Campos de fresas (5 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Juvenil, Relato

—Mucha cara tienes tú.

—Va, no seas así.

Le dio un beso en la frente y Cinta cerró los ojos. Luego él la atrajo hacia su pecho, y ella se dejó acariciar, muy quieta.

No hizo falta volver a hablar.

Acabaron entrando en el portal en silencio, todavía abrazados, revestidos de ternura, hasta que la aparición de una vecina en la escalera les hizo separarse.

Capítulo 20
Negras: Reina a5

Abrió la puerta con sigilo, por si tenía suerte y ellos aún dormían o por lo menos no le oían llegar, pero comprendió que no era precisamente su día de suerte.

Su madre apareció en el pasillo, en bata, con su habitual cara de preocupación.

—¡Vaya horas, Máximo! —fue lo primero que le dijo.

Lo siguiente fue acercarse a él, para comprobar su estado.

—Estoy bien, mamá. No he bebido.

Parecía no creerle. Se le plantó delante, mirándolo de hito en hito.

No tuvo tiempo de mostrarse enfadado por la falta de fe materna, ni de protestar o tratar de capear el temporal al que, por otra parte, ya estaba habituado. Su padre apareció por la puerta del baño a medio afeitar.

—¿Qué, por qué no empalmas ya, directamente? —le gritó.

—Se me ha hecho tarde, caramba. No voy a estar mirando la hora…

—¡Ay, hijo, es que primero llegabas a las tres o las cuatro, luego ya fue al amanecer, y ahora…! —se puso en plan dramático su madre.

—Oye, tengo casi diecinueve años, ¿vale?

—¡A tu madre no le contestes!, ¿me oyes? ¡Mira que te doy un guantazo que te pongo las orejas del revés! ¡Casi diecinueve años, casi diecinueve años! ¡Si aún te quedan siete meses, crío de mierda!

—Bueno, no discutáis —trató de contemporizar la mujer.

—Tú has empezado, mamá —la acusó Máximo—. He salido, se me ha hecho tarde y estoy bien, ¿ves? ¿Qué más quieres?

—¿Y no piensas que tu madre a veces no pega ojo en toda la noche? —continuó gritando el hombre.

—Yo no tengo la culpa de eso —se defendió él.

—Si es que cada semana se matan tantos chicos en accidentes que…

La discusión ahora ya era entre ellos dos, como habitualmente solía suceder. Dejaron de hacerle caso a ella.

—¡Y ahora a dormir hasta la hora de comer, claro! ¡Eso si te levantas, porque a lo peor empalmas y hasta la noche, y vuelta a empezar! Pues ¿sabes lo que te digo, eh? ¿Sabes lo que te digo? ¡Que se me están empezando a hinchar las narices! ¡Y a mí cuando se me hinchan las narices…!

—Vale, oye, no grites —trató de contenerle Máximo al ver que su madre iba a ponerse a llorar.

—¡Tú a callar, yo grito lo que me da la gana!

Máximo se tragó su posible respuesta. Lo hizo tanto por cansancio como por su madre. El silencio los envolvió súbitamente, de forma que los tres se miraron como animales acorralados.

Fue suficiente. La tensión cedió de manera progresiva, como una espiral.

El hombre volvió a meterse en el cuarto de baño, dando un portazo.

Y Máximo entró en su habitación.

En el momento de dejarse caer sobre la cama, tenía los puños apretados, pero no sólo era por la discusión que acababa de tener.

Seguía pensando en Luciana, y en Raúl, y en…

Capítulo 21
Blancas: Alfil d2

Aparecieron los dos, y, al entrar en la sala, Mariano Zapata se levantó. Fue él quien les tendió la mano en primer lugar.

—¿Señores Salas?

Primero se la estrechó a ella, haciendo una leve inclinación. Después a él. Acto seguido les mostró su credencial de prensa.

Esther Salas lo miró sin acabar de comprender.

