Caribes (24 page)

Read Caribes Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Por ello, la tarde que su buena amiga Doña Marianita acudió a ponerle al corriente de la llegada de Anacaona, y de que vería con buenos ojos la posibilidad de una unión de alto rango entre ambos pueblos, se mostró, quizá por primera vez en su vida, profundamente desconcertado.

—Admiro a la princesa —dijo—. Ya que es, sin lugar a dudas, la mujer más hermosa que pueda existir en este mundo, pero existen dos serios impedimentos a la unión que pretendéis.

—¿Y son?

—El primero, que considero impropia de mí la idea de apoderarme de la esposa de un guerrero al que hice prisionero utilizando una artimaña a todas las luces arriesgada, pero en cierta forma innoble. Son cosas que pueden aceptarse en la guerra, por salvar vidas humanas, pero un auténtico caballero no debe sacar mayor provecho de ellas.

—¿Y la segunda?

—La segunda es que a los quince años hice promesa de matrimonio a una niña de Córdoba, y aunque su padre se opone a nuestro enlace y la mantiene encerrada en un convento, aspiro a tan grandes hazañas y a conquistar tantos reinos, que acabaré por ablandar el corazón del viejo convirtiéndola en mi esposa, pese a que a estas alturas ya ni siquiera podría reconocerla e incluso ignoro si aún la amo.

Ingrid Grass observó con innegable simpatía a su interlocutor, y por último, asintiendo con un casi imperceptible ademán de cabeza, inquirió:

—Entiendo. ¿En verdad no existe una tercera razón?

—¿Cuál podría ser?

—El hecho de que consideréis a una nativa indigna de vos.

—En ese caso sería yo el indigno de ella —fue la sincera respuesta—. Os repito que
Flor de Oro
se me antoja la mujer más adorable de este mundo y que de no darse las circunstancias mencionadas, me sentiría feliz de entregarle mi vida, pero son realidades que están ahí, y no quiero olvidar.

—Ella odia a Canoabó. Le obligaron a casarse con él.

—Eso no cambia las cosas. Engañé a Canoabó, pero aún así me admira y me respeta como soldado. Si le arrebatara a su esposa me despreciaría como hombre.

—¿Tanto os importa la opinión de un indígena?

—No es solamente un indígena. Es un valiente caudillo, inteligente y noble a su manera. Pertenecemos a una misma casta que debe estar por encima de ideas, razas o nacionalidades, y me consta que si renunciara a ese concepto de las cosas, el principal objetivo de mi vida, la guerra, carecería por completo de sentido.

—¿No creéis, por tanto, que pueda haceros cambiar de idea?

—No, mientras Canoabó continúe con vida y yo mantenga el convencimiento de que Isabel aguarda mi regreso.

—¿Seríais capaz de casaros con una muchacha sin amarla e incluso sin reconocerla, tan sólo porque empeñasteis vuestra palabra de honor?

—Se puede recuperar un amor dormido e incluso un rostro olvidado, pero lo que nunca se puede recuperar, es un honor perdido. Me comprendéis, ¿verdad?

—Lo intento, aunque debo reconocer que me cuesta un gran esfuerzo —admitió la alemana—. De todos modos, no os pido nada definitivo: tan sólo que de tanto en tanto acudáis a la granja y os mostréis cortés con la princesa.

Aunque las cosas no resultaran como sería mi deseo, sigo pensando que tenerla cerca, atraerla a nuestra cultura, e integrarla de un modo u otro a nuestro mundo resultaría a la larga beneficioso para todos.

—Abusáis —protesto él sonriendo con picardía—. Visitar a esa mujer, saber que me ama y respetarla, constituirá una de las más duras pruebas que se hayan exigido a nadie jamás.

—De vos puedo esperarla.

—¿Tanta fe tenéis en mí?

—Necesito tenerla porque me recordáis a
Cienfuegos
—dijo ella—. En muchas cosas me gustaría que fuera como vos.

—Pero más alto —rió él.

—No necesitáis más cuerpo para albergar más alma —fue la sincera respuesta—. Ni mejor.

