por el pelo para alisarlo, me volví y miré.

A la luz del día, que ya había alcanzado su intensidad normal, vi un nutrido grupo de personas en la cima de la colina, hombres y niños que tropezaban y se empujaban unos a otros de modo que todo el tumulto avanzaba lentamente colina abajo, hacia nosotros.

Al margen del grupo apareció el rabino, el viejo Jacimus, y con él su joven sobrino Jasón. Pude ver que el rabino intentaba detener a la multitud, pero era arrastrado hacia el pie de la colina, hacia la sinagoga, por la avalancha de personas que bajó como un rebaño en estampida hasta detenerse en el claro, delante de las palmeras.

De pie en el montículo que se alza al otro lado del arroyo, pudimos verles con claridad.

Del medio del grupo sacaron a la fuerza a dos chicos jóvenes: Yitra bar Nahom y el hermano de Ana la Muda, ese al que todos llaman sencillamente el Huérfano.

El rabino subió a toda prisa los escalones de piedra que llevan a la parte superior de la sinagoga.

Yo quise adelantarme, pero Santiago me empujó con brusquedad hacia atrás.

—Tú te quedas al margen de esto —dijo.

Las palabras del rabino Jacimus se escucharon por encima de los ruidos y murmullos de la multitud.

—¡Hemos de celebrar un juicio aquí, os digo! —gritó—. Y quiero a los testigos, ¿dónde están los testigos? Que se adelanten los testigos y digan lo que han visto.

Yitra y el Huérfano estaban inmóviles aparte, como si un abismo les separara de los aldeanos furiosos, algunos de los cuales agitaban los puños mientras otros maldecían entre dientes, esos insultos que no necesitan palabras para expresar su significado.

De nuevo intenté adelantarme, y Santiago tiró de mí hacia atrás.

—Tú te quedas al margen de esto —repitió—. Sabía que iba a ocurrir.

—¿Qué? ¿De qué hablas? —pregunté.

La multitud prorrumpió en gritos y rugidos. Había dedos que señalaban.

—¡Abominación! —gritó alguien.

Yitra, el mayor de los dos acusados, miró desafiante a los que tenía frente a él. Era un buen chico al que todos querían, uno de los mejores en la escuela, y cuando fue presentado en el Templo el año anterior, el rabino estuvo orgulloso de sus respuestas a los maestros.

El Huérfano, menor que Yitra, estaba pálido de miedo, sus ojos negros abiertos de par en par, temblorosa la boca.

Jasón el sobrino del rabino, Jasón el escriba, subió también al techo de la sinagoga y repitió las declaraciones de su tío.

—Parad ahora mismo esta locura —dijo—. Habrá un juicio, como ordena la ley. Y vosotros los testigos, ¿dónde estáis? ¿Tenéis miedo vosotros, que habéis empezado esto?

La multitud ahogó su voz.

Colina abajo llegó a la carrera Nahom, el padre de Yitra, con su esposa y sus hijas. La multitud prorrumpió en una nueva retahíla de insultos e invectivas, agitó los puños, escupió. Pero Nahom se abrió paso a través de ella y miró a su hijo.

El rabino no había dejado de gritar que se detuvieran, pero ya no podíamos oírle.

Pareció que Nahom hablaba con su hijo, pero no pude oírle.

Y entonces la multitud llegó a un paroxismo de furia cuando Yitra se acercó, quizá sin pensar, y abrazó al Huérfano como para protegerlo.

Yo grité « ¡No!», pero en el estruendo nadie me oyó. Corrí adelante.

Volaron piedras por el aire. La multitud era una masa hirviente, entre el silbido de las piedras lanzadas contra los chicos del claro.

Crucé entre la multitud en un intento de llegar hasta los dos muchachos, con Santiago a mis talones.

Pero todo había terminado.

El rabino rugió como un animal en la azotea de la sinagoga.

La multitud se alejó en silencio.

El rabino, con las manos crispadas sobre la boca, miró los montones de piedras, abajo. Jasón sacudió la cabeza y volvió la espalda.