—¿Cómo está su hija Luciana? —se interesó el periodista.

—En… coma —articuló Luis Salas.

—Sí, lo sé. Me refería a si había habido algún cambio —aclaró Mariano Zapata.

—No, dicen que aún es… pronto.

—Créanme que lo siento. Estas cosas le revuelven a uno el estómago.

—¿Va a escribir algo sobre nuestra hija? —vaciló el padre de Luciana.

—Debo hacerlo.

—¿Porque es noticia?

—Es algo más que eso, señor Salas —trató de mostrarse lo más sincero posible, y en el fondo lo era—. Cuando estas cosas pasan la desgracia de una persona suele ser la salvación de otras.

—No le entiendo —musitó la mujer.

—Un caso como el de Luciana alerta a los demás, a posibles víctimas y a sus padres —le aclaró su marido.

—Así es —corroboró el periodista—. De ahí que quiera hablar con ustedes, saber algo más de su hija, pedirles que me cuenten cómo era, que me den alguna fotografía.

—Señor…

—Zapata, Mariano Zapata —les recordó.

—Señor Zapata —continuó Luis Salas—. Ahora mismo no estamos para otra cosa que no sea para estar a su lado, ¿entiende? Tal vez mañana, o pasado… no sé…

—Esta noche cientos de chicos y chicas tomarán la misma porquería que ha llevado a Luciana a ese estado, señor Salas —insistió él.

—Todo esto acaba de ocurrir. Todavía… —balbuceó Esther Salas.

—Se lo ruego, señor Zapata —pidió Luis Salas.

—¿Podría hacerle una fotografía a Luciana?

—¡No!

Fue casi un grito. Los dos hombres la miraron.

—Señora, esa imagen…

—¡No quiero que nadie la vea así, por Dios!

Todo el horror del mundo tintaba sus facciones. El periodista supo ver en ellas una negativa cerrada.

—De acuerdo, señora —se resignó—. Lo siento.

Y volvió a tenderles la mano dispuesto a marcharse.

Capítulo 22
Negras: Reina c7

Cinta sintió la mano de Santi en su muslo desnudo, y rápidamente movió la suya para detener su avance.

—Ya vale —dijo con escueta sequedad.

Santi no le hizo caso. Siguió recorriendo su piel, en sentido ascendente, tratando de vencer la oposición de la mano de ella.

—¡Estate quieto!, ¿quieres? —acabó gritando Cinta mientras se daba la vuelta en la cama, furiosa.

—Mujer… —se defendió él.

—¡Has dicho que sólo querías echarte un rato!

—Es que al verte así…

—¡Pues cierra los ojos, o date la vuelta!

—Ya.

Cinta se acodó con un brazo y le miró presa de una fuerte rabia.

—¿Serías capaz de hacerlo, ahora? —le preguntó.

—¿Por qué no?

—¿Con Luciana en el hospital, en coma?

—Precisamente por eso necesito…

—Eres un cerdo —le espetó su novia.

—No soy un cerdo.

Cinta volvió a darle la espalda. Hizo algo más: se apartó de él, colocándose prácticamente en el filo de la cama. A través de la penumbra Santi vio sus formas suaves, su belleza juvenil, todo cuanto encerraba en su cuerpo.

Tan cerca, y, de pronto, tan lejos.

—Vale, perdona —dijo. No hubo respuesta—. He dicho que lo siento.

El mismo silencio.

Roto apenas unos segundos después por el ahogado llanto de ella.

Aunque sabía que no era por él.

Era como si Luciana estuviese allí, entre ellos, y también en sus mentes.

Capítulo 23
Blancas: 0-0-0

Al principio, precisamente, la que le había gustado era Luciana. Las conoció a las dos al mismo tiempo, inseparables, sin olvidar a Loreto, que iba más a su bola y apareció después. Las llamó
las destroyers
, porque arrasaban. Tenían toda la marcha del mundo, eran
fans
de casi todos los grupos de guaperas habidos y por haber. Pero en sus rostros y en sus cuerpos anidaba un ángel, algo especial.