Ojeda le tomó la mano con profundo afecto y respeto.

—¡Tened cuidado! —advirtió sonriente—. Si además de su hermosura enseñáis a
Flor de Oro
a ser como vos, podéis abrigar el absoluto convencimiento de que olvidaré por completo mis promesas, con lo cual pondréis en peligro mi salvación eterna.

—Lo intentaré.

Y lo intentó, en efecto, puesto que de regreso a la granja, Doña Mariana puso todo su empeño en la ardua tarea de transformar el asombroso diamante en bruto que era en aquellos momentos la princesa, en una exquisita dama capaz de brillar en los más sofisticados salones de las cortes europeas.

Por su parte,
Flor de Oro
demostró una notable capacidad para aprender, y juntas acostumbraban a dar largos paseos por la playa que se extendía a espaldas de la granja, alcanzando a menudo la punta del cabo que cerraba la amplia bahía, cara ya al verde y profundo mar por el que llegaban, y se iban, las naves que unían Isabela con España.

Era aquel rocoso cabo el punto de observación más avanzado de la colonia, con un promontorio en el que el almirante tenía pensado alzar un faro que habría de convertirse en el adelantado del «Nuevo Mundo»; un hermoso y pacífico lugar en el que a la alemana le agradaba sentarse a contemplar el ilimitado horizonte, o la espesa niebla que, de tanto en tanto, se extendía sobre las quietas aguas como una blanca manta de algodón.

Pasaba allí largas horas escuchando el canto de los pájaros o el metálico repicar de
turey
, la campana que en los atardeceres convocaba a los fieles, a solas con sus recuerdos, o tratando de imaginar cómo sería su vida en la colonia si algún día una de aquellas naves le devolvía a su amado
Cienfuegos
.

Y ahora aceptaba compartir su rincón predilecto con la princesa, hablándole de Europa; de sus costumbres y sus gentes; de sus mujeres y sus hombres, y de cómo utilizar los innegables encantos que le había proporcionado la Naturaleza, con vistas a conseguir el amor de un pequeño capitán de generoso espíritu.

—Ojeda no es como todos —le decía—. Y no debe ofenderte el hecho de que no se lance sobre ti tal como sería tu deseo. Su profunda fe, y, sobre todo, su inquebrantable devoción a la Virgen, le impiden considerar a las mujeres como simples objetos con los que mantener una relación sin que medie un auténtico amor y un absoluto respeto. El quiere amar, pero desea hacerlo en toda la extensión de la palabra.

—¿Qué tienen que ver los dioses en las relaciones entre un hombre y una mujer? —Era en esos casos la pregunta de la haitiana—. Algo tan íntimo tan sólo nos incumbe a nosotros. Y a mí lo que me ofende, es que Alonso me respete tanto, no que deje de hacerlo.

—¿Preferirías que intentara acostarse contigo sabiendo que en realidad no te ama?

—¿Cómo puede llegar a amarme sin hacerlo? En ese caso su amor únicamente estaría en su mente, no en su cuerpo, y yo aspiro a tener ambas cosas.

Era aquél, sin duda, un concepto nuevo de la relación sexual para Ingrid Grass, que no pudo por menos que dedicar unos largos minutos a analizarlo mientras observaba cómo una manada de delfines se alejaba hacia mar abierto.

—Pero si se acostara ahora contigo, tendrías tan sólo su cuerpo.

—Más fácil me resultaría entonces adueñarme también de su mente, porque sé que dispongo de mejores armas para luchar —fue la sincera respuesta—. Consigue que al menos una noche comparta mi hamaca, y todo será más fácil.

Doña Mariana Montenegro no pudo por menos que sonreír ante semejante propuesta.

—Me estás pidiendo que actúe de alcahueta, no de maestra —dijo—. Y no es eso lo que convinimos. Mi misión es enseñarte a ser una dama, no una golfa.

—¿Acaso soy golfa por no cubrir mi cuerpo con ropas como las tuyas?

—No. Según tus costumbres, supongo que no.

—¿Serías tú golfa si anduvieras tan desnuda como yo?

