Cartas de la conquista de México (4 page)

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Authors: Hernán Cortés

Tags: #Histórico

Llegado a la isla Fernandina el dicho navío que el capitán Juan de Grijalba había despachado de la bahía de San Juan, como Diego Velázquez vio el oro que llegaba y supo por ello cartas de Grijalba, que le escribía, las ropas y preseas que por ello habían dado en rescate, parecióle que se había rescatado poco, según las nuevas que le daban los que en el dicha carabela habían ido, y el deseo que él tenía de haber oro, y publicaba que no había ahorrado la costa que había hecho en la dicha armada, y que le pesaba y mostraba sentimiento por lo poco que el capitán Grijalba en esta tierra había hecho. En la verdad, no tenía mucha razón en se quejar el dicho Diego Velázquez, porque los gastos que él hizo en la dicha armada se le ahorraron con ciertas botas y toneles de vino y con ciertas cajas y de camisas de presilla, y con cierto rescate de cuentas que envió en la dicha armada, porque acá se nos vendió el vino a cuatro pesos de oro, que son dos mil maravedís el arroba, y la camisa de presilla se nos vendió a dos pesos de oro, y el mazo de las cuentas verdes a dos pesos; por manera que ahorró con esto todo el gasto de su armada, y aun ganó dineros; y hacemos desto tan particular relación a vuestras majestades por que sepan que las armadas que hasta aquí ha hecho el Diego Velázquez han sido tanto de trato de mercaderías como de armador, y con nuestras personas y gastos de nuestras haciendas; y aunque hemos padecido infinitos trabajos, hemos servido a vuestras reales altezas, y serviremos hasta tanto que la vida nos dure.

Estando el dicho Diego Velázquez con este enojo del poco oro que le había llevado, teniendo deseo de haber más, acordó, sin lo decir ni hacer saber a los padres gobernadores jerónimos, de hacer una armada veloz de enviar a buscar al dicho capitán Juan de Grijalba, su pariente, y para la hacer a menos costa suya habló con Fernando Cortés, vecino y alcalde de la ciudad de Santiago por vuestras majestades, y díjole que armasen ambos a dos hasta ocho o diez navíos, porque a la sazón el dicho Fernando Cortés tenía mejor aparejo que otra persona alguna de la dicha isla, y que con él se creía que querría venir mucha más gente que con otro cualquiera; y visto el dicho Fernando Cortés lo que Diego Velázquez le decía, movido con celo de servir a vuestras reales altezas, propuso de gastar todo cuanto tenía y hacer aquella armada, casi las dos partes della a su costa, así en navíos como en bastimentos de más, y allende de repartir sus dineros por las personas que habían de ir en la dicha armada, que tenían necesidad para se proveer de cosas necesarias para el viaje; y hecha y ordenada la dicha armada, nombró en nombre de vuestras majestades, el dicho Diego Velázquez, al dicho Fernando Cortés por capitán della, para que viniese a esta tierra a rescatar y hacer lo que Grijalba no había hecho; y todo el concierto de la dicha armada se hizo a voluntad del dicho Diego Velázquez, aunque no puso ni gastó él más de la tercia parte della, según vuestras reales altezas podrán mandar ver por las instrucciones y poder que el dicho Fernando Cortés recibió de Diego Velázquez en nombre de vuestras majestades, las cuales enviamos ahora con estos nuestros procuradores a vuestras altezas. Y sepan vuestras majestades que la mayor parte de la dicha tercia parte que el dicho Diego Velázquez gastó en hacer la dicha armada fue emplear sus dineros en vinos y en ropas y en otras cosas de poco valor, para nos lo vender acá en mucha más cantidad de lo que a él le costó; por manera que podemos decir que entre nosotros los españoles, vasallos de vuestras reales altezas, ha hecho Diego Velázquez su rescate y granjea de sus dineros, cobrándolos muy bien.