Cuando comprendió que Luciana era diferente, más inaccesible, y que además se inclinaba por Eloy, entonces se fijó en Cinta, y ella en él. Desde ese momento todo fue muy rápido.

Enamorados como tontos.

Jamás pensó que pudiera liarse tan pronto, pero con Cinta había encontrado algo que no conocía: la paz. Por otra parte, primero todo fue un juego adolescente. Después ya no.

Ahora Cinta no era
fan
de ningún grupo de guaperas. Era una mujer.

Una mujer de dieciocho años.

¿Por qué había tenido que meter la pata?

La oyó llorar más y más, hasta que el viento huracanado de ese sentimiento menguó y cesó. Tuvo deseos de cogerla, abrazarla, ya sin deseo sexual, sólo porque ella lo necesitaba, pero no se atrevió siquiera a tocarla. Cinta tenía carácter.

Mucho carácter.

Cerró los ojos, y, entonces, se vio a sí mismo, y a los demás, la pasada noche, bailando.

Luciana, Máximo, Cinta, Raúl, Ana, Paco, él… Oía sus voces.

—Vamos, total… a ver qué pasa.

—Oye, esto no será muy fuerte, ¿verdad?

—A mí me da por reírme.

—¡Ya, que te voy a creer!

—En serio.

—Mirad que como mañana me despierte en una cama ajena y no recuerde nada… Os mato, ¿vale?

—Todo depende de cómo sea él.

—¡Pero si no es más fuerte que una anfeta, cagada!

—Por eso vale dos mil cucas, ¿no?

—¡Cómo te enrollas!

—Venga, tía, va.

—Que no, en serio.

—Serás…

—¿Vas a ser la única que pase?

—En fin… pero no se lo digáis a Eloy.

—A ver si es que vas a tener que pedirle permiso para todo, tú.

—Venga, venga, que vamos a arrasar.

—¿Habéis oído hablar del Special K ?

—No, ¿qué es?

—¡Huy, lo más fuerte! ¡Y lo último!

—No toméis alcohol con esto, ¿eh? Te deshidratas. Y bebed agua cada hora, pero sin pasarse.

—Muy enterado estás tú.

—Hombre, hay que saber de qué va la película.

—¿Qué tal? ¿Flipa o no flipa?

—Yo no siento nada. —¡Venga, vamos a bailar! ¡Que circule!

Santi volvió a abrir los ojos. Jadeaba, y el corazón le latía con mucha fuerza en el pecho.

No era Cinta, sino él, quien necesitaba que le abrazaran ahora.

—Cinta… —susurró.

No hubo respuesta.

Capítulo 24
Negras: Caballo gf6

Cinta miraba las rendijas de la persiana, los segmentos horizontales por los cuales se filtraba la luz del sol. No tenía sueño, ni pizca de sueño, aunque agradecía el hecho de poder estar tumbada, en silencio. Lo único malo del silencio era oír el eco de sus propios pensamientos. Un eco cargado de reverberaciones que la aturdían.

Y no podía escapar de las mismas. Eran como ondas que se dilataban y se contraían en la superficie quieta de un lago.

Ella y Luciana habían sido las más reacias a tomar la pastilla. Una cosa eran las anfetas o alguna bebida fuerte, y otra muy distinta una pastilla de éxtasis. Raúl, y Máximo, y también Santi en el fondo, incluso la misma Ana, fueron los motores. Raúl y Máximo estaban habituados. En realidad, ni Ana ni Paco formaban parte del grupo, pero los conocían. Ella parecía estar de vuelta de todo. Demasiado.

Una simple pastilla blanca, redonda, del tamaño de una uña, o tal vez más pequeña.

¿Cómo era posible que…?