—Según mis costumbres, supongo que sí.

—¿Quiere eso decir que ser o no ser golfa depende de las costumbres?

—Más o menos… —se vio obligada a admitir de mala gana la ex vizcondesa—. Depende de los lugares y las gentes.

—En ese caso, y como las costumbres de mi pueblo señalan que una mujer debe intentar conseguir el amor de un hombre utilizando su hamaca, yo nunca sería una golfa si lo hiciera.

—¡Visto de ese modo…!

—¿Cuál otro existe? —protestó
Flor de Oro
—. Estamos en mi tierra, así ha sido siempre, y así debe seguir siendo.

¿Por qué debe adaptarse mi gente a costumbres que vienen de muy lejos, y no la vuestra a las que rigen aquí?

Sin saberlo, y tal vez a cientos de kilómetros de distancia, Ingrid Grass se enfrentaba a un problema semejante al que inquietaba a
Cienfuegos
en aquellos momentos; problema que, al fin y al cabo, preocupaba y preocuparía en los siglos venideros a todos cuantos pusieran el pie en la orilla oeste del océano provistos de una cierta inquietud social.

¿Qué leyes deberían regir de allí en adelante en el «Nuevo Mundo», y a quién le había otorgado Dios el poder de dictarlas?

¿Por qué lo que imperaba —sin demasiado éxito por cierto— en el Viejo Continente, tenía que imperar también en el que aún permanecía incontaminado y virgen?

¿Era mejor taparse del cuello a los tobillos a andar desnudos, o mantener la hipocresía propia de una sociedad retrógrada y farisea, a echarlo todo por la borda actuando con la inconsciente desfachatez de los nativos?

¿No existiría tal vez un punto de confluencia exacto en el que españoles e indios pudieran encontrarse, uniendo así sus fuerzas para configurar una nueva sociedad más justa, más libre y más perfecta?

Paseando descalza sobre la fina arena, bañándose en los calurosos mediodías en una minúscula cala, o contemplando durante horas el inmenso mar que tal vez algún día le devolviera a su joven amante, Ingrid Grass, ex vizcondesa de Teguise, se repetía una y otra vez idénticas preguntas sin encontrar jamás respuesta alguna que le satisficiera.

Por desgracia, la historia avanzaba por caminos muy distintos a los que ella hubiera deseado.

El despellejado cadáver de un mono en el que se cebaban miles de moscas parecía aguardarle colgando en mitad de la cabaña, por lo que comprendió de inmediato que una vez más las cosas amenazaban con complicársele sin razón lógica alguna.

Cortó de un tajo la liana lanzando de una patada la carroña al río, y se tumbó luego a aguardar una explicación a semejante acto de hostilidad, explicación que le fue ofrecida al poco por un mohíno Papepac cuya eterna sonrisa parecía haber escapado por el momento de su rostro.

—Paují te desafía a muerte —dijo.

—¿Quién es Paují?

—Un guerrero.

—¿Qué le he hecho yo para que quiera matarme?

—Ama a Urucoa.

—¡Pues que se casen! No pienso pelear por culpa de un marica.

—No es el amor de Urucoa lo que está en juego. Paují entiende que has ofendido al muchacho, que ya jamás podrá volver a ser el mismo, y a menos que estés dispuesto a unirte a él, lavando así su honor, Paují te matará.

El canario no pudo por menos que dar un salto en su hamaca para quedar sentado en ella y observar de cerca a su pequeño interlocutor, cuyo ceniciento rostro semejaba una máscara.

—¡Espera un momento! —exclamó—. ¿Estás tratando de darme a entender que para que ese tal Paují no intente matarme tengo que acostarme con un marica?

—Exactamente.

—¡Tú estás loco!

—Más loco estás tú, que golpeas a la gente sin razón —fue la molesta respuesta del diminuto indígena—. Sin tu brutalidad nada de esto habría ocurrido. Y sin la de tus amigos no habría ahora aquí tantos niños mutilados.

—Hizo una corta pausa—. ¿Qué le digo a Paují?

