Caribes (28 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

—¿Cómo lo harías?

—Confía en mí. —Le estudió con extraña fijeza—. ¿Prometes no intentar atacarme? —Ante el mudo gesto de asentimiento del otro que parecía haber olvidado por completo sus intenciones asesinas deslumbrando por el hecho inaudito de poder aspirar a ser dueño de una barba propia, añadió—: ¡Vamos a tierra y tendrás la más hermosa barba que nadie tuvo nunca!

Encallaron las embarcaciones en un playón de arena, y tras buscar un árbol oportuno
Cienfuegos
trazó en su corteza tres profundos surcos y se dedicó luego a afilar cuidadosamente su viejo cuchillo contra el filo de la ancha espada.

Una vez satisfecho tomó asiento en un tronco caído y comenzó a rasurarse con toda delicadeza, depositando hasta el último vello en una calabaza hueca que Paují, acuclillado ante él, sostenía fascinado.

Cuando sus mejillas aparecían ya tan limpias como las del propio nativo, éste extendió la mano y le rozó allí donde pequeños cortes sangraban levemente.

—¿Te ha dolido? —quiso saber.

—¡Sólo en el alma! —replicó seriamente—. ¡Ven! Siéntate aquí.

Le acomodó en su sitio aún con la calabaza en la mano, y encaminándose al árbol en el que había hecho los cortes, recogió con ayuda de una ancha hoja de plátano la pegajosa resina maloliente que había ido destilando para estudiarla con detenimiento, calcular que poseía la consistencia deseada, y regresar junto al embobado Paují al que embadurnó las mejillas generosamente sin olvidar la zona del bigote.

Por último, poniendo en ello toda su atención y luchando a brazo partido con el invencible deseo que sentía de echarse a reír, le fue pegando al idiotizado indígena, uno por uno, los pelos de su barba.

El resultado fue en verdad espeluznante. Con los negros dibujos guerreros totalmente corridos, la amarilla resina desparramada sin orden ni concierto, y desperdigados mechones de rojos cabellos entremezclados con arena, moscas y tierra pegados aquí y allá, el aspecto del pobre Paujuí clamaba al cielo, y el canario abrigó la absoluta certeza de que en cuanto le echara la vista encima a semejante adefesio, el delicado Urucoa sufriría un desmayo, se tiraría de cabeza al río, o experimentaría de pronto una desatada afición por las mujeres.

El enamorado guerrero se mostraba sin embargo sumamente orgulloso de sí mismo, inclinando de continuo la cabeza y bajando mucho los ojos para intentar contemplarse los rojos pelos de la punta de la barbilla, convencido como estaba de que en el mismo instante en que hiciera su aparición de aquella guisa en la cabaña de su amado, éste se precipitaría en sus brazos haciéndole entrega de sus más íntimos encantos.

Concluida la tarea, aunque sin conseguir despegarle una hoja seca y algunas briznas de hierba que el viento le había adherido a la mejilla,
Cienfuegos
se puso en pie y observó con gesto adusto a su desgraciada víctima, asintiendo pese a ello con aire satisfecho.

—¡Perfecto! —exclamó—. ¡Realmente perfecto!

—¿Seguro?

—¡Como si yo mismo la luciera! —añadió decidido a llevar al límite su descaro—. En mi país es costumbre muy extendida esto de intercambiarse las barbas.

Diez minutos después se despedían con un amistoso abrazo, y mientras el indio emprendía el regreso al poblado remando ansiosamente, el gomero se dejaba empujar sin prisas por la corriente en busca de aquel lejano mar que le separaba de la isla de Haití y la nueva ciudad que fundara el almirante.

Cuando se volvió por última vez para cerciorarse de que el estrafalario Paujuí desaparecía para siempre en la distancia, lanzó un hondo suspiro y comentó sonriente:

— ¡Me salvé por los pelos!

Pasó tres días en una hermosa y ancha playa aprovisionándose de frutas, huevos, tortugas y carne de iguana que puso a jarear junto con abundantes peces, aprovechando también para montarle a la ancha canoa una especie de balancín lateral que la hiciera más estable en mar abierto.

Más tarde reunió casi medio centenar de grandes cocos verdes, y practicándoles un pequeño agujero los vació de su azucarado contenido que sustituyó por agua dulce. Haciéndose a sí mismo la firme promesa de no consumir nunca más de dos de ellos por jornada, calculó que podría resistir casi un mes consciente como estaba de que si en ese tiempo no encontraba la isla y la ciudad, lo más probable era que su agitada historia hubiese concluido.

Pasó la última tarde tumbado a la sombra, contemplando aquel mar de color esmeralda que a ratos se le antojaba amistoso y otras terrible, y tejiendo sin prisas una especie de esterilla de hojas de palma que habría de servir de modesta techumbre que le pusiera a salvo de los violentos rayos de un sol que parecía brillar allí con más fuerza que en cualquier otra parte de este mundo.

