Carolina se enamora (24 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Romántico

Mi madre exhala un hondo suspiro y empieza a leer: «Mamá, no te enfades, pero si te he dado esta carta es porque las cosas han ido como pensaba. Creo que eres una persona estupenda…, que trabajas duramente todos los días, que te levantas a primera hora de la mañana…».

—¡Claro, y yo me paso todo el día durmiendo a pierna suelta, no doy un palo al agua, yo no trabajo, ¿verdad?! —Mi madre se detiene un momento. Lo mira. Mi padre alza la mano en dirección a ella—. ¡Sí, sí, sigue, sigue!

Mi madre retoma la lectura: «Hace seis meses que llevo esta carta en el bolsillo. Esta noche la he reescrito porque sabía lo que sucedería cuando le dijese a papá que pensaba dejar la universidad y, por tanto, no iba a tener otra ocasión para dártela. Durante todos estos años he estado bien…». Mi madre se para, solloza. Después respira profundamente, varias veces, aún más profundamente, y a continuación sigue leyendo: «Pero creo que a los veinte años todavía debo intentar ser feliz. Cuando papá me matriculó en medicina traté por todos los medios de hacerle entender que eso no era lo que yo quería hacer en esta vida, pero él no me hizo caso. Ya sabes lo cabezota que es, cree que conoce a todas las eminencias de la medicina…».

—Por supuesto, y él, en cambio, conoce a los verdaderos sabihondos. Me gustaría saber qué piensa hacer si no estudia. ¿Cómo se las arreglará? ¿Cómo piensa comer? ¿Dónde vivirá? ¡Tendrá que volver aquí!

Mi madre lo mira entornando los ojos, de pronto su semblante se endurece; mi padre no sabe que si alguien le toca a Rusty James puede transformarse en una tigresa.

Después exhala un prolongado suspiro, aún más prolongado que el anterior, y se pone de nuevo a leer: «Sé de tus esfuerzos, de tu paciencia y de tu amor, y estoy seguro de que entenderás mi decisión de abandonar medicina y de hacer lo que verdaderamente me gusta: escribir. ¿Recuerdas cuando te leía las redacciones de italiano? Tú me dijiste una vez que te divertían, que te hacían reír y que, además, te conmovían. Pues bien, mamá. Me gustaría que comprendieses que, de alguna forma, tú has sido quien me ha dado el valor necesario para no ignorar mi pasión. No quiero que mi vida sea tan sólo una sucesión de días en los que sólo espero que el tiempo pase, sin una sonrisa, sin una emoción, sin la esperanza del éxito deseado. Puede que me caiga mientras lo intento, sí, pero para levantarme de nuevo después e intentar conseguirlo redoblando el esfuerzo. Tengo la posibilidad de vivir ese entusiasmo que tú te has visto obligada a sofocar de alguna manera. Quiero convertirme en escritor, escribir para el cine, para el teatro, o una novela; me gusta leer, estudiar y conocer los textos de los demás, cosa que jamás le ha interesado a papá. He intentado comunicarle mi deseo mil veces y en cada ocasión ha tenido algo mejor que hacer: mirar un partido, leer el
Corriere dello Sport
o ir a jugar a las cartas con sus amigos. No creo que mi decisión le importe mucho. Él es así, no puede aceptar que los demás tengamos, al menos, una pasión. Mamá, te agradezco cuanto me has dado y, sobre todo, el valor que has sabido transmitirme. Estoy convencido de que sólo de ti podía llegarme el deseo de aspirar a más, de seguir una vida distinta de la que otra persona, que no me ama, había decidido ya para mí».

Mi padre está fuera de sí. Se levanta de un salto y le arranca la carta a mi madre de las manos.

—¡Muy bien, muy bien! ¿Has visto? ¡Tú tienes la culpa de que tenga que oír todas estas gilipolleces a estas horas, después de un largo día de trabajo!

Y la rompe al menos en tres pedazos.

