Caribes (19 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

—¡Es triste que únicamente aprendan a coñazos! ¿Y a ti qué te pasa, mariquita? —inquirió lanzándole una patada al costado—. ¿Te asusta la sangre?

—¡Eres un enano asqueroso e hijo de puta! —exclamó casi histérico
Cienfuegos
, a sabiendas de que herido y débil como se encontraba arriesgaba la vida—. Un cerdo repugnante que no merece vivir.

—¡Pues vaya una noticia! —replicó el otro sonriendo con naturalidad y como si con él no fuera la cosa—. Lo de enano e hijo de puta no es mérito mío, sino cosa de nacimiento. El resto sí que me lo he ganado a pulso.

Fue a tumbarse en la hamaca, balanceándose al tiempo que silbaba por lo bajo una pegadiza tonadilla, y el gomero tuvo que morderse los labios y apretar los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos para no abalanzarse sobre él, lo cual no hubiera conducido, probablemente, más que a un estúpido e inútil sacrificio.

—¡Le mataré! —musitó al fin muy quedamente—. Lo juro por Dios, y le suplico que no me permita volver a ver a Ingrid, si no acabo con la vida de estos cuatro canallas que son peores aún que los caribes.

Apartó luego el rostro sin conseguir evitar que gruesos lagrimones le empaparan la barba, incapaz de asistir a la desesperación de un hombre que corría enloquecido con el cuerpo de una niña que se desangraba entre sus brazos, para permanecer el resto de la mañana como una estatua de sal, tan imposibilitado de mover un solo músculo como si, de pronto, alguien hubiese desconectado hasta el último resorte que tensaba su cuerpo.

Día a día su vida había ido abriéndose camino a través de unos hechos que la mayor parte de las veces no acertaba ni tan siquiera a comprender, pero incluso en los momentos más difíciles su mente había conseguido asimilar que existían unas razones lógicas para que las cosas ocurriesen de aquel modo, ya que venían dadas por el feroz primitivismo de unos nativos de los que no se podía esperar más que salvajadas, pero ahora, aquel nefasto día de triste recuerdo, descubría, estupefacto, que seres que hablaban su misma lengua, tenían su misma nacionalidad y compartían idéntica cultura, se mostraban, no obstante, infinitamente más bestiales que el más bestial de los caníbales.

Un simple puñado de sucio oro que de poco valía en aquellas perdidas latitudes había bastado para que unos españoles indignos de tal nombre cometiesen la más ignominiosa acción de la que se hubiera tenido noticia, y, tal vez el hecho de ser tan directo testigo de hasta qué extremos de maldad podía arrastrar su fiebre, contribuyó en gran manera a que a partir de aquel momento el canario
Cienfuegos
, experimentase una profunda aversión por el despreciable símbolo de riqueza y poder que, para su desgracia, se encontraría siempre, de un modo u otro, íntimamente ligado a su existencia.

— ¿«
L
a Fuente de la Eterna Juventud»?

—Exactamente.

—¡No puedo creerlo!

—Nadie puede creerlo hasta que comprueba sus efectos.

—Pero yo siempre imaginé que eran fantasías —exclamó convencido el capitán De Luna—. ¡Leyendas!

—También se consideraba una fantasía el hecho de que la Tierra fuese redonda y ya veis —le hizo notar Juan de Oviedo cuya triste cara de caballo aparecía ahora más seria que nunca—. Desde muy antiguo se habló de un perdido manantial de aguas medicinales que tenían la propiedad de regenerar los cuerpos haciéndoles perder la flaccidez, las arrugas y el cansancio, y al fin Ojeda lo ha encontrado. —Se encogió de hombros—. Si en Europa existen termas que alivian los dolores de espalda o ayudan a evacuar sin dificultad, ¿por qué no puede existir aquí una fuente que rejuvenezca?

—¿Y fue Ojeda quien la descubrió? —inquirió interesado el vizconde de Teguise—. ¿El mismo Ojeda que estuvo con nosotros anoche?