Se oyó un grito inarticulado de la madre de Yitra, y luego los sollozos de sus hermanas. La gente había desaparecido. Unos corrían colina arriba, o a campo traviesa, o cruzaban el arroyo y escalaban el montículo de la otra orilla. Huían por donde buenamente podían.

Y entonces el rabino levantó los brazos.

—¡Corred, sí, huid de lo que acabáis de hacer! ¡Pero el Señor os ve desde lo alto! ¡El Señor de los Cielos está viendo esto! —Apretó los puños—. ¡Satanás reina en Nazaret! —exclamó—. ¡Corred, corred y avergonzaos de lo que habéis hecho, miserable horda sin ley!

Se llevó las manos a la cabeza y empezó a sollozar de forma más aparatosa que las mujeres de Yitra. Se doblegó hacia delante y Jasón lo sostuvo.

Nahom reunió entonces a las mujeres de Yitra y las forzó a alejarse. Nahom miró atrás una sola vez y tiró de su esposa colina arriba, y sus hijas se apresuraron detrás de él.

Sólo quedaron los rezagados, algunos braceros y trabajadores temporales, y los niños que atisbaban desde sus escondites bajo las palmeras o tras las puertas de las casas vecinas; y Santiago y yo, que mirábamos las piedras amontonadas y los dos chicos tendidos allí, juntos.

El brazo de Yitra seguía pasado por el hombro del Huérfano, la cabeza reclinada en su pecho. La sangre manaba de un corte en la cabeza del Huérfano. Los ojos de Yitra estaban semicerrados. No había sangre, excepto en su pelo.

La vida los había abandonado.

Oí ruido de pisadas, los últimos hombres se alejaban.

En el claro junto al cual estábamos apareció José acompañado por el anciano rabino Berejaiah, que apenas puede caminar, y otros hombres de pelo blanco que forman parte del consejo de ancianos del pueblo. También estaban mis tíos Cleofás y Alfeo. Ocuparon su lugar junto a José.

Todos parecían soñolientos, asustados, y luego asombrados.

José miraba fijamente a los chicos muertos.

—¿Cómo ha ocurrido esto? —susurró. Nos miró a Santiago y a mí.

Santiago suspiró; las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Ha sido... así —susurró—. Tendríamos que... No pensé... —Agachó la cabeza.

Encima de nosotros, en la azotea, el rabino sollozaba en el hombro de su sobrino, que tenía la mirada perdida a lo lejos, hacia los campos abiertos; su rostro era la imagen de la desolación.

—¿Quién les acusó? —preguntó el tío Cleofás. Me miró a mí—. Yeshua, ¿quién les acusó?

José y el rabino Berejaiah repitieron la pregunta.

—No lo sé, padre —dije—. Me parece que los testigos no se han presentado.

Los sollozos agitaron al rabino.

Yo me acerqué a las piedras.

De nuevo Santiago tiró de mí hacia atrás, pero esta vez con más suavidad que antes.

—Por favor, Yeshua —murmuró. Me quedé donde estaba.

Miré a los dos, tendidos allí como si fueran niños dormidos, entre las piedras lanzadas, y sin bastante sangre entre los dos, en realidad, sin la suficiente para que el Ángel de la Muerte se detuviera en su carrera al advertir su presencia.

3

Llegamos a la casa del rabino. Las puertas estaban abiertas. Jasón se había colocado de pie en el rincón más apartado, junto a un estante con libros, con los brazos cruzados. El anciano rabino Jacimus estaba sentado de espaldas a nosotros, cabizbajo ante su escritorio, de codos sobre un pergamino, la cabeza cubierta.

Se balanceaba a un lado y otro, y rezaba o leía, era imposible saberlo. Tal vez tampoco él lo sabía.

—«No te enfurezcas con los hombres porque no somos nada —murmuró—. Y no tomes en cuenta lo que hacemos, porque ¿qué somos nosotros?»

