—Yo no la acepto.
—Ni nadie te fuerza a ello. Urucoa se limitó a hacerte la corte ofreciéndote lo más hermoso que tenía.
¿Le hubieras golpeado a ella, o a cualquier otra muchacha por el simple hecho de regalarte flores?
—No. Naturalmente que no.
—Sin embargo, no estás obligado a acostarte con todas las mujeres que pretendan acostarse contigo, supongo…
—Desde luego.
—Pues de igual modo tampoco con los hombres —le hizo notar el indígena—. Hubiera bastado con que le dieras a entender a Urucoa que sus atenciones no eran de tu agrado, para que nunca más se hubiera atrevido a molestarte.
—Entró de noche en mi cabaña.
—A llevarte flores y frutas. Ni te tocó siquiera. Asegura que fuiste tú quien le aferró por la muñeca y empezó a acariciarle. ¿Es cierto eso?
—¡Lo es! —admitió el gomero de mala gana—. ¿Pero cómo iba yo a imaginar que se trataba de un tipo?
—Sin embargo, estabas dispuesto a hacer el amor sin siquiera verle la cara con tal de que se tratara de una mujer.
El canario señaló a la muchacha:
—Pensé que era ella.
—Pues no lo era. Y podría haberse tratado de una vieja horrible.
—Tenía una piel muy suave.
—Lo imagino.
—¡Vete al diablo! —se impacientó
Cienfuegos
—. Acabarás obligándome a sentirme culpable.
—Es que debes sentirte culpable —afirmó el otro convencido—. Has actuado de una forma estúpida, salvaje y cruel, y lo menos que puedes hacer es reconocerlo. —Le propinó un cariñoso azote a la chiquilla para que se marchara y poniéndose calmosamente en pie, añadió—: Ahora lo que tenemos que hacer es confiar en que no le queden marcas porque si decide denunciarte ante el Consejo de Ancianos lo vas a pasar muy mal.
—¿De qué carajo estás hablando?
—De que puede exigir que te desfiguren de la misma forma en que tú lo has hecho con él.
—Bromeas.
Papepac le dirigió una larga mirada de soslayo y se diría que en realidad se trataba de otro hombre.
—Yo casi siempre bromeo —admitió—. Pero esto es muy serio. Tus gentes llegaron aquí, matando, mutilando y esclavizando. Causaron más daño en dos meses que todo lo que nos han hecho sufrir los caribes en el transcurso de tres generaciones y ahora tú te comportas bestialmente. —Agitó la cabeza pesaroso—. No les gusta —concluyó—. No les gusta en absoluto.
—¿Y qué puedo hacer?
—Pedir disculpas a Urucoa. Sé amable con él, e intenta que no te denuncie ante el «Consejo de Ancianos».
—¡Mierda!
—Con eso no solucionas nada.
—¡Mierda, mierda y mierda!
—De acuerdo, pero ahora ve y habla con el muchacho.
Pero
Cienfuegos
necesitaba pensárselo, por lo que esa tarde se alejó por el estrecho sendero que bordeaba el río, para ir a tomar asiento en un recodo desde el que se dominaba la práctica totalidad del poblado, y desde donde observó cómo los niños se bañaban bajo las chozas, los pescadores arponeaban a los peces en un remanso, o los ancianos tomaban el sol a la puerta de sus rústicas viviendas.
Le agradaba aquel villorrio. Era probablemente el lugar más hermoso que hubiera encontrado en su agotador vagabundeo desde que abandonara La Gomera, y deseaba de todo corazón que se convirtiera en su hogar antes de lanzarse de nuevo a la aventura de intentar el vano empeño de volver a su patria, porque aún no se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarse una vez más a los mil peligros de la selva, ¿¨ necesitaba por lo menos un largo mes de reposo en un refugio en el que se sintiera realmente amado y protegido.
Quedarse junto a unos pacíficos indígenas que parecían estarle sumamente agradecidos por haberles librado de aquellos cuatro canallas, se le había antojado por lo tanto una solución ideal a sus problemas, pero las cosas amenazaban con complicársele una vez más, porque de improviso descubría que aquellas buenas gentes le tenían miedo, ya que había demostrado que en el fondo no era más que un «demonio peludo», tan brutal como pudieran serlo el morboso
Pichabrava
o el sádico enano. Uno violaba mujeres y el otro mutilaba niños mientras que él maltrataba muchachos que no habían cometido más delito que ofrecerle flores.
Le hubiera gustado saber lo que pensaban, pero sus pétreos rostros raramente expresaban sus auténticos sentimientos, y sus oscuros ojos semejaban negros pozos sin fondo.
Le rehuían, ya no asomaban a sus labios aquellas espontáneas sonrisas de días antes, e incluso le pareció advertir un leve gesto de hostilidad entre el grupo de los que sin duda compartían las aficiones de Urucoa por los encantos del propio sexo. De la noche a la mañana, la actitud de la comunidad parecía haber cambiado, puesto que de la noche a la mañana, su actitud con respecto a las normas de comportamiento de esa misma comunidad, también habían cambiado.