—El mismo. El único e irrepetible Alonso de Ojeda, que ya desde la toma de Granada, e incluso mucho antes, dejó bien sentado que era un hombre tocado por el dedo de Dios, destinado a grandes empresas, como lo fuera en su día aquel caballero Reinaldo elegido para recuperar el Santo Grial.

—¡Santo cielo! —se maravilló el otro—. ¿Y dónde se encuentra esa fuente?

El asturiano tardó en responder, volvió la cabeza a uno y otro lado como si temiese que alguien pudiera oírles pese a que se encontraban en mitad de la playa, y tras rascarse pensativamente el mentón como si abrigara profundas dudas sobre si debería o no continuar hablando, añadió:

—Escuchadme con atención y tened en cuenta que me juego muchísimo si se llega a saber que os he hablado de esto, aunque al fin y al cabo estoy persuadido de que tratándose de un noble caballero, pronto o tarde acabaríais averiguándolo. —Bajó aún más la voz si es que ello era posible y musitó apenas—: Tan sólo el propio Ojeda sabe en cuál de las muchas islas que se alzan frente a las costas de Cuba, a un par de días de navegación desde aquí, está la fuente. El es, por tanto, el único que decide a quién le corresponde el turno.

—¿Turno? —repitió el vizconde—. ¿A qué turno os referís?

—¡Al que hay que guardar, naturalmente! —fue la impaciente respuesta propia de quien tiene la impresión de estar hablando con un imbécil incapaz de entender las cosas más sencillas—. El manantial no es demasiado grande y se han organizado grupos, que permanecen en la isla aproximadamente un mes que es lo que se necesita para rejuvenecer unos diez años.

—¡Diez años!

—Más o menos. —Le tomó por el brazo, obligándole a que se aproximara aún más—. ¿Recordáis al marqués de Gándara, el que nos ganó anoche a los dados? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Qué edad creéis que tiene?

El capitán De Luna dudó.

—¡Pues no lo sé! —dijo al fin—. Unos veinticinco.

—Casi cuarenta.

—¡No os creo!

—¡Señor! —se escandalizó el de Asturias haciendo ademán de echar mano a su espada—. ¿Dudáis de mi palabra?

—¡No, por Dios! —le atajó el vizconde—. No ha sido mi intención ofenderos. Es que se me antoja tan prodigioso…

—¡Y lo es! Naturalmente que lo es. —Juan de Oviedo fingió calmarse a su pesar—. ¿Pero creéis que si no lo fuera, continuaríamos aquí, en Isabela, donde no existe más futuro que el hambre y la muerte? En esta maldita tierra no hay oro, ni especias, ni las maravillosas ciudades que el almirante prometió. Es la esperanza que mantenemos de que nos toque el turno de ir a la isla, lo único que nos obliga a quedarnos aquí.

—Entiendo. ¿Y quién marca esos turnos?

—Ojeda.

—¿Y por qué no el virrey?

—Colón no sabe nada. Si lo supiera correría con el cuento a los Reyes que se apoderarían del manantial y lo utilizarían para favorecer a sus cortesanos o para imponer su voluntad a otros soberanos. ¡No! —negó con firmeza—. Ojeda es demasiado noble para eso. Tan noble que no quiere que su descubrimiento atraiga la corrupción, y por eso se ha impuesto a sí mismo no beneficiarse personalmente de su descubrimiento.

—¿Ha hecho eso? ¿No ha tomado las aguas?

—Se niega a hacerlo para no caer en tentaciones. Con su altruismo es como el sumo sacerdote de una nueva religión.