—¡Nooo! ¡Quieto!

Mi madre se abalanza sobre él. Y forcejean. Y logra detenerlo antes de que la rompa por completo. Después caen al suelo algunos trozos de papel. Mi madre se inclina y empieza a recogerlos mientras mi padre sale del salón sacudiendo la cabeza. Me precipito de nuevo hacia mi escondite y lo veo pasar también a él en dirección a su dormitorio. Da un portazo. Es la señal. Vuelvo a salir y, lentamente, entro en el salón. Mi madre está de rodillas, sigue recogiendo los trozos de la carta. Cuando me ve me mira con una expresión de disgusto, sus ojos son tiernos y tristes, también brillan ligeramente, como si quisiera llorar pero estuviera conteniendo las lágrimas. Entonces me inclino a su lado y, poco a poco, la ayudo a recoger todos esos trozos de papel. Cuando en el suelo ya no queda nada, nos levantarnos, los colocamos sobre la mesa y empezamos a juntarlos, tratando de alisarlos porque algunos están muy arrugados.

—Es como hacer un puzle —comento sin saber por qué.

Y me gustaría no haberlo dicho, pero, por suerte, ella sonríe. Luego, cuando por fin damos con la manera de encajar todas las frases, pese a que están despedazadas, y éstas recuperan su sentido, mi madre se aleja, va al armario, el de la vitrina, en el que se guarda la vajilla antigua, ésa que sólo usamos durante las fiestas. Abre un cajón, saca la cinta adhesiva, la lleva a la mesa, la hace correr hasta sacar una tira larga y a continuación la corta con los dientes porque el portarrollos está roto. Coge el primer trozo y lo pega sobre el papel para fijar todas esas palabras desgarradas mientras yo sujeto la página con ambas manos. Y en silencio acopla el primer trozo de papel. A continuación coge otra banda de celo, tira de ella, la corta con los dientes y la pone sobre otro trozo de papel desgarrado, esta vez de arriba abajo. Me mira y me sonríe llena de dolor. Apoya su mano sobre las mías, alisa el folio y empuja el celo que acaba de colocar para que sujete mejor el papel. Y seguimos realizando esta operación en silencio durante un rato.

Al final mi madre levanta de la mesa con delicadeza el folio restaurado. Lo sujeta con ambas manos. Parece un pergamino recién hallado en una excavación con las instrucciones para encontrar un tesoro. Mi madre sonríe. Su tesoro. Nuestro tesoro. Rusty James…, que ha desaparecido por el momento.

—Eh, ¿se puede saber qué estáis haciendo? ¿No venís a cenar? —Ale se asoma a la puerta. Sigue masticando—. Oh. ¡Yo ya he terminado! Me he hartado de esperar… ¡Me voy a mi habitación!

Mi madre no dice nada. Yo sólo pienso en una cosa: ¿no se podría haber ido ella en lugar de Rusty?

Al final vamos a la cocina y cenamos, mi madre y yo. Me sirve un plato de espaguetis con tomate que está para chuparse los dedos, pese a que debería hacer un poco de dieta. Aunque, bien mirado, sólo he aumentado medio kilo después de haber perdido dos, así que todavía puedo permitírmelo, de modo que decido saborearlo sin mayor problema.

—Mmmm, ¡esta pasta está deliciosa! Un poco picante, pero me gusta…

Mi madre esboza una sonrisa. ¡Ha echado guindilla! Y comemos sonriendo y charlando de nuestras cosas. Para distraerla, decido contarle la historia de Massi.

—¿Sabes, mamá? He conocido a un chico…

Pero veo que, de improviso, cambia de expresión. No sé por qué me parece que el tema no le interesa mucho… ¡Al contrario, le preocupa! De manera que cambio de inmediato de tercio.

—Al principio me gustaba, pero después de hablar un poco con él, se me pasó. ¿Es normal? ¿Alguna vez me gustará alguien de verdad?

Veo que esta última pregunta, falsa, la distrae de verdad.

