Canticos de la lejana Tierra (3 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

A finales del siglo XX, los astrofísicos se vieron obligados a aceptar una conclusión preocupante, aunque ninguno se percató de sus consecuencias.

No fallaba ni la teoría ni el equipo. El problema residía en el interior del sol.

El primer encuentro secreto en la historia de la Unión Internacional Astronómica tuvo lugar en el año 2008 en Aspen, Colorado, no muy lejos del escenario de este primer experimento, que ya había sido repetido en una docena de países. Una semana más tarde, el Boletín Especial 55/08 de la IAU, que llevaba como título en clave «Algunas observaciones a las reacciones solares», se encontraba en manos de todos los gobiernos de la Tierra.

Se preveía que cuando la noticia del fin del mundo se filtrara se produciría el pánico. En vez de ello, la reacción general fue la de un perplejo silencio, seguido de un encogerse de hombros y, finalmente, de la reanudación del trabajo cotidiano.

Pocos gobiernos habían mirado jamás más allá de unas elecciones, y pocos indicios más allá de las vidas de sus nietos.

Aunque la Humanidad estuviese sentenciada a muerte, la fecha de ejecución era todavía indefinida. El sol no explotaría durante al menos mil años, ¿y quién podía llorar por la cuadragésima generación?

5
Paseo nocturno

Ninguna de las dos lunas había aparecido todavía cuando el vehículo se puso en marcha en la carretera más conocida de Tarna. En su interior iban Brant, la alcaldesa Waldron, el concejal Simmons y dos ancianos ciudadanos. Aunque conducía con su habitual facilidad, Brant se sentía disgustado por la reprimenda de la alcaldesa. El hecho de que el brazo regordete de ella le rodeara los desnudos brazos de modo informal no mejoraba mucho las cosas.

Pero la belleza pacífica de la noche y el ritmo hipnótico de las palmeras que se mecían iluminadas por el haz de la luz vacilante del vehículo le hicieron recobrar su habitual buen humor. Pero ¿cómo se podía permitir que se filtraran estos sentimientos personales en un momento histórico como éste?

En diez minutos, estarían en Primer Aterrizaje, el principio de su historia. ¿Qué sucedería? Sólo una cosa era segura; los visitantes se habían albergado en el faro, todavía en funcionamiento de la antigua nave sembradora. Sabían dónde mirar, así que tenían que proceder de alguna otra colonia humana de este sector del espacio.

Un pensamiento preocupante asaltó la mente de Brant. Alguien o algo, podía haber detectado el faro, avisando a todo el universo de que la inteligencia había pasado un día por allí. Recordó que años atrás se había presentado una moción en el consejo para desconectar la transmisión, basándose en que era inservible y que no podría causar mucho daño. Más bien por razones sentimentales y emocionales que lógicas, la moción fue rechazada por un pequeño margen. Thalassa iba muy pronto a arrepentirse de esta decisión, pero era ya demasiado tarde para hacer nada.

El concejal Simmons, apoyado en el asiento trasero, hablaba en voz baja con la alcaldesa.

—Helga —dijo, era la primera vez que Brant le oía pronunciar su nombre—, ¿crees que todavía sabremos comunicarnos con ellos? El lenguaje de los robots evoluciona muy rápidamente, ¿sabes?

La alcaldesa no lo sabía, pero era muy hábil a la hora de disimular su ignorancia.

—Éste es el menor de nuestros problemas; esperemos a que surja. Brant, ¿podrías conducir un poco más despacio? Me gustaría llegar allí sana y salva.

La velocidad era perfectamente segura en esta carretera que Brant se sabía de memoria, pero obedeció y redujo a cuarenta klicks. Se preguntó si la alcaldesa intentaba aplazar el enfrentamiento. Era una gran responsabilidad enfrentarse sola a la segunda nave espacial proveniente del exterior de toda la historia del planeta. Todo Thalassa tendría puestos sus ojos en ella.

—¡Por Krakan! —juró uno de los pasajeros del asiento trasero. ¿Alguien ha traído alguna cámara?

—Es ya demasiado tarde para volver —respondió el concejal Simmons—. De todas formas, habrá tiempo suficiente para hacer fotografías. No creo que se marchen después de decirnos hola.

En su voz se percibía un cierto nerviosismo, y Brant no podía reprochárselo. ¿Quién podía adivinar lo que les esperaba tras la cima de la próxima colina?

—Le informaré tan pronto como haya algo que decirle, señor Presidente.

La alcaldesa Waldron estaba utilizando el radioteléfono del coche. Brant no se dio cuenta de la llamada, estaba demasiado absorto en sus pensamientos. Por primera vez en su vida, deseó haber aprendido algo más de historia.

Por supuesto, los hechos más relevantes le eran familiares; todos los niños de Thalassa habían crecido escuchándolos. Sabía que a medida que pasaban los siglos, las predicciones de los astrónomos eran cada vez más seguras y las fechas más precisas, y que en el año 3600, con una diferencia de setenta y cinco años más o menos, el sol se transformaría en una nova. En una nova no muy espectacular, pero sí lo suficientemente grande...