Esa noche, tumbado cara al cielo en su camastro, Su Excelencia el Capitán León de Luna no pudo cerrar los ojos hasta que comenzó a clarear el día, dándole vueltas y más vueltas a la inconcebible cantidad de fabulosos descubrimientos que había hecho desde su reciente llegada a «La Española». A ratos, en sus momentos de mayor lucidez, dudaba de que todas aquellas historias sobre «La Fuente de la Eterna Juventud» pudieran ser ciertas, pero luego, al recordar las medias palabras de Alonso de Ojeda y sus compañeros, y la aparente sinceridad de Juan de Oviedo, se inclinaba a aceptar que, efectivamente, aquel desconocido «Nuevo Mundo» ocultaba maravillas jamás imaginadas anteriormente.

Tan difícil resultaba desde luego admitir que la Tierra fuese redonda y se pudiera llegar al Este por el Oeste, como el hecho de que en él existiera una fuente medicinal que regenerase los tejidos.

Durante largas horas apenas dedicó, por tanto, un leve pensamiento a su fugitiva esposa ó al odiado
Cienfuegos
, puesto que de improviso incluso su desesperada ansia de venganza parecía haber pasado a un segundo plano frente a la posibilidad que tal vez se le ofrecía de recuperar una parte de aquella añorada juventud que ya empezaba a quedar atrás en su recuerdo.

—¡Diez años menos! —repetía obsesivamente como una machacona cantinela que se le hubiera instalado para siempre en el cerebro—. ¡Diez años menos!

Diez años menos siendo como era ahora un famoso capitán, noble, rico y respetado significaba casi tanto como empezar una nueva vida teniendo todos los triunfos en la mano.

—¡Diez años menos!

Muy temprano, sin haber dormido apenas, se puso en pie y deambuló enfebrecido por la ciudad buscando a Juan de Oviedo.

Cerca ya del mediodía acertó a descubrirlo al fin en un claro del bosque, librando un duro combate de entrenamiento a espada con un enloquecido marqués de Gándara, que saltaba de un lado a otro, reía y alborotaba como un auténtico chicuelo.

—¿Qué os parece? ¿Qué os parece? —gritaba sin cesar de dar salvajes mandobles que mantenían acorralado al asturiano—. Ya no abusáis de mí como antes.

—¡Eh! Ahora soy yo el que os agota y os obliga a suplicar clemencia. ¡Rendíos, bellaco! ¡Rendíos, viejo caduco!

Se interrumpió al descubrir que les estaba observando desde no más de diez metros de distancia, y pareció azorarse hasta el punto de inquirir en tono airado:

—¿Qué hacéis ahí? ¿Desde cuándo nos estáis espiando?

—¿Espiando? —repitió ofendido el capitán De Luna, haciendo ademán de abalanzarse sobre él—. ¿Cómo os atrevéis maldito deslenguado? ¡Os voy a enseñar a manejar la espada como un hombre y daos por muerto!

El otro no pareció amilanarse por la amenaza, colocándose de inmediato en guardia dispuesto a vender cara su vida, pero Juan de Oviedo se apresuró a mediar colocándose entre ambos al tiempo que alzaba los brazos.

—¡Haya paz! ¡Caballeros, por favor! ¿Qué modales son ésos entre amigos?

—¿Amigo alguien que osa acusarme de espía?

—¡Perdonadle! —suplicó con aire compungido el de la cara de caballo—. Perdonadle, por favor. Debéis comprender que en sus circunstancias tiene que…

—¿A qué circunstancias os referís? —le interrumpió bruscamente el de Gándara en tono de alarma—. ¡Medid vuestras palabras, Oviedo! ¡Recordad lo que habéis prometido!

El asturiano pareció dudar. Observó perplejo a ambos contendientes, y concluyó por dejarse caer, abatido, sobre el podrido tronco de un árbol.

—La culpa es mía —musitó en voz muy baja ocultando el rostro entre las manos—. ¡Unicamente mía!

—Alzó unos tristes ojos suplicantes—. Temo que he sido indiscreto.

—¿Cómo decís? —fingió horrorizarse el marqués—.

¿Acaso habéis sido capaz de…? —La muda respuesta que obtuvo bastó para obligarle a lanzar lejos la espada como si súbitamente le abrasara la mano—. ¡Dios, Dios!

