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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Caribes (27 page)

—Razón de más para vivir con la conciencia limpia…

—era en esos casos la inquebrantable respuesta del conquense—. Si un día el Señor me llama inesperadamente a su seno, tengo que ser capaz de presentarme ante él tan inmaculado como Su Santísima Madre desea que lo esté.

—¡Absurdo se me antoja que no consideréis pecado abrirle una raja a un tipo con una fría espada de acero, y os parezca mal abrírsela a una mujer hermosa, con otra más suave, caliente y natural! ¡Sobre todo cuando está deseando que lo hagáis! ¡A fe mía que no acabo de entender vuestros escrúpulos…!

—Vos sois marino de Santoña, y os educaron quizá con un criterio más abierto y diferente, pero yo nací en el seno de una familia de curas y soldados que tan sólo vivían para rezar y expulsar a los moros de su patria. De niño aprendí que matar infieles agradaba a Dios y fornicar desagradaba a la Virgen, y ya que me ha protegido en cien combates, lo menos que puedo hacer es respetar su suprema voluntad, o de lo contrario tal vez la próxima vez que me vea en una refriega me abandone a mi suerte.

—Por alguien como
Flor de Oro
se puede correr ese riesgo.

—¿Aun a costa de ir al Infierno?

—Perdonad si os ofendo, Ojeda, pero quien pone sobre la tierra a una criatura tan prodigiosa, no tiene derecho a enviar al Infierno a quien no ha sido capaz de resistir semejante tentación.

—A veces, sobre todo en los atardeceres en que paseamos a solas por la playa, me lo planteo también, pero luego recuerdo que su esposo está encadenado a la puerta del palacio del almirante, saludándome con profundo respeto cuando cruzo ante él, y me consta que se le rompería el corazón en mil pedazos si supiera que me aprovecho de su esposa… No puedo hacerlo, «maese» Juan. Sé que me comporto como un idiota, pero es así como me enseñaron a preservar mi alma, y así tengo que hacerlo.

Si difícil le resultaba al arriesgado piloto asturiano entender tal punto de vista, más difícil aún le resultaba, desde luego, a la ardiente
Flor de Oro
, que no acababa de aceptar el hecho evidente de que el más osado guerrero que hubiera conocido nunca se negara tan empecinadamente a aceptar aquello que tantos miles de hombres mucho menos varoniles aspiraban a poseer. Desde que tenía memoria se había visto asediada por los deseos de cuantos la conocieron, y tenía plena conciencia de que se encontraba en la plenitud de su belleza, pero, por más que lo intentara, «el pequeño dios blanco», no se decidía a ponerle la mano encima, con lo que estaba consiguiendo que un fuego interior, que podría haber alimentado a todos los volcanes de este mundo, amenazara con devorarla por completo.

Usaba ahora un sencillo vestido de algodón blanco que le había proporcionado la alemana, y que curiosamente realzaba aun más sus encantos que su perfecta desnudez, y hablaba y se comportaba tal como imaginaba que debía hacerlo una reina europea, pero aun así cada noche regresaba a su hamaca frustrada y enfurecida y en más de una ocasión se veía en la penosa obligación de tener que masturbarse ante la aparentemente impasible mirada de sus más fieles servidoras.

Todo ello la sacaba de quicio.

Echaba de menos las enseñanzas de Ingrid y vivía pendiente de la evolución de su salud pese a que tenía plena conciencia de que, tanto si la alemana lograba recuperarse como si fallecía, Alonso de Ojeda dejaría de frecuentar la granja con la asiduidad con que lo hacía en aquellos momentos.

Se había quedado por ello sin más consejero que el orondo y melifluo Dominguillo
Cuatrobocas
, del que se aseguraba que no sólo era el único haitiano capaz de hablar con absoluta fluidez el idioma de los conquistadores, sino, sobre todo, el único que conocía a fondo la mayoría de sus virtudes y defectos.

—¡Oro! —fue la firme respuesta de éste cuando su ama y señora le preguntó su opinión sobre la mejor forma de atraer al esquivo capitán hasta su hamaca—. Los españoles se vuelven locos por el oro. Ofréceselo y le tendrás a tus pies como un esclavo.

A la altiva indígena le resultaba inconcebible que un hombre joven y sano pudiera sentirse más interesado por un brillante metal, bueno tan sólo para confeccionar estúpidos adornos, que por la suavidad de su piel o la mórbida firmeza de sus pechos, pero aun así decidió aceptar la extraña sugerencia, por lo que ordenó a sus más veloces guerreros que corrieran hasta los dominios de su hermano, el cacique de Jaraguá, rogándole que le enviase de inmediato todo el oro que pudiese conseguir.

Cuando lo tuvo en su poder dispuso cuidadosamente un plan de acción que habría de conducirle a la victoria final y a la conquista sin paliativos de la inexpugnable fortaleza que constituía, al parecer, el honor y la honra del valiente capitán Alonso de Ojeda.

Soñó con Ingrid.