Se maldijo en voz alta por la bárbara reacción que había provocado su cerril intransigencia de isleño machista, y por el hecho, a todas luces incongruente, de que, a pesar de cuanto de portentoso había visto en aquellos últimos tiempos en un «Nuevo Mundo» que poco tenía que ver con el suyo, aún continuase conservando tantos viejos prejuicios del otro lado del océano.
Por último, llegó a la conclusión de que si bien había aprendido a sobrevivir en las selvas y los mares, y a librarse de las asechanzas de los caribes o los azawán, aún no había aprendido a pensar como lo hacían las gentes de aquellas tierras, por lo que hasta que no lo consiguiese, no podría aspirar a convertirse en un firme lazo de unión entre dos pueblos que nada tenían en común por el momento.
El camino era aún largo y difícil, y continuaba ignorándolo casi todo.
La comitiva aparecía encabezada por una banda de pífanos y tamborileros a los que seguían una veintena de hermosas muchachas escoltadas por medio centenar de guerreros que abrían marcha a su vez a unas lujosas angarillas transportadas a hombros por seis hombres, y en las que se recostaba la más hermosa mujer que Ingrid Grass, ex vizcondesa de Teguise y ahora más conocida por su nueva personalidad de Mariana Montenegro, hubiese visto nunca.
Enormes ojos oscuros y rasgados, larga melena azabache que le caía hasta las nalgas y un cuerpo pétreo y absolutamente escultural, daban fe de que la fama de que la princesa Anacaona era, sin lugar a dudas, la mujer más perfecta que hubiera nacido jamás en la isla de Haití no resultaba en absoluto exagerada.
El nombre de Anacaona estaba formado por los vocablos «ana», que en dialecto azawán significaba flor, y «caona», oro, y era la indescriptible belleza de
Flor de Oro
la que había hecho que el temido cacique Canoabó se enfrentara a medio mundo con tal de convertirla en su esposa, y la culpable quizá, de que, por intentar deslumbrarla, el arriesgado caudillo hubiera acabado por caer en la trampa que le tendía el astuto Alonso de Ojeda.
Las gallinas echaron a correr alborotadas, los cerdos gruñeron inquietos, e incluso los conejos buscaron refugio en lo más profundo de sus jaulas mientras la alemana y el cojo Bonifacio parecían incapaces de entender a qué se debía el alto honor de recibir la visita de la personalidad de más noble alcurnia de la comunidad indígena.
Todo fue desconcierto y confusión hasta el momento en que tras inclinarse con exagerada pomposidad y servilismo ante Su Excelencia Doña Marianita, el seboso Dominguillo
Cuatrobocas
le puso al corriente de que «La princesa» le quedaría sumamente agradecida si le permitiese acampar en los terrenos de la granja brindándole al propio tiempo su inestimable amistad.
—¿Mi amistad? —se sorprendió Ingrid Grass—. Naturalmente aunque no entiendo de qué puede servirle.
No soy más que una simple granjera, y ella es toda una reina.
—Quiere conocerte —fue la extraña respuesta del indio que más habilidad había demostrado nunca en Isabela a la hora de aprender idiomas—. Conocerte y aprender.
—¿Aprender qué?
—El comportamiento de una auténtica dama europea, y tú eres, hoy por hoy, la única dama que existe en Isabela. También quiere escuchar la voz de
Turey
.
Turey
era la campana que coronaba la iglesia, y que continuaba constituyendo una de las mayores atracciones de unos nativos que aún se extasiaban ante su sonido como si se tratara realmente de la voz de Dios que bajase a la tierra dos veces diarias.
La alemana dirigió una larga mirada de sorpresa al fiel Bonifacio que permanecía embobado por la inimitable figura de la desnuda princesa, y por último se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento.
—Mi casa es su casa —dijo al fin—. Y me encantará enseñarle cuanto esté en mi mano. ¿Qué es lo que tiene más interés en aprender?
—Cómo conseguir el amor del capitán Ojeda.
La respuesta dejó a la ex vizcondesa un tanto confundida por lo sincera y directa, ya que pese a tener clara conciencia de la sencilla espontaneidad de los nativos, no dejaba de ser, desde luego, algo más que chocante.
—¿El amor del capitán Ojeda? —repitió creyendo haber oído mal—. ¿El mismo Alonso de Ojeda que hizo prisionero a su marido con engaños?
—El mismo.
—¿Por qué?
—Porque le amo.
Ingrid Grass no pudo por menos que alzar ahora el rostro hacia Anacaona, que desde sus angarillas, de las que aún no la habían descendido sus porteadores, era quien había respondido a la última pregunta.
—¡Hablas español! —exclamó desconcertada—. ¿Quién te lo ha enseñado?