—Oh, claro, no te preocupes por eso, todo lleva su tiempo…

Y seguimos así, y yo la escucho mientras la ayudo a levantar la mesa. Metemos los platos sucios en la pila, a la izquierda, y ella habla sin cesar, me cuenta cosas de cuando era una niña como yo…, del primer chico que conoció. Y de vez en cuando le hago también alguna pregunta.

—¿Era guapo?

Mi madre sonríe. Y yo dejo de sentirme culpable por Massi, sí, le he dicho que no me gustaba, pero para tranquilizarla, que si luego un día lo conoce no tiene por qué saber que era la persona de la que le he hablado y, quizá, sigue gustándome. Me pela una manzana, me la como con ella y luego me voy a la cama no sin antes haber oído el consabido ruego.

—Caro, los dientes.

—Por supuesto…

Luego me meto en la cama. Pero los oigo discutir. A mis padres. Gritan, riñen, hasta dan portazos, y arman un buen escándalo. De manera que enciendo el iPod. Desde mi habitación se puede ver la de mi hermano. La puerta sigue abierta. Rusty James no ha regresado. Lo sabía, está resistiendo. Él es así. No creo que vuelva. Por un instante, me gustaría llamarlo y decirle algo, y hacerle sentir que, en cualquier caso, lamento lo que ha ocurrido, que es mi hermano y que lo añoro. Sólo que hay momentos en los que es necesario resistir el deseo de hacer una llamada, porque quizá uno está enfadado y necesita estar solo, no hablar con nadie, ni siquiera con las personas que te quieren. Pero, al menos, al libro de los oráculos puedo preguntarle lo que quiero saber con todas mis fuerzas. Lo coloco sobre mi barriga. Tengo los auriculares del iPod en los oídos. Lo he puesto en modo
random
, de forma que las canciones suenan al azar. Me encanta sorprenderme con la música que se va sucediendo, acabas escuchando temas que no te esperas porque no los has elegido tú, pero, tal vez, incluso eso tenga un significado… Acto seguido apoyo la mano sobre la cubierta del libro. La acaricio y expreso con toda claridad mi pregunta: ¿volverá pronto Rusty? Lo abro pasados unos segundos. Lo levanto sobre mi barriga para poder leer bien: «Hay cosas que es preferible que sucedan». Cuando leo esta frase, me siento morir. No me lo puedo creer. No es posible. No. No volverá. Y casi me entran ganas de echarme a llorar. Por si fuera poco, justo en ese momento oigo a Ligabue en el iPod: «Ésta es mi vida…, siempre pago yo…, jamás me han pagado a mí…». Y las lágrimas resbalan por mis mejillas y de repente me siento sola, sin esa seguridad que sólo él sabía darme: mi hermano. Y sigo llorando. Me gustaría poder contarle a alguien todas las cosas que en ese momento me pasan por la cabeza, pero no sé a quién dirigirme, o quizá me gustaría que ahora entrasen de improviso en mi dormitorio mi padre y mi hermano y me dijesen; «Perdona, Caro, ¡no llores! Era una broma». Pero no es así. Y eso que entonces no sabía cuántas cosas tenían que cambiar aún.