La vio tendida en un oscuro lecho, cenicienta e inmóvil, como muerta, sin aquella alegría que inundaba de continuo su rostro; sin su sonrisa, ni sus ojos vivaces; sin el eterno palpitar de sus húmedos labios ni el aleteo de sus manos buscando una íntima caricia, y se despertó sudando frío, horrorizado, pero abrigando, al propio tiempo, la indescriptible sensación de que en aquel espantoso sueño ella estaba muy cerca; mucho más cerca de lo que lo había estado desde que abandonara la isla de La Gomera.

¿Cuánto tiempo hacía ya?

No pudo calcularlo. Los días, los meses y aun los años se le habían ido escapando entre los dedos como el agua que se escurre al intentar beber en el cuenco de las manos y de la que bien poco se aprovecha, y la memoria le jugaba feas pasadas al intentar sumar monótonas jornadas de navegación con largos períodos en la selva o el cautiverio.

Se sentía una vez más profundamente deprimido y cansado hasta los huesos de aquel vagar sin rumbo por tierras tan extrañas, que a menudo resultaba imposible determinar si en realidad soñaba cuando estaba dormido, o la auténtica pesadilla comenzaba a tener lugar en cuanto abría los ojos.

Miró hacia arriba; hacia el espeso enramado que le protegía de la lluvia y le ocultaba a la vista del mundo, y le vino a la mente el recuerdo de la noche pasada, cuando dispuso de una oportunidad única de acabar impunemente con su perseguidor y lo dejó con vida.

Ahora, con la luz del nuevo día su enemigo estaría acechándole allá fuera, decidido a cortarle la cabeza, y había llegado, por tanto, la hora de arrepentirse por un estúpido acto de generosidad que nadie valoraría, y la hora de preguntarse hasta cuándo continuaría comportándose como un loco insensato incapaz de admitir que su deber primordial era conservar la vida, que era en verdad lo único que por lo visto estaban dispuestos a permitirle conservar en este mundo.

La vida, una espada, un viejo cuchillo, un macuto repleto de carne seca, y un desvencijado tablero de ajedrez con el que ya ni siquiera le apetecía jugar solo.

Y el recuerdo de una hermosa mujer que se iba diluyendo poco a poco en su memoria.

Le asustó la idea de que amaneciera un día en el que ya la rubia alemana no llenara por completo esa memoria.

Y le asustó aún más que ese hueco lo ocuparan recuerdos de muertes y desdichas; de amigos que sufrieron un amargo final; de soledad y hambre, y de instantes como aquel en el que se encontraba oculto a la orilla de un río, temeroso de abandonar su minúsculo escondite, y aguardando a que una larga flecha le atravesara el corazón de parte a parte.

Dejó pasar el tiempo acurrucado en el fondo de la canoa, con el oído pegado a la madera, escuchando así el rumor de un agua que discurría, monótona e incansable en busca de un inmenso mar dispuesto a devorarla.

Luego, sin saber muy bien por qué, aflojó las amarras.

La embarcación permaneció unos instantes pegada al fango de la orilla para deslizarse al fin muy suavemente, atravesar la espesa maraña de hojas y lianas, y dejarse llevar como un tronco caído hasta el centro del cauce.

Lloviznaba bajo un sol inclemente.

Nunca dejaba de admirarle el hermoso fenómeno atmosférico que tenía lugar tantas veces en las primeras horas de la mañana en las lagunas y ríos de la selva, cuando los rayos de un sol que había ascendido una cuarta sobre la línea del horizonte eran capaces de atravesar la cortina de agua que dejaba escapar una negra nube en vertical sobre la tierra, calentando sus gotas y dibujando hermosos arco iris que al rozar las amarillas copas de los «araguaneys» cubrían el cielo de prodigiosas luces como si de un castillo de fuegos de artificio se tratara.

«Lluvia con sol, amor.»

«Lluvia con lluvia, dolor.»

«Sol con sol, furor.»

Se preguntó quién habría inventado tamaña estupidez, y, por qué habían sido siempre los cabreros de La Gomera tan dados a repetirla como si se tratara de una aseveración incuestionable, y se preguntó, también, qué explicación le darían en una selva donde cualquier tipo de amor brillaba por su ausencia.

Evocó la lejana tarde en que la poseyó de rodillas, cara al sol que se hundía en el horizonte mientras una agua mansa y tibia les empapaba el cabello y el cuerpo sudoroso, y aceptó que tal vez en las montañas y lagunas de su isla aquella primera frase pudiera tener algún sentido, pero ahora, tumbado en el fondo de una rústica canoa y dejándose llevar por la corriente de un río cenagoso hacia un incierto destino, se le antojaba en verdad incongruente.

Pasó la nube, creció el bochorno, y un pesado y denso hedor a hojarasca putrefacta se apoderó del aire trayendo a su memoria la olvidada pestilencia del viejo cementerio en que enterró a su madre.

El olor de la muerte no hacía distinciones en la jungla entre seres humanos y hojas secas.

Luego lo descubrió en mitad del río, erguido y desafiante sentado en su piragua, hosco, ceñudo y empuñando con decisión una corta y pesada lanza de madera de chonta.

