Durante más de diez minutos nadie hizo el más mínimo gesto.
Al fin, en la puerta de la cabaña circular hizo su aparición un anciano adornado con infinidad de plumas de todos los colores, que se aproximó caminando lentamente con las piernas muy abiertas ya que la exagerada deformidad de sus gruesas pantorrillas le impedían moverse con naturalidad.
Las mujeres inclinaron con profundo respeto la cabeza e iniciaron al poco una especie de monótona letanía que no cesó hasta que el recién llegado se detuvo ante los españoles a los que observó con profundo detenimiento.
Su gesto fue claramente reprobatorio.
Luego se aproximó aún más, comprobó interesado la textura de los andrajosos pantalones e incluso palpó los flacos cuerpos de los cautivos y la espesa barba del viejo
Virutas
, agitando una y otra vez negativamente la cabeza.
Por último lanzó un ronco gruñido que debía ser sin duda una orden.
De uno de los chamizos surgieron al poco dos mujeres cuyo aspecto era notablemente diferente al de las que permanecían en cuclillas, ya que sus piernas no presentaban deformidad alguna y eran mucho más gruesas, con cabellos más lisos y facciones más parecidas a las nativas de Cuba o Haití, que dejaron ante los dos prisioneros sendas calabazas para desaparecer rápidamente por donde habían venido.
Entre varias de las caribes sentaron a los prisioneros en el suelo, y obligándoles a abrir la boca, les introdujeron en ella una especie de gruesa caña hueca por la que comenzaron a verter calmosamente el pastoso y hediondo contenido de las calabazas.
Cienfuegos
comprendió bien pronto que cualquier tipo de resistencia resultaba por completo inútil, ya que le aferraban por el cabello manteniéndole la cabeza clavada al poste, y tuvo que engullir así, como una oca, hasta que tuvo la sensación de que el repelente potaje acabaría saliéndole por los ojos.
Poco después les amordazaron con largas tiras de piel, para impedir que vomitaran, y les dejaron allí, con los estómagos monstruosamente dilatados y a punto de perder el sentido, dada la intensidad de los retortijones que continuamente les asaltaban.
Durante las semanas que siguieron los dos españoles tuvieron que soportar de igual modo el más espantoso infierno que hubiera vivido jamás ser humano alguno, puesto que la terrible ceremonia de cebarlos se repetía tres veces diarias, para devolverles luego al fondo del pozo donde pasaban la noche entre indescriptibles padecimientos.
—Su estado mental era el de una especie de semiinconsciencia perpetua, con escasos momentos de lucidez en los que apenas conseguían coordinar las ideas, puesto que un continuo dolor de vientre les obligaba a revolcarse sobre sus propios excrementos, sin fuerzas más que para pedir a Dios que les enviase cuanto antes la muerte.
Por fin el anciano emplumado hizo nuevamente su aparición una mañana, y aunque se mostró satisfecho al comprobar lo mucho que habían engordado, pareció comprender que el «régimen» era excesivo por lo que ordenó que se redujera de forma notable.
Poco a poco, el viejo
Virutas
y el canario
Cienfuegos
iniciaron un lento regreso al mundo de los vivos.
Pudieron comprobar entonces que no eran los únicos en padecer tan terrible tormento, ya que la mayoría de los pozos se encontraban ocupados por mujeres y niños que sufrían un tratamiento semejante, y en conjunto podía considerarse que el poblado era en realidad una especie de inmensa granja de engorde, en la que los animales domésticos habían sido sustituidos por personas.
¿Pero dónde estaban los hombres?
—De caza —fue la tímida respuesta de una de las cautivas: una haitiana que llevaba más de diez años en la isla y no tenía al parecer otra misión que la de preparar comida y engendrar hijos para que fueran igualmente cebados—. Salieron hace ya cinco lunas y aún no han vuelto. —Lanzó un hondo suspiro—. Hasta que regresen no habrá más muertes, pero ese día, muchos, ¡muchos!, serán devorados en un inmenso festín.
Cienfuegos
que durante su larga relación con Sinalinga había logrado aprender aceptablemente el dialecto azawán —que poco o nada tenía en común con los guturales gruñidos de los caribes— no hizo comentario alguno, pero esa noche, a solas con el carpintero, señaló convencido:
—Tal vez aún nos quede una esperanza.
—¿Qué clase de esperanza? —masculló el derrotado Bernardino de Pastrana—. Mi única esperanza es morir de una vez, pero no quieres ayudarme.
—¡Escucha! —se impacientó el gomero—. Para morir siempre hay tiempo. Lo que ahora importa es que con un poco de suerte tal vez el festín para el que estamos destinados nunca se celebre. ¿Te has fijado en los dibujos que lleva en el pecho el pajarraco de las plumas?
—Naturalmente que me he fijado —replicó el otro de mala gana—. Me aterrorizan. ¿Qué pasa con ellos?
—Que, o mucho me equivoco, o son idénticos a los que lucían los salvajes que aniquilamos en el «Fuerte».