En un determinado momento colocó ante sí una piedra que hiciera las veces de la isla de Haití, y alisando la arena forzó la memoria intentando marcar con el dedo los diferentes rumbos que podía haber seguido desde el momento en que abandonó el «Fuerte de La Natividad» a bordo del
Seviya
.

Resultó inútil. Su instinto le señalaba que su ansiado destino debía encontrarse en algún lugar del Noroeste, quizás una cuarta a la derecha del punto en que se disponía a ocultarse el sol en aquellos momentos, pero tenía plena conciencia de que aquélla no era, al fin y al cabo, más que una apreciación sin fundamento, ya que había dado tantas vueltas y se había encontrado perdido en tantas ocasiones, que confiar en una especie de impalpable sentido de la orientación resultaba por completo incongruente.

—Lo único cierto es que tengo que hacerme a la mar —se dijo—. Y esperar un milagro.

Había algo, no obstante, que llamaba poderosamente su atención. ¿Por qué siempre que pensaba en Ingrid le asaltaba la extraña sensación de que le estaba llamando desde aquel punto concreto del Noroeste? En buena lógica, en absoluta lógica, la mujer que tanto amaba debía encontrarse aún en La Gomera, la isla por la que salía un sol que habían ido dejando día tras día atrás a lo largo de dos meses de ininterrumpida travesía y, sin embargo, por alguna inexplicable razón, la sentía en dirección opuesta.

—No me sorprendería despertarme una mañana completamente loco —musitó convencido—. Con todo lo que me ha sucedido debiera estarlo hace ya tiempo.

Sin embargo, a solas en mitad de una blanca playa desconocida, teniendo ante sus ojos el mar y a sus espaldas la selva, el canario
Cienfuegos
se mostraba más tranquilo y sereno que nunca, ultimando hasta el último detalle la nueva y arriesgada aventura a la que se disponía a precipitarse, convencido de que tal vez cuando dejara de pisar aquella tibia arena estaría comenzando a escribir el postrer capítulo de su malhadada historia.

Por fin, con la aparición por levante de las primeras sombras, y consciente de que bajo el tórrido calor de aquellas latitudes era siempre mucho más práctico y menos agotador remar de noche y descansar de día, empujó al agua la embarcación y comenzó a bogar en dirección al Noroeste.

Una hora más tarde, cuando ya únicamente mil millones de estrellas le acompañaban en su viaje, descubrió sorprendido que tarareaba una vieja canción canaria, y que en lo más profundo de su corazón se sentía en cierto modo feliz de saberse tan prodigiosamente libre.

Poco después una inmensa moneda, primero de cobre, luego de oro y por último de plata, surgió del horizonte como extraída con infinito mimo por la negra mano de un prodigioso prestidigitador, y al lanzar sus destellos sobre la superficie de un agua que semejaba el azogue de un espejo, iluminó como en un sueño las húmedas espaldas de una familia de delfines que con sus idas y venidas parecieron pretender darle a entender que no se encontraba absolutamente abandonado en este mundo.

Les silbó, como recordaba que lo hacían los marineros de la
Marigalante
, por lo que saltaron ante su proa respondiendo con agudos chillidos de niños juguetones, y era tal la necesidad de amistad y compañía que sentía, que les habló durante largo rato pidiéndoles consejo sobre el incierto destino de su arriesgado viaje.

Con la luna se fueron.

Ella se hundió en el horizonte; ellos en un abismo ahora muy negro y, cansado de remar,
Cienfuegos
se tumbó a observar las estrellas que el afable «maese» Juan de la Cosa él enseñara a reconocer hacía ya tanto tiempo.

No habían cambiado.

Ni tan siquiera habían acelerado su lenta marcha a través del firmamento, y repitió sus nombres en voz alta como en un rito que pudiera devolverle a aquellas otras noches en que se sentía rodeado de otros muchos hombres que hablaban su mismo idioma y compartían sus mismos anhelos y temores.

Eran tantas ya sus desgracias, que incluso aquel absurdo viaje en la
Marigalante
, viaje que le alejaba milla tras milla de su isla y la mujer que amaba, regresaba ahora a su mente como una de las etapas más hermosas de su vida, tiempo en el que aprendió a leer, y escribir y conoció a personajes que tal vez algún día pasarían a formar parte de la Historia.

¿Qué habría sido de su buen amigo, el astuto Luis de Torres; del pusilánime Rodrigo de Jerez que juraba y perjuraba que el inocente tabaco de los cubanos tenía que ser dañino, o del mismísimo almirante Colón, empeñado en alcanzar la Corte del Gran Kan y sus palacios de oro?

Goliat
y sus compinches aseguraban que algunos habían regresado, y se preguntó qué cara pondrían si un día le veían aparecer surgido de la tumba.

—«Soy yo —diría—. El grumete»
Cienfuegos
; el polizón gomero del que todos se reían. Soy yo: el jodido
Guanche

Nadie querría creerle.

