Como la suave playa que recibe la ola sin aparente oposición, pero que acaba por rechazarla mansamente quedándose con parte del agua y permitiendo que arrastre al tiempo millones de granos de su arena, así el «Nuevo Mundo» se dejaba invadir invadiendo a su vez a los recién llegados en lo que habría de constituir una sutil y muy particular forma de convivencia que en el transcurso de una sola generación se fusionaría de tal forma, que pocos serían capaces de precisar en qué lugar concluía una cultura y comenzaba la opuesta.
Además del idioma, la religión, las leyes y las costumbres, España aportaba a ese patrimonio común caballos, vacas, ovejas, gallinas, patos, cerdos, palomas, asnos, trigo, arroz, garbanzos, naranjas, vides, centeno, caña de azúcar y judías, al tiempo que recibía maíz, cacahuetes, tomates, tabaco, fresones, quina, cacao, y más adelante, la coca y la patata, pero, sobre todas las cosas, los españoles llevaron consigo al atravesar el vasto océano un feroz e intransigente individualismo que se convertiría a la larga en su principal fuerza de choque a la hora de enfrentarse al sumiso comunitarismo tribal de los indígenas.
Porque ya desde aquel segundo viaje del almirante quedó bien patente que la conquista de las nuevas tierras no sería encarada como una «misión de Estado» en la que los reyes tomaban la iniciativa lanzando todo el poder de su maquinaria gubernamental sobre tan apetitosas posesiones, si no que esos reyes se dedicarían más bien en la mayoría de los casos a ejercer la función de remunerados testigos —y a menudo rígidos jueces— de las arriesgadas iniciativas privadas de sus valientes y desesperados súbditos.
Durante más de un siglo la Corona se limitó a ir a remolque de adelantados y encomenderos que se jugaban vida y hacienda en ensanchar el imperio, obteniendo casi siempre a cambio de su inoperancia la mejor parte del botín conseguido, e ingeniándoselas la mayoría de las veces para eludir sus responsabilidades en los momentos difíciles.
Así como Roma procuró adueñarse del Mediterráneo enviando por delante unas legiones que iban siempre acompañadas de gobernadores, magistrados o recaudadores de impuestos encargados de imponer su ley y su orden, así la España oficial se adueñó del mundo de su tiempo sin mover apenas un dedo.
Expectantes y recelosos, los sucesivos reyes españoles eligieron la fácil vía de conceder avales y capitulaciones a quienes querían embarcarse en la peligrosa aventura, aunque reservándose, eso sí, el derecho a castigar a quienes no actuaran tal como ellos, a miles de leguas de distancia del escenario de los hechos, consideraban que se debía actuar.
El resultado lógico tenía que ser el caos, y así se puso de manifiesto desde el primer momento en aquella ciudad nefasta, levantada sin ningún criterio lógico por un marino que lo único que deseaba era librarse cuanto antes de su carga de hombres y bestias, para continuar su ansiosa búsqueda de la soñada corte del Gran Kan.
—La gente anda enferma y agotada —sentenció una tarde Luis de Torres fumando uno de sus amados tabacos sentado a la puerta de la casa de Doña Mariana Montenegro—. Pocos consiguen acostumbrarse a los alimentos que ofrece esta tierra, y como continúen echando mano a las semillas y los animales que trajimos, pronto no tendremos ni presente, ni futuro.
—Mis animales no va a comérselos nadie hasta que les llegue su momento —sentenció la alemana con firmeza—.
Ni mis semillas tendrán otro fin que germinar. Resistiré lo que haga falta, pero tendré mi granja.
—Pero no todos poseen ese mismo espíritu, porque no todos tienen a un
Cienfuegos
a quien esperar —le hizo notar el converso—. La mayoría se habían hecho a la idea de que esto era cuestión de llegar, recoger un oro que crecía en los árboles, y regresar a casa a ser ricos para siempre.
—Cambiarán de idea.
—¿Cuándo? ¿Cuándo estén bajo tierra? Se murmura que Colón tiene prisa por partir de nuevo hacia el Oeste, y que dejará como gobernador a su hermano Diego. ¿Os imagináis. a ese pobre hombre, que no sueña más que con que le nombren obispo, rigiendo los destinos de un lugar como éste? Acabaremos como en el «Fuerte de La Natividad».
—No seáis tan pesimista.
—¿Pesimista? —se sorprendió el otro—. A fuerza de ser sincero debo reconocer que aquel emplazamiento era mil veces mejor y que allí, aunque escasos, quedaron hombres bragados que sabían hacerle frente a los problemas. En Isabela, excepto Alonso de Ojeda y sus alborotadores caballeros de espuela y capa raída, el resto no son más que asustadizos villanos de baja estofa que se sienten estafados. Ya claman por regresar.
—Pues mejor será que les permitan hacerlo —replicó Ingrid Grass con aire convencido—. Dominar estas tierras y sus gentes, no va a constituir en absoluto empresa fácil y lo mejor que nos podría ocurrir es que los pusilánimes desaparecieran cuanto antes. El miedo es como una peste contagiosa.