Un viejo filósofo señaló una vez que el saber que uno iba a ser colgado al día siguiente tranquilizaba la mente humana. Algo así ocurrió con toda la raza humana durante los años próximos al cuarto milenio. Si ha existido jamás un momento en el que la Humanidad se ha enfrentado a la verdad con resignación y determinación, éste fue la medianoche del mes de diciembre cuando se pasó del año 2999 al 3000. Todos los que vieron aparecer aquel tres no pudieron nunca olvidar que jamás habría un cuarto.

Sin embargo, faltaba más de medio milenio; las treinta generaciones que todavía vivirían y morirían en la Tierra como sus antepasados podrían aún hacer algo. Por lo menos, podrían conservar el conocimiento de la raza y las grandes creaciones del arte humano.

Incluso en los comienzos de la era espacial, los primeros robots que abandonaron el Sistema Solar llevaron consigo muestras de música, pintura y mensajes por si se topaban con otros exploradores del Cosmos. Sin embargo, y aunque nunca se encontraron en la galaxia signos de civilizaciones extrañas, incluso los científicos más pesimistas creían que debía existir inteligencia en algún lugar en los billones de universos —islas que se extendían más allá del alcance de los telescopios más potentes.

Durante siglos, se envió pieza por pieza el conocimiento y la cultura humanos a la Nebulosa Andrómeda y a sus más lejanos vecinos. Nadie, por supuesto, sabría jamás si las señales fueron recibidas, y en el caso de que lo fueran, si pudieron ser interpretadas. Pero su motivación era una que todos los hombres podían compartir; era el impulso de dejar algún último mensaje, alguna señal que dijera: «Mira, yo también estuve vivo.»

Hacia el año 3000, los astrónomos creyeron que sus gigantescos telescopios orbitales habían detectado todos los sistemas planetarios a cinco mil años luz del sol. Se habían descubierto docenas de mundos del tamaño de la Tierra, y algunos más cercanos habían sido burdamente representados en un mapa. Algunos poseían atmósferas con ese indiscutible signo de vida: un porcentaje alto de oxígeno. Había alguna posibilidad de que el hombre pudiera sobrevivir allí, si lograba llegar hasta ellos.

Los hombres no podían, pero el Hombre sí.

Las primeras naves sembradoras eran primitivas, pero incluso así forzaban la tecnología al límite. Con los sistemas a propulsión disponibles en el año 2500, podían alcanzar el sistema planetario más cercano en unos doscientos años, llevando consigo su preciosa carga de embriones congelados.

Pero ésta era la menor de sus tareas. También tendrían que transportar todo el material automático que reanimaría y criaría a esos humanos en potencia y les enseñaría a sobrevivir en un ambiente desconocido y probablemente hostil. Sería inútil y cruel dejar unos niños desnudos e ignorantes en mundos tan hostiles como el Sáhara o el Antártico. Tendrían que ser educados, se les tendría que dar herramientas, enseñarles a orientarse y a utilizar los recursos locales. Después del aterrizaje, la nave sembradora se convertiría en una nave madre y tal vez tendría que cuidar de su progenie durante generaciones.

Pero no solamente se tuvo que transportar seres humanos, sino también un ecosistema completo. Plantas (aunque nadie sabía a ciencia cierta si habría tierra para ellas), animales de granja, y una sorprendente variedad de insectos y microorganismos que tuvieron también que incluirse en caso de que los sistemas normales de producción de alimento resultaran inútiles y fuese necesario volver a las técnicas agrícolas básicas.

Había una sola ventaja en un comienzo así. Todas las enfermedades y parásitos que habían asolado a la Humanidad desde el comienzo de los tiempos quedarían atrás, para perecer en el fuego esterilizador de Nova Solis.

También tuvieron que construir y diseñar bancos de datos, «sistemas expertos» capaces de superar cualquier situación imprevista, mecanismos de reparación y puesta a punto de máquinas y robots. Y tenían para ello un período de tiempo igual al que existió entre la Declaración de la Independencia y el primer aterrizaje en la luna.

Aunque la tarea parecía casi imposible, era tan sugestiva que casi toda la Humanidad se unió para conseguirlo. Era un objetivo a largo plazo, el último objetivo a largo plazo, que podía dar algún sentido a la vida, incluido después de la destrucción de la Tierra.

La primera nave sembradora abandonó el Sistema Solar en 2553, con destino al astro gemelo más próximo al sol: Alfa Centauri. Aunque el clima de un planeta llamado Pasadena, que tenía el tamaño de la Tierra, era extremado y violento debido a la proximidad de Centauri B, los otros objetivos probables se encontraban a una distancia dos veces mayor. La duración del viaje a Sirius X sería de más de cuatrocientos años; cuando la máquina llegase, seguramente la tierra habría dejado ya de existir.