Nadie querría aceptar el absurdo relato de sus infinitas calamidades, puesto que incluso a quien las había padecido se le antojaban a menudo una fantástica pesadilla fruto tan sólo de una imaginación calenturienta.

Con la aparición del sol instaló a modo de techumbre la esterilla de hojas de palma y se quedó dormido.

De ese modo pasaron los días y las noches.

Diez, tal vez doce. ¿Qué importancia tenía?

Dormir, soñar, comer, beber, pescar, dormir. A veces incluso llorar.

Y remar.

Siempre remar.

Los delfines nunca volvieron.

La luna se cansó de alumbrarle.

Tan sólo el mar, inmóvil y plomizo, seguía de su parte.

El viento se había muerto, y ni tan siquiera una ligera brisa le lloraba, mientras un insoportable calor pesado y agobiante se hacía dueño de todo.

Luego, una noche, la atmósfera comenzó a condensarse y el nuevo día le sorprendió inmerso en la más espesa niebla de que jamás hubiera tenido noticia. Más allá de la proa nada existía y, cuando no bogaba, el silencio era tan denso que hacía daño al oído.

Nunca, como en los tres días que siguieron, le pareció estar viviendo una nueva pesadilla, y nunca experimentó un miedo tan sin cuerpo, puesto que aquella impenetrable calima más semejaba un sudario que envolviese al universo, que un mero fenómeno atmosférico, y ni tan siquiera se aventuró a preguntarse qué terrores sin cuento le aguardarían más allá de la impalpable barrera hecha de nada.

—Tal vez ya esté muerto —se dijo una mañana—. Tal vez aún no lo sepa, pero es posible que haya emprendido hace tres días el largo camino sin retorno.

Dos horas más tarde creyó percibir, muy, muy lejano, el metálico e incongruente repicar de una campana.


L
a princesa te espera.

El capitán Alonso de Ojeda se volvió molesto al servil y sudoroso Dominguillo
Cuatrobocas
, y observó de nuevo a Doña Mariana Montenegro que continuaba tendida en el lecho, pálida y quieta, sin que apenas el levísimo agitar de su pecho permitiera constatar que aún seguía con vida.

—Tengo que cuidarla —replicó.

—Es importante.

El de Cuenca estuvo a punto de responder con acritud, pero el cojo Bonifacio que aparecía acurrucado en un rincón, lejos de la tenue luz de la lamparilla de aceite, alzó apenas el rostro que escondía entre los brazos.

—Yo la atenderé —señaló quedamente—. Si ocurre algo enviaré a buscarle.

—Temo por ella.

—Nadie puede hacer nada. Está en manos de Dios.

Ojeda aún dudó, escrutó de nuevo la amplia papada del gordinflón y por último optó por ponerse cansinamente en pie para seguirle al interior de la noche.

Se encaminaron a la punta del cabo que cerraba la bahía y, ya en el límite de la larga fila de cocoteros, Dominguillo
Cuatrobocas
se detuvo para extender el brazo y señalar la entrada de una amplia cueva de la que surgía un leve resplandor.

—Allí —fue todo cuanto dijo antes de dar media vuelta y perderse de nuevo en las tinieblas.

El español aún permaneció unos instantes muy quieto, tentado de seguir al seboso nativo eludiendo lo que se le antojaba a todas luces una trampa, pero al fin llegó al convencimiento de que su inquebrantable fe en la Madre de Dios le libraría de todo mal y no sería propio de un capitán de los Reyes Católicos dar la espalda al peligro sin presentar batalla.

Penetró, por tanto, en la cueva con paso firme, pero lo que vio superó incluso sus propias expectativas obligándole a permanecer clavado en el umbral como una estatua de piedra. Un centenar de lamparillas iluminaban la amplia estancia en cuyo centro un inmenso lecho de rojos pétalos acogía el inimitable cuerpo de la princesa Anacaona que no se cubría más que con ricos aderezos de oro de los pies a la cabeza.

—¡Cielos…! —pudo balbucear al fin anonadado—. ¿Qué locura es ésta?

Ella extendió la mano invitándole a tomar asiento a su lado al tiempo que sonreía con una cierta tristeza.

—Mi nombre es
Flor de Oro
, ya lo sabes —dijo—. Aquí tienes el oro, es tuyo, pero quiero que sepas que sin duda lo más hermoso que guardo para ti, es el néctar que se derrama en el fondo del cáliz de mi cuerpo cuando te tengo cerca.

Azorado, el bravo capitán no pudo por menos que sonrojarse bajo la negra barba, y por largos minutos permaneció extasiado ante una indescriptible visión de la que sin duda nadie había sido testigo jamás anteriormente. Allí se juntaban la más deseable mujer imaginada y más oro del que pudiera concebir la insaciable ambición de los Colones, pero más aún que la perfección de aquel cuerpo o el inestimable valor de las riquezas, le impresionó la insondable profundidad del amor que se leía en los oscuros ojos de una dulce criatura que parecía estar a punto de quebrarse en mil pedazos si no le correspondían.

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