—¿Vos no tenéis miedo?
—Tan sólo a una cosa…
…a que
Cienfuegos
nunca regrese, lo sé —concluyó la frase el converso con una leve sonrisa—. El tiempo no ha conseguido que vuestro amor por él disminuya ni tan siquiera un ápice, ¿no es cierto?
—Más bien por el contrario —fue la sincera respuesta—. Cada día que pasa me siento más cerca de él, y todo, absolutamente todo cuanto pienso o hago es en su nombre.
Con la llegada de las lluvias todo cambió en la isla.
La tristeza se adueñó del paisaje y acentuó el creciente desánimo de unas mujeres, que parecían aceptar con resignación el hecho de que habían enviudado quedando a merced de quienes decidiesen atacarlas aprovechando el hecho de que nadie podría protegerlas.
Ya no eran las feroces caníbales que defendían el poblado a la espera de unos hombres que volverían cargados de apetitosas víctimas con las que organizar sangrientos festines que concluían en agotadoras orgías, sino tan sólo un frágil conjunto de criaturas asustadas, conscientes que con el paso del tiempo su debilidad iría en aumento ya que necesitarían muchos más años de los que sabían contar para que los niños que aún quedaban se convirtieran en guerreros.
Pasaban horas e incluso días, sentadas por parejas ante los toscos tableros de ajedrez que el viejo
Virutas
les había proporcionado, moviendo con profundo respeto y deferencia peones, alfiles y caballos pese a no tener la más mínima idea de qué era lo que estaban haciendo, puesto que su limitadísima mentalidad les había llevado al común convencimiento de que en aquella «magia» extranjera se escondía quizá la única solución factible a sus desgracias.
Resultaba cómico y al mismo tiempo dramático observarlas, y al anciano carpintero le recordaban de alguna forma a aquellas sarmentosas y enlutadas beatas que en su pueblo dejaban pasar las horas musitando incomprensibles letanías frente a una cruz de piedra, obligándole a preguntarse hasta qué punto llegaba a ser insensata la fe, que bastaba un simple tablero cuadriculado para cristalizaría de aquel modo.
—¡Míralas! —le indicaba al canario—. Podría creerse que en verdad están convencidas de que en cualquier momento el rey negro va a comenzar a moverse por sí solo. ¡Están locas!
—¡No! —negó el pelirrojo convencido—. No están locas. Están desesperadas y necesitan cuanto antes un milagro.
—¿Un milagro? —se sorprendió el carpintero—. ¿Qué clase de milagro?
—Cualquier clase de milagro —fue la sorprendente respuesta—. Y el mejor sería uno que nosotros mismos pudiéramos proporcionarles.
—No te entiendo.
—Pues resulta muy sencillo. En este momento están profundamente desmoralizadas y se refugian en el ajedrez, pero si pretendemos continuar manteniendo nuestro ascendiente sobre ellas, necesitamos demostrarles continuamente que somos seres superiores. Son tremendamente primitivas, y hay muchas cosas de nuestra cultura que podrían impresionarles.
—¿Como qué?
—Como el fuego, por ejemplo.
—Ya lo conocen.
—Pero apenas lo usan más que para calentarse, asar malamente algunos alimentos y pasarse las horas conservándolo porque les cuesta mucho trabajo obtenerlo.
Ignoran la mayoría de sus aplicaciones.
—¿Y…?
—Deberíamos crearles necesidades materiales al igual que hemos sido capaces de creárselas espirituales.
De ese modo, siempre conseguiremos dominarlas… —le observó con un leve gesto burlón—. ¿Qué sabes de alfarería? —quiso saber.
—Muy poco.
—Igual que yo. —Sonrió levemente—. Pero supón que fuéramos capaces de proporcionarles cacharros con los que cocinar. ¿No sería una especie de milagro para alguien que no ha dispuesto nunca más que de unas cuantas calabazas en las que introducir piedras calientes?
—¿Estás insinuando que debemos civilizarlas?
—Estoy insinuando que obligarlas a depender de nosotros sería nuestro mejor seguro de vida y nuestra mayor fortuna —puntualizó el pelirrojo convencido.
El de Pastrana se arrancó de un brusco tirón uno de los vellos que le sobresalía de las fosas nasales, lanzó un leve lamento mientras se le saltaban las lágrimas, y por último inquirió con manifiesta ironía:
—¿Seguro que nunca fuiste más que un pastor de cabras en La Gomera?
—Seguro. ¿Por qué?
—Porque a menudo tienes la mentalidad más retorcida que he conocido nunca. Te gusta dominar a la gente, ¿no es cierto?
—No. No es cierto. Lo que me gusta es conservar un pellejo que todo el mundo parece empeñado en agujerear. ¿Hasta cuándo crees que van a continuar ahí sentadas contemplando un absurdo tablero de ajedrez? Hasta que se convenzan de que no sirve para nada. Ese día tampoco les serviremos nosotros y tal vez se sientan estafadas y decidan merendarnos —le apuntó acusadoramente con el dedo—. Y ten en cuenta algo importante: si les enseñamos que existe otro tipo de alimentos más sabrosos y fáciles de obtener que la carne humana, tal vez consigamos hacerles olvidar sus viejas costumbres salvando la vida a todos esos esclavos. —Hizo una significativa pausa—. Y las de mis hijos el día de mañana.