Me coloqué en silencio al lado de José y Santiago, esperando y escuchando. Cleofás estaba detrás de nosotros.

—«Porque considera que por Ti hemos entrado en este mundo, y no salimos de él por nuestra voluntad; ¿quién ha dicho nunca a su padre y su madre "Dadnos la vida"? ¿Y quién entra en los dominios de la Muerte diciendo "Recíbeme"? ¿Qué fuerza es la nuestra, Señor, para resistir vuestra Ira? ¿Qué somos para poder soportar vuestra Justicia? »

Se incorporó. Al advertir nuestra presencia, volvió a sentarse y suspiró, y se giró un poco hacia nosotros mientras continuaba recitando su oración:

—Acogednos en vuestra Gracia, y sírvanos de socorro vuestro Perdón.

José repitió esas palabras en voz baja.

Por un momento dio la sensación de que todo aquello superaba la capacidad de aguante de Jasón, pero en sus ojos brillaba una pequeña luz de esperanza que muy pocas veces le había visto. Es un hombre hermoso de cabello negro, siempre bien vestido, y en el sabbat sus ropajes de lino desprenden a menudo un tenue aroma a incienso.

El rabino, que era un hombre joven cuando llegó por primera vez a Nazaret, está ahora encorvado por el peso de la edad, y su cabello es tan blanco como el de José o el de mis tíos. Nos miró como si no pudiéramos verle, como si no estuviéramos de pie esperándole, como si él simplemente nos observara desde un lugar oculto y meditara; por fin dijo con lentitud:

—¿Se los han llevado?

Se refería a los cuerpos de los dos chicos.

—Sí —respondió José—. Y también las piedras manchadas con su sangre. Se han llevado todo.

El rabino miró al cielo y suspiró.

—Ahora pertenecen a Azazel —dijo.

—No, pero se han ido —dijo José—. Y nosotros hemos venido a verte a ti. Sabemos lo mal que te sientes. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Vamos a visitar a Nahom y a la madre del chico?

El rabino asintió.

—José, lo que quiero es que te quedes a consolarme —le dijo, sacudiendo la cabeza—, pero tú les perteneces a ellos. Nahom tiene hermanos en Judea. Debería irse allí con su familia. Nunca volverá a encontrar la paz en este lugar. José, dime, ¿por qué ha ocurrido esto?

Jasón intervino con su apasionamiento acostumbrado: —No hace falta ir a Atenas ni a Roma para saber lo que estaban haciendo esos chicos —dijo—. ¿Por qué no puede ocurrir una cosa así en Nazaret?

—No es eso lo que he preguntado —replicó el rabino, dirigiéndole una mirada dura—. No pregunto qué hicieron los chicos. ¡No sabemos lo que hicieron! ¡No hubo juicio, ni testigos, ni justicia! Pregunto cómo han podido lapidarlos, eso pregunto. ¿Dónde está la ley, dónde la justicia?

Uno podría pensar que despreciaba a su sobrino por la forma en que le contestó, pero lo cierto es que el rabino ama a Jasón. Los hijos del rabino han muerto. Jasón hace que el rabino se sienta joven, y siempre que Jasón está lejos de Nazaret, el rabino se muestra distraído y olvidadizo. Tan pronto como Jasón cruza la puerta, de regreso de algún lugar lejano, con un paquete de libros a la espalda, el rabino renace, y a veces, cuando pasean los dos juntos, parece recuperar el entusiasmo de un muchacho.

—Por cierto —le preguntó Jasón— ¿y qué harán cuando el padre de Yitra se tropiece con los niños que empezaron esto? Porque eran niños, sabéis, esos niños pequeños que corretean alrededor de la taberna, y han escapado, se fueron antes de que volara la primera piedra. Nahom puede pasarse la vida entera buscando a esos chiquillos.

—Niños —dijo mi tío Cleofás—, niños que puede que ni siquiera sepan bien lo que vieron. ¿Qué tiene de particular, dos jóvenes debajo de la misma manta en una noche de invierno?

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