—¡Que se vaya a tomar por el culo! —Advirtió la expresión de desagrado y preocupación de su amigo, y golpeándole con afecto el antebrazo, se esforzó por suavizar el tono de su voz—. ¡Entiéndelo! —añadió—. Tan absurda me resulta la idea de mantener relaciones con un hombre, como la de dejarme matar a causa de su honor. ¿Qué clase de honor puede tener un afeminado?

—El mismo que cualquier otro ser humano. Nació así al igual que yo nací pequeño y astuto, o tú pelirrojo y barbudo. ¡Imagínate que alguien se dedicara a golpearte tan sólo porque según sus costumbres los peludos no tienen derecho a vivir! ¿Qué harías?

—Machacarle el cráneo, supongo.

—Eso es lo que Paují opina —replicó el nativo con naturalidad—. Confiaba en que algún día Urucoa se iría a vivir con él, pero apareciste tú, tan alto y tan fuerte, y destrozaste sus sueños sin ni siquiera aprovecharlos. Es como si le hubieses despojado de su única comida para arrojarla al río.

—¡Eso es absurdo! ¡Yo no hice nada!

—¿Nada? —se asombró el otro—. Urucoa está tumbado en su cabaña con un ojo amoratado, dos dientes de menos y una tristeza tan honda que en cualquier momento puede morir, y tú aseguras que no has hecho nada —le observó con profunda severidad—. ¿Quién es el culpable entonces?

—¡El, desde luego! —replicó el gomero convencido—.

¿Quién le mandaba traerme flores?

—¿Acaso en tu país también es delito regalar flores?

—Entre hombres sí.

—Triste país debe ser ése —sentenció
el Camaleón
agitando pesimista la cabeza—. Todo el mundo debería regalar siempre flores. Las flores son lo más hermoso que la Naturaleza ha creado. Las flores, y los colmillos de caimán. —Hizo una larga pausa en la que contempló pensativamente a su amigo y por último inquirió desconcertado—: ¿Tan insoportable te resulta la idea de amar a Urucoa? Es un muchacho muy atractivo.

—¡Pero bueno…! —se indignó de nuevo el canario lanzando un resoplido—. ¿Acaso tengo pinta de bujarrón? —Se golpeó la frente repetidamente con el dedo y añadió—: ¡Métete esto en la mollera; antes muerto que marica!

El diminuto indígena que había permanecido acuclillado frente al español, se puso lentamente en pie, se aproximó a la entrada de la estancia y contempló pensativo el manso río y la espesa selva que nacía en la otra orilla. Por último, alzando la cabeza para apoyar la nuca en uno de los soportes de la techumbre, señaló roncamente:

—Me horroriza pensar en lo que ocurrirá si tu gente regresa. Una sociedad que considera que un puñado de oro vale más que la mano de un niño, o que es preferible la muerte al amor, aunque sea homosexual, debe encontrarse en verdad enferma, y es la suya una enfermedad horrible y contagiosa —señaló con un amplio ademán el hermoso paisaje que se abría ante él, y en idéntico tono, pesimista y amargo, continuó—: Los abuelos de mis abuelos llegaron a estas tierras viniendo de los cielos a través de los mares, y durante miles de años hemos vivido en paz aquí, respetando cuanto nos rodea. Podemos respetar incluso a nuestros peores enemigos, los caribes, puesto que comprendemos que son como el jaguar o la anaconda, bestias que necesitan alimentarse y sólo saben matar. Pero ahora llegáis vosotros y no conseguimos entender para qué os sirve ese polvo amarillo, ni a qué conduce tanta crueldad gratuita. —Se volvió a mirarle—. Estoy asustado —concluyó—. Muy asustado. Cuando te miro continúo viendo el rostro de un amigo, pero presiento que representas todo aquello que provocará el fin de nuestra raza.

Other books

Kill the Ones You Love by Robert Scott
Drifting House by Krys Lee
Aloft by Chang-Rae Lee
Gat Heat by Richard S. Prather
Make Me (Bully Me #2) by C. E. Starkweather
Silver and Salt by Rob Thurman
The Good Neighbour by Beth Miller