—¿Y de verdad crees que podemos conseguirlo con unas simples vasijas de barro?
—Con eso y con todo lo que seamos capaces de ofrecerles de nuestro mundo.
—Cuánto más le demos, más querrán.
—De eso se trata; de que nunca se cansen de desear aquello que podamos proporcionarles. —Hizo una corta pausa y aferró el brazo de su amigo tratando de trasmitirle su punto de vista—. ¿Es que no lo comprendes? —añadió—. Ahora su fuerza y su poder sobre nosotros estriba en que son tan primitivas que todo lo basan en llenar el estómago aunque sea de seres humanos. ¡Obliguémosle a pensar en algo más!
El viejo
Virutas
meditó largamente en lo que su amigo pretendía hacerle ver y tras arrancarse un nuevo vello de la nariz, asintió convencido.
—¡Eres listo,
Guanche
! —dijo—. Condenadamente listo, y sería una lástima que un tipo con tu astucia y otro con mi habilidad acabaran en las tripas de esas monas.
¡Manos a la obra! —exclamó—. Vamos a darles tantas cosas y tan nuevas que no va a quedarles tiempo más que para pedir y pedir. ¡Qué carajo! —rió divertido—. Al fin y al cabo, son mujeres.
Eran mujeres, en efecto, y el descubrimiento de que existían los objetos, todo tipo de objetos útiles, maravillosos y fascinantes provocó en ellas una especie de revolución tan sólo comparable al hecho de que pronto se hubiera abierto una gran ventana en una habitación herméticamente cerrada desde el principio de los tiempos.
Una hermosa vasija con asas para transportar cómodamente el agua; toda clase de cacharros en los que cocinar, guardar alimentos o adornar las miserables chozas; yesca y pedernal con que encender una hoguera sin necesidad de destrozarse las manos frotando un palito o pasarse las noches alimentando un fuego que había sido desde siempre el más preciado de sus tesoros: adornos para el cuello, los brazos o las orejas; un rústico telar en el que tejer burdos paños de algodón que se les antojaron las más valiosas sedas del Cipango… Todo, en fin, cuanto la imaginación y habilidad de los españoles era capaz de crear, fue acogido con tal asombro y ansiedad, que llegaría a pensarse que hasta cierto punto algunas caribes se alegraban de que sus guerreros no hubiesen vuelto nunca, y los peludos extranjeros no hubieran acabado devorados el mismo día de su captura.
Y la mayor habilidad de
Cienfuegos
se centró tal vez en el hecho de que no sólo les proporcionó objetos, sino que ladinamente les inculcó el sentimiento de la propiedad sobre ellos y el modo de conseguirlos, lo que degeneró bien pronto en una evidente rivalidad entre las mujeres por poseer más que la vecina, trastrocando así los cimientos de una organización social que había estado centrada desde la noche de los tiempos en el principio básico de que cuanto había en el poblado pertenecía siempre a todos.
—Estamos creando monstruos —le hizo notar una noche Bernardino de Pastrana mientras contemplaban las estrellas a la puerta de una recién construida cabaña alzada en el rincón más fresco del bosque, a orillas del riachuelo—. Son como niños que cuantos más juguetes les das, más quieren.
—Siempre resulta preferible monstruos que se peleen por una olla, que por devorarle el corazón a un semejante —fue la respuesta—. ¿Sabes en lo que estoy pensando? —añadió—. En que ha llegado el momento de proporcionarles un verdadero dios.
—¿Un dios? —se asombró el carpintero—. ¿Qué clase de dios? ¿Cristo?
—No conozco lo suficiente a Cristo como para impartir su fe. Nunca me bautizaron y lo poco que sé, lo sé de oídas. Pero se llame Cristo o no, lo que tenemos que conseguir es hacerles temer, amar y respetar a alguien que considere tabú los sacrificios humanos, y destierre para siempre de la isla el canibalismo.
—Me parece justo.
—Más tarde les hablaremos de igualdad entre las distintas razas; de que no se puede usar a las personas como si fueran animales domésticos, y de que se debe abolir la esclavitud.
—Eso es al fin y al cabo, el cristianismo.
—Cristianicémoslas entonces, pero hagámoslo a nuestro modo, olvidando cuanto de malo tiene la religión de los curas y aprovechando lo mejor de sus enseñanzas.
—No va a resultar fácil.
—Lo más difícil: salir de aquel pozo y salvar la vida ya lo hemos conseguido —le recordó el gomero—. Y te juro que me remordería eternamente la conciencia si me fuera de esta isla sabiendo que dejo en ella un montón de desgraciados que cualquier día acabarán devorados. Fui testigo del triste final de aquellos dos pobres muchachos, y estoy dispuesto á cualquier cosa por impedir que algo así vuelva a ocurrir.