Los bardos de Aguas Profundas recuerdan el pasado… o eso creen. Porque cuando cantan sus baladas, un misterioso sortilegio cambia sus recuerdos. Danilo Thann, Arpista y candidato a bardo, tiene que resolver ese enigma. En su misión, su principal aliado es su peor enemigo, el elfo canalla Elaith Craulnober. Lo que está en juego no es sólo el futuro de Faerûn, sino su pasado.
Elaine Cunningham
Canción Élfica
Los Arpistas II
ePUB v1.1
Garland05.08.11
Titulo original:
Elfsong
Traducción: Elena Moreno Gutiérrez, 2002
Ilustración de cubierta: Daniel R. Horne
Elaine Cunningham, 1994
Para Volo, que fue mi guía
en Aguas Profundas.
La próxima vez que nos veamos,
¡la cerveza corerrá de mi cuenta!
En el corazón del Norland, a pocos días de camino desde la gran ciudad de Aguas Profundas, se extiende una vasta y antigua espesura conocida con el nombre de Bosque Elevado. Los pocos aventureros que habían osado adentrarse en él volvían contando historias de visiones extrañas y portentosos animales, y eran muchas las leyendas y canciones que describían la belleza y los peligros de aquella región. Sin embargo, uno de aquellos cuentos no llegó a ocupar su lugar entre las historias relatadas junto al fuego ni entre el saber popular de los bardos.
El malvado de aquel cuento no narrado era un dragón verde llamado Grimnoshtadrano —Grimnosh, para sus amigos y víctimas—, y esa falta de notoriedad impedía que el dragón pudiese dedicarse a su pasatiempo favorito. Grimnosh coleccionaba acertijos con la misma avidez con la que atesoraba sus riquezas. Detenía a todo aquel que pasaba cerca de su boscosa guarida para desafiarlo a salvar su vida a cambio de un acertijo que él no pudiera resolver. Los viajeros escaseaban por aquellos dominios y ninguno de ellos había podido ofrecer a Grimnosh una adivinanza que él no fuese capaz de responder. A pesar de todo, el dragón había dejado en libertad a dos o tres con la esperanza de que el relato de su experiencia atrajera al bosque a otros maestros de acertijos y bardos en busca de fama y aventuras. Por supuesto, conforme a su naturaleza, el dragón pretendía zamparse a todos aquellos hombres y mujeres sabios en cuanto hubiese resuelto el dilema que le planteasen.
Por desgracia para el dragón, los viajeros que había dejado en libertad habían huido a toda prisa y se habían ocultado tras un conveniente anonimato, con lo cual había pasado más de un siglo desde que se había enfrentado a la última adivinanza. Por eso se quedó muy sorprendido cuando un viajero solitario se acercó al bosque con un reto de su invención y realizó una invocación mágica con poder suficiente para alcanzarle en su laberinto de cavernas e interrumpir su sueño invernal.
Grimnosh se encontró con un mundo de puro contraste y gélida brillantez. Era la mañana del solsticio de invierno y el bosque estaba cubierto con un inmaculado manto de nieve. Salvo en el pequeño claro que se abría justo por delante de la boca de la cueva y en un estrecho sendero que desembocaba allí, los árboles de la espesura crecían tan pegados los unos a los otros que ni siquiera en invierno dejaban ver el cielo. Sus ramas entrelazadas y oscuras estaban cubiertas de una pátina de hielo y colgaban de ellas tantos carámbanos que el bosque parecía una cueva excavada entre diamantes y obsidiana.
Los ojos hundidos del dragón se entrecerraron hasta formar dos hendiduras doradas mientras examinaba a la mujer que había osado entrar en su territorio prohibido. Envuelta en una capa de color gris y encorvada por la edad, avanzaba sobre una yegua de pequeñas proporciones y porte esbelto. Poco quedaba al descubierto de su persona, ya que una gran capucha le cubría la cabeza y le ocultaba el rostro, pero el aguzado olfato del dragón captó el tentador aroma de la sangre elfa. Su primer impulso fue devorar a aquella elfa imprudente que había osado invocarlo en aquel paraje de nieve y frío, pero recordó la fuerza del hechizo que lo había despertado y, tras tanto tiempo sin diversión, pensó que al menos aquella hechicera elfa parecía prometedora.
El dragón se dispuso a escucharla mientras caminaba en círculos alrededor de ella, meciendo con gesto acompasado su sinuosa cola verde; su tono amenazador imitaba los gestos arcanos de un brujo…, sopesándola. Cuando la semielfa acabó de formular su atroz petición, Grimnosh se apoyó sobre los flancos traseros y soltó una carcajada burlona. El rugido atronador provocó un temblor en un grupo de robles centenarios y, como si se tratara de la reverberación de una cuerda de arpa al ser pulsada, el bosque viviente devolvió el eco del sonido profundo y ensordecedor del rugido del dragón. Las ramas desnudas de los árboles también se agitaron y alrededor de la elfa empezaron a caer carámbanos como colmillos.
—El gran Grimnoshtadrano no negocia con elfos —respondió el wyrm, con un brillo de humor maléfico en sus ojos dorados—. Se los come.
—¿Creéis que lo mejor que puedo ofreceros es un almuerzo ligero? —inquirió la semielfa en un tono de voz que el paso de los años había ido desgastando—. En mis tiempos fui bardo y maestra de acertijos, y todavía soy hechicera. —Una sonrisa fina e irónica remarcó las arrugas que le surcaban el rostro cuando añadió en tono irónico—: Y, antes de que se os estropee la digestión, deberíais saber que soy semielfa.