—sollozó alzando los brazos al cielo—. ¿Cómo habéis podido…?

—¡Lo siento!

—¡Sentirlo no basta, Oviedo…! ¡No basta y lo sabéis!

¡Esto era un pacto entre caballeros! ¿Qué dirá Ojeda?

—¡No, por Dios! —suplicó el desgraciado asturiano aferrándole del brazo con aparente desesperación—. No le digáis nada a Ojeda o me apartará para siempre de la fuente.

—Sería lo justo. Es lo que merecéis.

—Para vos es fácil decirlo ahora, pero hace dos meses hubierais matado por conseguir uno de los primeros puestos. Aún recuerdo cómo os pusisteis cuando corrió el rumor de que la alemana iba a ocupar vuestra plaza relegándoos a un segundo viaje. Hubierais sido capaz de asesinarla.

—¿Alemana? —se apresuró a intervenir el capitán De Luna—. ¿De qué alemana habláis?

—¡No interrumpáis más, por favor! —le atajó el marqués con manifiesto mal humor—. Bastante daño habéis causado incitándole a hablar. —Se volvió a Juan de Oviedo y aunque su ceño continuaba fruncido y su expresión adusta, se diría que su tono de voz se apaciguaba un tanto—. ¿Qué es lo que le habéis contado exactamente? —quiso saber.

—No mucho. Tan sólo lo que se refiere a la Fuente y sus propiedades.

—¿Y os parece poco? —se asombró el otro—. ¿Sabéis lo que ocurriría si la noticia se difundiese por Europa?

¡Nos invadirían millones de desesperados de todo el mundo que la agotarían de inmediato sin servir de utilidad a nadie! —Le tomó de la barbilla y le obligó a alzar el rostro y mirarle de frente—. ¡Fijaos en mí! —añadió—. Estuve allí dos meses bebiendo y bañándome a diario de esa agua bendita que me ha devuelto a mis mejores años, pero si en lugar de los que fuimos, hubiéramos sido cien, todos hubiéramos regresado igual que antes.

¿Es que no lo entendéis? Es demasiado pequeña y hay que cuidarla.

—¡Lo entiendo! —emitió el otro compungido—. ¡Naturalmente que lo entiendo! Perdonadme.

—Ojeda es el único que puede hacerlo.

—¡Dios misericordioso!

—Permitidme mediar en favor de Don Juan —intervino de nuevo con cierta timidez el vizconde—. Me consta que nunca fue su intención ser indiscreto. Sin duda fue culpa mía ya que supe incitarle a hablar pese a que no era ése su deseo.

El marqués de Gándara, que parecía acabar de sufrir uno de los mayores desengaños de su vida, se dejó caer con aire abatido al pie de un árbol, y tras un largo rato de contemplar la espesura con aire ausente, se volvió a mirar de reojo a sus dos acompañantes.

—¡Bien! —dijo—. El daño ya está hecho, supongo que no hay remedio, y contárselo a Don Alonso de Ojeda significaría darle un disgusto semejante al que me habéis dado a mí. —Les apuntó acusadoramente con el dedo—. Pero os lo advierto; una indiscreción más y juro por Dios que no viviréis para contarlo. Dedicaré el resto de mi vida, que ahora es mucha, a perseguiros y aniquilaros dondequiera que os escondáis.

El vizconde se aproximó para acuclillarse frente a él, y con gesto de absoluta sinceridad se colocó la mano sobre el corazón.

—Tenéis mi palabra de honor de que jamás mencionaré este asunto. —Hizo una corta pausa, e inquirió casi con un esfuerzo—. Pero, decidme: ¿es cierto que tenéis ya casi cuarenta años?

—Los cumpliré en noviembre.

—¡Increíble!

—¿Realmente os lo parece? —sonrió el otro con una cierta coquetería ante el halago—. ¡Pues si vierais el efecto en las mujeres os quedaríais asombrado! Tal vez debido a su piel o a su condición femenina, el resultado es aún mejor.

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