—Oye, ¿no dices que quieres probar nuevas experiencias, y que le has dicho a Eloy que vas a tomártelo con calma? Pues empieza.

—Creo que soy idiota.

—Bueno, mañana le llamas y le dices que eres idiota. Pero esta noche vamos a soltarnos el pelo.

—La verdad es que pagar dos mil del ala por esto…

—A mí no me irá mal dejar de pensar un rato. Tengo los exámenes metidos en el tarro.

—Seguro que me mareo y vomito.

—¡Jo, qué moral, tía! ¡Tómatela ya y calla de una vez!

Ojalá hubiera vomitado. Cuando la vio caer al suelo, y se dio cuenta de lo mal que estaba… Y todo lo que ocurrió después, cuando la sacaron fuera, y empezaron los gritos, y la espera de la ambulancia, y todo lo demás…

Santi tal vez tuviera razón: necesitaba un poco de cariño, amor, ternura, tal vez sexo. Pero no se movió.

Recordaba cuando se conocieron. Hacían cola para comprar dos entradas del concierto de su grupo preferido, y de pronto cerraron la taquilla y anunciaron que se habían agotado. Luciana se echó a llorar, y ella empezó a gritar, dispuesta a saltar sobre la taquilla y abrirla a golpes. Sin saber cómo, se vieron una junto a la otra, llorando desconsoladas, y abrazándose. No sabían nada la una de la otra, pero compartían su amor infinito por ellos, los cinco chicos más guapos de la creación, los que mejor cantaban, los que mejor bailaban, los que mejor se movían…

No pudieron ir a ese concierto, pero desde entonces fueron como hermanas. Luego, Luciana le presentó a Loreto. Eran íntimas, pero a Loreto la música le importaba menos, así que Luciana y ella tenían muchas más cosas en común.

Incluso tenían planes. Se querían ir a vivir juntas. Y solas.

De pronto todo parecía increíble, lejano, y sobre todo, ¡tan absurdo!

Una simple noche, una simple pastilla que se suponía iba a disparar…

Sí, disparar era la palabra exacta.

Como todas las armas, el disparo podía llegar a ser mortal.

Capítulo 25
Blancas: Reina e2

Máximo tampoco podía dormir.

La pelea entre sus padres a causa de él había cesado hacía rato, y ahora la casa estaba en silencio, pero su mente era un hervidero. Creía que un descanso, atemperar los nervios, le vendría bien, y descubría que no, que la soledad era peor. El silencio se convertía en un caos.

Cinta y Santi estaban juntos, pero él no tenía a nadie.

Nunca había tenido a nadie. El loco de Máximo.

Loco o no, ahora no podía eludir su responsabilidad. Eloy tenía razón. La culpa era suya, no toda, pero sí gran parte. Fue él quien llevó las malditas pastillas a Luciana, Cinta y Santi. Él y, por supuesto, Raúl.

Aún más condenadamente loco.

—¡Vamos, tío, si compramos un puñado nos las rebaja!

—¿Colocan bien?

—¿De qué vas? Te estoy hablando de éxtasis, no de ninguna mierda de esas de colores para críos con acné.

—Que ya lo sé, hombre, ¿qué te crees? Pero no sé si ellas…

—¿Luci y Cinta? ¿Qué son, bebés? ¡Eh, colega!

Entonces había aparecido él.

El camello.

Tal y como se lo describió al inspector.

—Recién llegadas. ¿A que son bonitas? ¿Veis? Una luna. Dos mil cada una si compráis media docena. Precio de amigo.

—De amigo sería a mil.

—Sí, hombre, si quieres te las regalo.

—¡Anda ya!

Se conocían. Raúl y el camello se conocían.

Entonces fueron con Cinta, Santi y Luciana. Paco y Ana también estaban allí. Siete pastillas. Catorce mil pesetas. Raúl ya llevaba algo encima, porque no paraba de moverse, de reír, de gritar, con los ojos iluminados.

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