Silvia, la madre de Carolina

Soy la madre de Carolina. Me Llamo Silvia. Tengo cuarenta y un años, no me licencie en la universidad, hice el bachillerato de letras y no me ha servido para nada. Trabajo en una tintorería. Mi sueño es ver felices a mis hijos. De verdad. A todos. Satisfechos y capaces de valerse por sí solos. Por ese motivo me levanto por la mañana y regreso cansada a casa después de muchas horas. Pero no me pesa. Son mis hijos y los quiero muchísimo. Son tan diferentes, tan frágiles. Giovanni y Carolina se llevan muy bien, sé que se echarán siempre una mano y eso me tranquiliza. Alessandra tiene sus manías estéticas y algunas debilidades que, en ocasiones, hacen que se comporte de manera distinta de como es en realidad. Porque Ale es buena, lo sé. Giovanni es guapísimo, y bueno también. En la universidad no mucho, porque hasta ahora ha hecho muy pocos exámenes y sé, lo siento, que ése no es su camino, que lo sigue contra su voluntad para contentarnos, sobre todo a su padre. Hablo de la escritura, de cómo consigue conmoverme cuando cuenta algo. También Carolina lo dice siempre. Ella cree en él. Cómo me gustaría que Rusty James, como lo llama Carolina, consiguiese lo que pretende. Se lo merece de verdad. Pero me asusta que se lleve una decepción. Su padre no lo apoya, y lo mismo harán otras personas que piensan que el del escritor no es un auténtico oficio, sino una pasión que no te da de comer. Se dice que sólo publican los que tienen enchufe y él, por descontado, carece de uno. Por desgracia, no tenemos conocidos importantes que puedan ayudarlo. En ese campo, no. Dario, mi marido, ha dedicado todo su tiempo y atenciones a los «barones», los médicos que deambulan con sus batas por los pasillos del lugar donde trabaja. Espero que Rusty James tenga la fuerza suficiente para enfrentarse a todas las negativas que recibirá, y que no se detenga nunca a pesar de ellas. Me gustaría estar segura de que he conseguido transmitirles, sobre todo, eso: que nuestra vida es nuestra y que nadie nos regala nada, que somos nosotras los que la construimos en función de nuestros verdaderos deseos. Sólo que hay que tener mucha fe porque, de otra forma, ocurre justo lo contrario: nuestros miedos toman la delantera, somos nosotros mismos quienes lo echamos todo a rodar, y culpamos de ello a los demás. Mi vida es sencilla y puede que, a ojos de los demás, parezca modesta y sin satisfacciones. No es así. Vivo como sé vivir y de la manera que me permite, pese a los muchos sacrificios, sacar adelante a mi familia, una familia que he deseado ardientemente tal y como es. Y luego está Carolina, mi Caro, que al final es la que mejor me entiende. De vez en cuando me dice que me quiere y que no podría quererme más aunque yo ganase mucho dinero o tuviese un trabajo «chic». Asegura que soy una buena madre, honesta y auténtica, y eso me enorgullece.

El amor. Me habría gustado que fuese como el que viven mis padres, pero el mío es un sentimiento realmente raro. No siento envidia, quiero a mi marido, pero sé que, quizá con el tiempo, se ha extraviado un poco en sus frustraciones. En el fondo es un hombre bueno y todavía recuerdo los innumerables proyectos e ideas que tenía cuando era joven, cuando quería comerse el mundo y regalarme el «bienestar». Quizá nunca haya entendido —porque tal vez yo no he conseguido hacérselo sentir— que mi «bienestar» sería que estuviese un poco más sereno, no verlo estallar y gritar como hace a veces. No obstante, sé que es sólo su manera de demostrar amor, de pedir comprensión. ¿Qué sueño? Que mis hijos me den motivos de orgullo, y sólo pueden hacerlo de una forma: siendo auténticamente felices, valientes, fuertes, y confiando en la vida. Conscientes en todo momento de que el hecho de estar vivos es, en verdad, un regalo maravilloso, que los demás, todos, incluso los que parecen diferentes o distantes, tienen algo bueno en el fondo, basta con darles un poco de confianza. Que no importa el dinero que uno tenga, porque cuando los auténticos valores están bien enraizados en nuestro interior, constituyen una riqueza inagotable. Siempre he tratado de vivir así. Y así soy feliz.

Noviembre

Cuando tenga ochenta años me gustaría poder decir que:

—He pasado un fin de semana en Alaska.

—He aprendido a bailar la danza del vientre.

—He besado a más de cinco chicos y, por último, a Massi.

—Me he comprado un vestido largo de color blanco.

—He tenido una tostadora de pan con sistema de expulsión automático.

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