No era muy alto pero sus anchas espaldas sobresalían de las bordas, y la firmeza con que apretaba las mandíbulas denotaba a las claras que había llegado hasta allí dispuesto a luchar con él hasta la muerte.

Permitió que la embarcación se deslizara por sí sola mientras desenvainaba la espada, y al verle más de cerca pudo reconocerle como al primer nativo al que vio entregar una calabaza de polvo de oro al enano
Goliat
.

—¿Qué buscas? —gritó con su voz más profunda cuando se encontraban ya a menos de treinta metros de distancia.

El otro se llevó la mano al cuello haciendo un claro gesto de querer degollarle.

—¡Tu cabeza! —replicó secamente.

—¡Tal vez preferirías mi culo, marica de mierda!

El llamado Paujuí no pareció entenderle o no prestó atención a sus palabras, limitándose a arrodillarse afirmando las piernas a las bordas con vistas a mantener mejor el equilibrio mientras alzaba el brazo armado dispuesto a arrojar su corta y pesada lanza.

Cienfuegos
se limitó por su parte a alzar la mano en un claro ademán de tregua al tiempo que señalaba.

—¡Espera! ¡No seas estúpido! En el caso de que me mataras, que lo dudo, la piragua volcaría, mi cadáver se iría al fondo, y jamás encontrarías mi cabeza.

Ahora sí que el nativo captó a la perfección lo que estaba tratando de decirle, ya que dudó unos instantes y una sombra de preocupación surcó su pétreo rostro que aparecía cómicamente churreteado por la negra pintura de guerra que se él había corrido por efecto de la lluvia.

—Tiene que haber otra manera de solucionar este problema —señaló el canario sin dejar de empuñar por ello su arma—. Ahora que he demostrado que soy un cobarde escapando ante ti, existirá algún modo de que consigas el amor de Urucoa sin necesidad de que me mates.

—Necesito tu cabeza —fue la firme respuesta.

—¡Qué manía!

Las embarcaciones avanzaban al unísono empujadas por la suave corriente, conservando entre ellas una distancia de ocho o nueve metros, y tras meditar unos instantes sobre el difícil problema que se le planteaba, el gomero extendió la mano alzando su hermosa caja de ajedrez.

—¿Y si se lo regalaras? —quiso saber—. Podrás decirle que me ahogué y ésta es la prueba. —Sonrió levemente—.

Y te garantizo que le durará más que una cabeza que se pudre a los tres días.

Paujuí negó secamente.

—¡No sirve! —replicó adustamente—. El te ama, y hasta que no vea tu carroña, comida por los gusanos, no dejará de hacerlo. Sé que acariciará los pelos de tu cara varios días, pero cuando empieces a apestar te arrojará al río y correrá a buscarme.

—¿Los pelos de mi cara? —se sorprendió el cabrero—.

¿Es eso lo que le gusta al mariquita, mi barba?

El otro asintió con gesto compungido al tiempo que instintivamente se llevaba la mano a la limpia mejilla.

—Urucoa es extraño… —farfulló a punto de estallar en sollozos—. Yo creía que me amaba, pero en cuanto vio esa cosa horrible que te nace en la cara se volvió como loco.

Cienfuegos
recordó de improviso que, efectivamente, durante los cortos momentos de ansiosas caricias de aquella nefasta noche en que confundió a Urucoa con una muchachita, le sorprendió la avidez con que sus diminutas manos le mesaban la barba con absurda insistencia.

—¡Mierda! —masculló.

—Tengo que matarte —repitió machacón el indígena—.

Te mataré aunque tenga que buscar tu cabeza en el fondo del río.

—¡Plasta de tío! —se lamentó el canario—. Como seas tan pesado para todo, ese niño te da el culo aunque sea por cansancio. ¡Espera un poco y déjame pensar!

Pasaron unos cortos minutos en los que constituyeron sin lugar a dudas una extraña pareja dejándose arrastrar por el agua bajo el sol de justicia, uno esgrimiendo una espada y el otro una lanza, y observados con perpleja atención por los loros y los monos de la cercana selva.

Por último el gomero pareció tener una idea, e inclinando la cabeza contempló de medio lado a su enemigo.

—Si es sólo cuestión de barba, podemos arreglarlo —señaló.

El pobre indígena pareció profundamente desconcertado.

—¿Qué quieres decir? —inquirió ansioso.

—Que si lo que vuelve loco a Urucoa es mi barba, te la regalo. y en paz.

—¿Puedes hacerlo? —se asombró el otro—. ¿De verdad puedes quitarte esos pelos rojos de la cara y regalármelos?

—¡Naturalmente!

—¡No te creo!

—Yo nunca miento —replicó muy serio el gomero—.

Puede que sea un cobarde extranjero peludo y maloliente, pero nunca miento. Si te digo que te regalo mi barba es que es así. Regresarás al poblado barbudo, Urucoa se enamorará de ti, y viviréis felices y comeréis perdices para siempre.

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