—¿Y qué?
—Que si la memoria no me falla, de eso debe hacer unos cuatro meses.
Por primera vez en mucho tiempo los ojos del viejo
Virutas
relampaguearon.
—¿Pretendes insinuar que es posible que aquellos guerreros fueran los machos que estas bestias están esperando? —quiso saber.
—¿Por qué no? Todo coincide: son caníbales, tienen el mismo aspecto, se pintan de igual forma, y se marcharon de aquí poco antes de que nos atacaran. Si ésta es la primera isla que hemos encontrado al salir de Haití, lo lógico es que sea hacia allí hacia donde suelan dirigirse durante sus correrías.
Durante largo rato el anciano carpintero permaneció muy quieto abrazado a sus rodillas en un rincón del oscuro pozo que hedía a vómitos, sudor y mierda, pero acabó por encogerse de hombros con gesto profundamente fatalista:
—Al fin y al cabo ¿qué más da? —musitó—. Continuarán cebándonos hasta que reventemos, y con hombres o sin ellos acabarán comiéndonos. El día que se convenzan que no van a volver, todo habrá terminado.
—¡Pero habremos ganado tiempo! —señaló el pelirrojo con firmeza—. Y durante ese tiempo tal vez encontremos la forma de escapar. Se supone que somos seres civiliza dos e inteligentes y ellas poco más que monos de la selva. ¡Es cuestión de pensar!
—El hambre aguza el ingenio —refunfuñó el viejo—.
Y yo ahora estoy siempre empachado. Se me olvidó pensar.
—Pues ya es hora de que empieces a recordar cómo se piensa —fue la seca respuesta—. A mí me esperan en Sevilla, y aún confío en que lo que tengo entre las piernas sirva para algo más que para aperitivo de salvajes.
Apenas tres días más tarde el canario pudo comprobar, de forma harto desagradable, que su espectacular miembro viril serviría en realidad para algo más que para simple aperitivo de salvajes.
Fue como siempre el adusto y arrugado hechicero el que emitió una nueva orden, y al poco trajeron a una joven cautiva; una muchacha haitiana a la que el miedo parecía mantener perpetuamente enloquecida, que se limitó a arrodillarse ante el gomero abriéndose de piernas y ofreciéndole sumisamente su sexo y su trasero.
Una de las caribes liberó entonces a éste de sus dolorosas ataduras, y con procaces gestos le dio a entender que copulase con la muchacha, que había hundido la frente en la arena cerrando los ojos y aguardando a que la penetrara con la indiferencia de un animal vacuno.
Horrorizado e incapaz de salir de su asombro, el cabrero observó aquel cuerpo entregado de antemano, y a las docenas de mujeres y niños que le contemplaban con extraña fijeza, e instintivamente dio un paso atrás negando una y otra vez con la cabeza.
—¡No! —exclamó en español aun a sabiendas que no podían entenderle—. ¡No pienso hacerlo! No soy un animal.
Dos lanzas le aguijonearon en la espalda, y el hechicero lanzó un ronco gruñido amenazador.
—¡He dicho que no! —repitió firmemente.
Una de las caribes se aproximó aún más, de un brusco manotazo le desgarró lo poco que quedaba de sus mugrientos y deshilachados pantalones, y tras un breve instante de asombrado silencio, un murmullo de cuchicheos y risitas histéricas se extendió por la amplia explanada obligando al emplumado anciano a fruncir el ceño lanzando un ronco rugido.
De inmediato, entre tres mujeres arrojaron al suelo al pelirrojo colocándolo de rodillas tras la muchacha, y dos más le aguijonearon nuevamente con las lanzas intentando obligarle a cumplir a la fuerza la misión para la que había sido elegido.
Cienfuegos
lanzó un aullido de ira tratando de liberarse pero cuanto obtuvo fue una lluvia de golpes que le hicieron sangrar por la nariz amoratándole el ojo izquierdo.
La haitiana se volvió a mirarle y murmuró en su idioma:
—¡Hazlo o te castrarán!
—¿Cómo has dicho? —inquirió temiendo haber oído mal.
—Que si comprueban que no sirves para preñar te castrarán para que engordes más aprisa.
—¡Dios bendito! —exclamó el cabrero desolado—. ¡No es posible!
—Aquí todo es posible —fue la triste respuesta.
Cienfuegos
permaneció unos instantes desconcertado intentando aceptar la idea de que tenía que conseguir una erección delante de casi medio centenar de testigos si pretendía continuar siendo un auténtico hombre, y tan sólo volvió a la realidad al advertir que dos de sus captoras comenzaban a manosearle groseramente intentando obligarle a penetrar a la muchacha como si se tratara de un toro o un caballo incapaz de valerse por sí mismo.
A punto estuvo de vomitar sobre la espalda de la infeliz muchacha, y tuvo que hacer uno de los mayores esfuerzos de su vida para conseguir escapar a la realidad de cuanto le rodeaba centrando su mente en el hecho de que tenía ante sí una mujer sin el menor atractivo, pero a la que debía poseer a toda costa.