Pero si se conseguía colonizar Pasadena con éxito, habría tiempo suficiente para enviar las buenas noticias. Doscientos años de viaje, cincuenta para asegurar sus posiciones y construir un pequeño transmisor, y tan sólo unos cuatro años para que la señal regresara a la Tierra; con suerte, habría gritos en las calles en el año 2800...

De hecho fue en 2786; Pasadena había ido mejor de lo previsto. La noticia fue alentadora y dio un nuevo estímulo al programa de siembra. Por entonces ya se habían lanzado una veintena de naves, cada una de ellas con una tecnología aún más avanzada que las precedentes. Los últimos modelos podían alcanzar un veinteavo de la velocidad de la luz, y tenían más de cincuenta objetivos a su alcance.

Incluso cuando el faro de Pasadena dejó de funcionar tras emitir tan sólo la noticia de aterrizaje inicial, el desaliento fue sólo momentáneo. Lo que se había hecho una vez podía repetirse otra vez incluso otra —con mayores posibilidades de éxito.

Hacia el año 2700 se abandonó la burda técnica de los embriones congelados. El mensaje genético que la Naturaleza codificaba en la estructura espiral de la molécula del ADN podía almacenarse con mayor facilidad y seguridad, y de forma compacta, en las memorias de los últimos ordenadores. De esta forma se podía trasladar un millón de genotipos en una nave sembradora no mucho mayor que un avión regular de mil pasajeros. Una nación entera sin hacer, con todo el tipo necesario para formar una nueva civilización, podía caber en unos cien metros cúbicos y ser trasladada a las estrellas.

Brant sabía que esto era lo que había ocurrido en Thalassa hacía setecientos años. En el tramo donde la carretera subía hacia las colinas había algunas huellas dejadas por los robots excavadores al buscar las materias primas de las que provenían sus propios antepasados. Dentro de unos momentos pasarían por las plantas de fabricación abandonadas hacía largo tiempo.

—¿Qué ha sido eso? —murmuró apresuradamente el concejal Simmons.

—¡Párate! —ordenó la alcaldesa—. Apaga el motor, Brant —dijo, buscando el micrófono del coche.

—Aquí la alcaldesa Waldron llamando. Estamos en el kilómetro siete. Hay una luz delante de nosotros. Se puede ver entre los árboles. Creo que está exactamente en Primer Aterrizaje. No se oye nada. Volvemos a arrancar.

Brant no esperó la orden pero disminuyó ligeramente la velocidad. Éste era el segundo acontecimiento más importante de toda su vida. El primero fue el ser atrapado por el huracán del 09.

Aquello había sido más que emocionante; tuvo suerte de salir con vida. Quizás esto también era peligroso, pero en verdad no lo creía. ¿Podían ser hostiles los robots? Seguramente los visitantes de otro mundo no buscaban en Thalassa nada más que amistad y conocimientos.

—Oídme —dijo el concejal Simmons—, he podido verlo antes de que cruzara los árboles, y estoy seguro de que era algún tipo de aeronave. Las naves sembradoras nunca tuvieron alas ni aerodinámica. Y además es muy pequeña.

—Se alo que sea —dijo Brant—, lo sabremos dentro de cinco minutos. Mirad esa luz; viene del Parque de la Tierra, el lugar obvio. ¿Paramos el coche y seguimos a pie el resto del camino?

El Parque de la Tierra era un terreno ovalado cubierto de hierba amorosamente cuidada, situado en la parte este de Primer Aterrizaje, que en aquellos momentos se encontraba fuera de su vista, tapado por la negra silueta de la columna de la Nave Madre, el monumento más viejo y más venerado del planeta. Había un haz de luz que hacía resaltar por doquier los bordes todavía sin oxidar del cilindro y que parecía provenir de un único punto brillante.

—Para el coche antes de llegar a la nave —ordenó la alcaldesa—. Luego bajaremos y echaremos un vistazo. Apaga las luces para que no nos vean, hasta que nosotros queramos.

—¿Nos vean, o nos vea? —preguntó uno de los pasajeros, un tanto nervioso. Nadie le hizo caso.

El coche se detuvo ante la inmensa sombra de la nave, y Brant lo giró ciento ochenta grados.

—Así podremos escapar —explicó medio en serio y medio en broma. Todavía seguía sin poder creer que existiera algún peligro. De hecho, había momentos en que se preguntaba si lo que ocurría era real. Quizá seguía aún dormido y todo no era más que un sueño.

Salieron silenciosamente del coche y caminaron hasta la nave. Luego la rodearon hasta llegar a la bien definida pared de luz. Brant se protegió los ojos y miró por encima del borde, entrecerrando los ojos ante el deslumbrante resplandor.

El concejal Simmons tenía toda la razón. Era algún tipo de aeronave, o nave aeroespacial, y era muy pequeña. ¿Podía tratarse de los norteños? No, eso era absurdo. No se podía utilizar aquel vehículo en el área limítrofe de las Tres Islas, y su construcción hubiera sido imposible de ocultar.

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