—¿Es eso cierto? —rugió el dragón mientras daba un paso adelante, intrigado y a la vez molesto con aquella mujer que no mostraba temor—. ¿Qué parte de vos debo comerme? —El extremo de la cola salió disparado hacia adelante y, de un empujón, echó hacia atrás la capucha para observar a la mujer con más detenimiento.
Como aperitivo, la mujer no parecía apetitosa. Los elfos eran, como mucho, sabrosos pero con poca carne, y los siglos de vida habían dejado los huesos de aquella mujer casi pelados. Era muy vieja, incluso para un dragón, y su rostro anguloso poseía el color y la textura del cuero viejo. De la cabeza le descendían lacios mechones de pelo grisáceo y sus ojos tenían un color tan desvaído que parecían incoloros. Sin embargo, el poder parecía envolverla como envuelve la niebla un pantano boscoso al amanecer.
El dragón dejó de juguetear con la hechicera y habló claro.
—Queréis que os dé la Alondra Matutina. ¿Qué me ofrecéis a cambio? —preguntó Grimnosh bruscamente.
—Un acertijo que nadie puede resolver.
—Considerando la cantidad y el calibre de las personas que han pasado por estos andurriales últimamente, eso no debe de ser muy difícil —respondió el dragón mientras se miraba con indiferencia una garra verde.
—Eso va a cambiar. Una antigua balada que narra las andanzas del gran Grimnoshtadrano provocará que muchos bardos ambiciosos vengan en tu busca.
—Oh, hasta ahora no ha provocado nada.
—Porque todavía no ha sido escrita —replicó con un deje de aspereza—, para eso necesito la Alondra Matutina.
Durante un largo y siniestro momento, el dragón se quedó mirando a aquella presuntuosa semielfa.
—Aunque parezca extraño, no estoy de humor para acertijos. Explicaos, y hacedlo con palabras sencillas.
—Para vos, la Alondra Matutina no es más que otra arpa élfica, una chuchería mágica apilada sobre vuestro tesoro. —La hechicera extendió las manos, cuyos dedos eran largos y esbeltos—. Con estas manos puedo manejar un raro tipo de magia elfa conocida con el nombre de canto hechizador. Si combino mi poder con el de esa arpa, puedo lanzar un hechizo que introduzca esa nueva balada en la memoria de todo trovador que se encuentre dentro de los muros de una ciudad. Todo aquel bardo que reciba el hechizo creerá que siempre ha oído hablar de las grandezas del poderoso Grimnoshtadrano. Todo aquel bardo que reciba el hechizo deseará aceptar el desafío de tus acertijos. Esos poetas se encargarán de difundir la balada por todo el territorio. Muchos conocerán entonces tu nombre y los mejores y más valientes querrán venir hasta aquí.
—Mmmm… —El dragón asintió con gesto pensativo—. ¿Y qué dirá esa balada?
—Enviará un desafío a todos aquellos que son a la vez Arpistas y bardos. Se deberán resolver tres pruebas: contestar un acertijo, leer un pergamino y cantar una canción.
—¿Y qué ofrecerá esa balada a aquellos bardos que tengan éxito? Supongo que la típica fama y fortuna, ¿no?
—Eso no tiene importancia.
Grimnosh soltó un bufido y una ráfaga de vapor hediondo salió disparada hacia la semielfa.
—Muy rápida sois ofreciendo riquezas que no son vuestras.
—Vuestro tesoro estará a salvo —respondió con voz firme—. El acertijo será el que vos elijáis; y, ¿cuánta gente ha sido capaz de responder correctamente a vuestras adivinanzas hasta ahora?
—Modestamente, nadie.
—Todo aquel que pase esa primera prueba, cosa poco probable, tendrá que enfrentarse a la segunda. El pergamino que os daré será un acertijo múltiple y estoy prácticamente segura de que ningún Arpista podrá resolver todas las fases del enigma; sé a ciencia cierta que ninguno de ellos maneja la magia del canto hechizador, y ese tipo de magia es necesaria para leer de verdad el pergamino y cantar la canción.
Grimnosh se quedó pensativo y su sinuosa cola se acercó a la yegua de la semielfa. El dragón retorció un poco, con expresión ausente, la cola trenzada del caballo como haría un niño con un mechón de cabello. El corcel soltó un relincho nervioso, pero se mantuvo en su sitio.
—Si lo que decís es cierto —dijo el dragón—, decidme, ¿cómo habéis podido reunir todo ese conocimiento?
La mujer abrió los pliegues de su capa para dejar al descubierto un broche de plata que llevaba prendido del pecho: un arpa minúscula acunada en el regazo de una luna creciente.
—He estado con los Arpistas durante más de tres siglos y sé en lo que se han convertido. —Se le endureció el gesto y al respirar hondo su pecho se ensanchó y encogió ostensiblemente—. Los Arpistas de hoy en día querrán combatiros con acero, no con canciones. Comeos tantos como os apetezca.
—¡Traición! —exclamó Grimnosh, observando a la antigua Arpista con una mezcla de sorpresa y placer.
La mujer se encogió de hombros y alzó sus gélidos ojos para sostener la mirada del gran wyrm.
—Eso depende del enfoque que le deis.