Minutos después se hizo un denso silencio, roto tan sólo por los gemidos de dolor y placer que lanzó la joven cautiva cuando un descomunal pene la penetró hasta las mismas entrañas y el canario comenzó a moverse rítmicamente en su interior.
Las caribes cuyos hombres se habían hecho a la mar hacía ya más de cinco meses permanecieron muy quietas, como embobadas y más de una se estremeció de punta a punta al advertir cómo la muchacha lanzaba ahora entrecortados jadeos de placer para acabar de emitir un prolongado aullido, caer de bruces y comenzar a agitarse presa de un incontenible espasmo que le obligaba a golpear el suelo con los puños al tiempo que pataleaba como si estuviera a punto de morir en pleno orgasmo.
Cumplida su misión, el gomero se puso calmosamente en pie y se alejó muy despacio hacia el cercano bosque sin que nadie hiciera el más mínimo ademán por detenerle.
Encontró un arroyuelo, se introdujo en el agua, y permitió que la suave corriente fuera desprendiendo muy despacio la gruesa capa de mugre que cubría cada centímetro de su piel.
Poco después lloraba mansamente al comprender que tal vez había engendrado un hijo destinado a ser cebado y devorado como un cerdo.
La desagradable escena se repitió casi a diario, pero pasado el primer momento de asco y vergüenza,
Cienfuegos
pareció comprender que en cierto modo lo ocurrido había servido para permitirle cobrar un innegable ascendiente sobre las caribes, que él contemplaban ahora como una especie de extraño superhombre de inmensa estatura, cuerpo de Hércules, cabellos de fuego y desproporcionada virilidad.
Inconcebiblemente racistas debido sin duda a su peculiar forma de vida, las mujeres de la mayoría de las islas que más tarde serían conocidas como Pequeñas Antillas, no concebían la idea de mantener relaciones sexuales con un extraño, dado que el fruto de tal unión sería siempre considerado impuro y estaría condenado desde su nacimiento al engorde y sacrificio.
Sus machos engendraban en las hembras cautivas hijos destinados al «consumo», pero una madre caníbal jamás corría el riesgo de que una criatura nacida de sus entrañas pudiera acabar siendo devorada por sus congéneres.
Debido a ello y para evitar confusiones, el brujo de la tribu ligaba las piernas de los chiquillos de pura raza desde el día mismo de su nacimiento, provocando una extraña deformidad en las pantorrillas que casi triplicaba su grosor, lo que constituía a sus ojos la más preciada muestra de belleza ya que les permitía diferenciarse a simple vista del resto de los mortales.
«Caníbal, no come caníbal», era la más antigua y respetada de sus leyes, pero con la excepción de quienes gozaran del dudoso privilegio de poseer unas piernas monstruosas, la práctica totalidad de los seres humanos constituían seguros candidatos a servirles de almuerzo.
Desatendidas por sus hombres desde hacía ya casi medio año, las mujeres caribes se mostraban por tanto visiblemente ansiosas y enceladas, pero pese a ello se mantenían a prudente distancia del único hombre aparentemente disponible del poblado, aunque no dudaran a la hora de utilizarlo como semental para preñar a las cautivas y conseguir así nuevo ganado humano.
La contemplación de la cópula diaria contribuía sin duda a excitarlas, y el canario llegó muy pronto a la conclusión de que muchas comenzaban a mirarle con otros ojos, calculando tal vez que podía convertirse en su única esperanza en el caso de que los guerreros que se habían hecho a la mar tiempo atrás, nunca volviesen.
La sola idea de que tal cosa pudiera ocurrir le repelía, puesto que le enervaba imaginar que una de aquellas repugnantes criaturas infrahumanas pudiera tan siquiera rozarle, pero abrigó el convencimiento de que tal posibilidad tardaría bastante tiempo en plantearse, por lo que de momento se limitó a obtener el mayor provecho posible de su nueva y curiosísima situación.
Ya no era tan sólo una especie de bestia destinada al engorde, sino alguien en cierto modo valioso, por lo que se apresuró a imponer sus condiciones, y valiéndose de una de las cautivas que dominaba ambos idiomas, le hizo comprender al viejo emplumado que si pretendía que siguiera cumpliendo con su «trabajo» tendría que concederles, tanto a él como a su compañero, un régimen de cautividad más llevadero.
La necesidad de que preñase a las esclavas debía ser, sin duda, muy imperiosa a los ojos del arrugado hechicero, ya que tras un largo retiro en la cabaña que parecía constituir el santuario de la tribu, aceptó que se les permitiera circular con relativa libertad por el poblado, siempre bajo la atenta vigilancia de tres mujeres fuertemente armadas que se mostraban muy capaces de acabar con ellos a la menor señal de alarma, aunque a decir verdad la pequeña isla no parecía ofrecer demasiados lugares a los que dirigirse, constituyendo en el fondo una especie de agreste presidio natural del que debía resultar imposible evadirse sin el concurso de una sólida embarcación.