—Dominguillo
Cuatrobocas
—replicó
Flor de Oro
con voz profunda y densa, indicando con un ademán de cabeza al gordinflón—. Pero no me ha bastado para atraer a Ojeda.
Observándole así, fastuosamente atractiva envuelta en un exótico aire de misterio, coronada de flores y con un gran abanico de plumas, símbolo de su rango, entre las manos, Ingrid abrigó la seguridad de que ni Ojeda ni ningún otro hombre de este mundo necesitarían que pronunciase una sola palabra para sentirse irremediablemente atraídos por tan prodigiosa mujer, pero aun así, se limitó a franquearle el umbral de su casa que en esos momentos se le antojó el más humilde hogar del mundo.
Anacaona pareció sentirse sin embargo perfectamente a gusto en él desde el primer momento, y acomodándose en un pequeño tronco que sus servidores colocaron en el rincón más fresco de la mayor de las estancias, se limitó a observarlo todo con profundo detenimiento, y a estudiar de modo muy especial, los vestidos, los gestos y la forma de expresarse de su amable anfitriona.
En su difícil castellano, y auxiliada la mayor parte de las veces por el sudoroso y servil
Cuatrobocas
, expuso con toda naturalidad que jamás había amado a su sanguinario esposo Canoabó, con el que su hermano, el débil cacique Behechio la había obligado a casarse para evitar un enfrentamiento armado, y que desde el momento en que vio al capitán Ojeda erguido sobre su caballo y cubierto con su dorada armadura y su casco emplumado comprendió que había nacido para convertirse en su amante.
—Es un dios —concluyó segura de sí misma—. Y el dios que me liberó además de un despótico y cruel demonio con él que vivía continuamente atormentada.
Doña Mariana Montenegro, que había experimentado en propia carne el gozo y el dolor de enamorarse locamente de un hombre muchísimo más joven que ella, que no hablaba su idioma, y del que le separaban un millón de cosas, podía entender, mejor que nadie, que aquella adorable y sencilla criatura hubiese perdido la cabeza por el pequeño pero apuesto y encantador espadachín de Cuenca, por lo que no tardó en convertirse en una fiel amiga y aliada dispuesta a poner cuanto estuviera de su parte para ayudarla a conseguir su ansiado objetivo.
La alemana pareció comprender además, desde el primer momento, el inmenso beneficio que significaría para la naciente colonia la unión entre una reina indígena y el más respetado de los capitanes españoles, ya que las profundas diferencias de criterio que continuaban existiendo entre nativos y europeos constituían sin lugar a dudas el principal obstáculo a la hora de la deseada integración entre ambos pueblos.
Hasta el momento, y dejando a un lado las luchas que habían llegado a su término con la captura de Canoabó, la relación entre los componentes de ambas razas no habían acabado de definirse, ya que al tiempo que Colón y la mayoría de sus incondicionales aseguraban que los haitianos no eran más que salvajes, buenos únicamente para ser utilizados como siervos, el padre Buíl, Luis de Torres, «maese» Juan de La Cosa, Alonso de Ojeda y sus simpatizantes, opinaban, por el contrario, que pese a sus primitivas costumbres, el destino de los indígenas del «Nuevo Mundo» era el de convertirse en el más breve tiempo posible en auténticos ciudadanos españoles.
Resultaba evidente, no obstante, que las tesis del almirante prevalecían de momento, y que del temor a una revuelta que acabara con los habitantes de Isabela al igual que había ocurrido con los del «Fuerte de La Natividad», se había pasado a un claro sentimiento de desprecio por los nativos, hasta el extremo de que incluso el más bestial de los analfabetos recién llegados de la Península se consideraba poco menos que un dios frente a unos sencillos indios que aceptaban su supuesta inferioridad sin intentar siquiera cuestionarla.
La voz de la campana, el rugido de las bombardas, el espanto que producían en su ánimo los caballos, y el inconcebible desprecio por la vida o por el dolor ajenos de que hacían gala los barbudos extranjeros, les habían sumido en el más profundo desconcierto, y desaparecido Canoabó, que era el único caudillo capaz de aglutinarlos en contra de los invasores, se limitaban a dejarse dominar sumisamente, convencidos de que nada podían hacer frente a quienes parecían contar con la colaboración de los dioses del trueno, el fuego y la muerte.
Las mujeres pasaban a convertirse por tanto en meros objetos sexuales, y los hombres en mano de obra gratuita a la que se podía explotar sin temor a que quienes detentaban la máxima autoridad, ya que representaban a los Reyes Católicos, moviesen un solo dedo en favor de aquellos a quienes supuestamente habían venido a redimir.
Ojeda se indignaba.
Soldado ante todo, podía enfrentarse espada en mano a un feroz cacique y cortarlo en pedazos si en el fragor de la lucha venía al caso, pero en la paz aborrecía la idea de considerar a sus enemigos seres inferiores, aunque tan sólo fuera por el hecho de que aceptar tal cosa desmerecía por completo el valor de la victoria.