Acabado de hacer la dicha armada se partió de la dicha isla Fernandina el dicho capitán de vuestras reales altezas. Fernando Cortés, para seguir su viaje con diez carabelas y cuatrocientos hombres de guerra, entre los cuales vinieron muchos caballeros y fidalgos y diez y seis de caballo, y prosiguiendo el viaje, a la primera tierra que llegaron fue la isla de Cozumel, que ahora se dice de Santa Cruz, como arriba hemos dicho, en el puerto de San Juan de Portalatina, y saltando en tierra se halló el pueblo que allí hay despoblado sin gente, como si nunca hubiera sido habitado de persona alguna. Y deseando el dicho capitán Fernando Cortés saber cuál era la causa de estar despoblado aquel lugar, hizo salir la gente de los navíos, y aposentáronse en aquel pueblo, y estando allí con su gente, supo de tres indios que se tomaron en una canoa en la mar que se pasaba a la isla de Yucatán, que los caciques de aquella isla, visto cómo los españoles habían aportado allí, habían dejado los pueblos, y con todos sus indios se habían ido a los montes, por temor de los españoles, por no saber con qué intención y voluntad venían con aquellas naos; y el dicho Fernando Cortés, hablándoles por medio de una lengua y faraute que llevaba les dijo que no iba a hacerles mal ni daño alguno, sino para les amonestar y atraer para que viniesen en conocimiento de nuestra santa fe católica, y para que fuesen vasallos de vuestras majestades y les sirviesen y obedeciesen como lo hacen todos los indios y gente destas partes que están pobladas de españoles, vasallos de vuestras reales altezas; y asegurándoles el dicho capitán por esta manera, perdieron mucha parte del temor que tenían, y dijeron que ellos querían ir a llamar a los caciques, que estaban la tierra adentro en los montes; y luego el dicho capitán les dio una su carta para que los dichos caciques viniesen seguros, y ansí fueron con ella, dándoles el capitán término de cinco días para volver. Pues como el capitán estuviese aguardando la respuesta que los dichos indios le habían de traer y hubiesen ya pasado otros tres o cuatro días más de los cinco que llevaron de licencia, y viese que no venían, determinó, por que aquella isla no se despoblase, de enviar por la costa della otra parte, y envió dos capitanes con cada cien hombres y mandóles que el uno fuese a la una punta de la dicha isla y el otro a la otra, y que hablasen a los caciques que topasen y les dijesen cómo él los estaba esperando en aquel pueblo y puerto de San Juan de Portalatina para les hablar de parte de vuestras majestades, y que les rogasen y atrajesen como mejor pudiesen para que quisiesen venir al dicho puerto de San Juan, y que no les hiciesen mal alguno en sus personas ni casas ni haciendas, por que no se alterasen ni alejasen más de lo que estaban. Y fueron los dichos dos capitanes como el capitán Fernando Cortés les mandó, y volviendo de allí a cuatro días dijeron que todos los pueblos que habían topado estaban vacidos, y trujeron consigo hasta diez y doce personas que pudieron haber, entre los cuales venía un indio principal, al cual y habló el dicho capitán Fernando Cortés de parte de vuestras altezas, con la lengua y intérprete que traía, y le dijo que fuese a llamar a los caciques, porque él no había de partir, en ninguna manera, de la dicha isla sin los ver y hablar; y dijo que ansí lo haría; y así, se partió con su carta para los dichos caciques, y de allí dos días vino con él el principal, y le dijo que era señor de la isla y que venía a ver lo que quería. El capitán le habló con el intérprete, y le dijo que él no quería ni venía a les hacer mal alguno, sino a les decir que viniesen al conocimiento de nuestra santa fe, y que supiesen que teníamos por señores a los mayores príncipes del mundo, y que éstos obedecían a un mayor príncipe de él, y que lo que el dicho capitán Fernando Cortés les dijo que quería dellos no era otra cosa sino que los caciques y indios de aquella isla obedeciesen también a vuestras altezas, y que haciéndolo así serían muy favorecidos, y que haciendo esto no habría quien los enojase; y el dicho cacique respondió que era contento de lo hacer así y envió luego a llamar a todos los principales de la dicha isla, los cuales vinieron, y venidos, holgaron mucho en todo lo que el dicho capitán Fernando Cortés había hablado a aquel cacique señor de la isla; y ansí, los mandó volver, y volvieron muy contentos, y en tanta manera se aseguraron que de allí a pocos días estaban los pueblos tan llenos de gente y tan poblados como antes, y andaban entre nosotros todos aquellos indios con tan poco temor como si mucho tiempo hubieran tenido conversación con nosotros. En este medio tiempo supo el capitán que unos españoles estaban siete años había cautivos en el Yucatán en poder de ciertos caciques, los cuales se habían perdido en una carabela que dio al través en los bajos de Jamaica, la cual venía de Tierra Firme, y ellos escaparon en una barca de aquella carabela, saliendo a aquella tierra, ay desde entonces los tenían allí cautivos y presos los indios; y bien traía aviso el dicho capitán Fernando Cortés cuando partió de la isla Fernandina para saber de sus españoles, y como aquí supo nuevas dellos y la tierra adonde estaban, le pareció que haría mucho servicio a Dios y a vuestra majestad en trabajar que saliesen de la prisión y cautiverio en que estaban, y luego quisiera ir con toda la flota con su persona a los rendir, si no fuera porque los pilotos le dijeron que en ninguna manera lo hiciese, porque sería causa que la flota y gente que en ella iba se perdiese, a causa de ser la costa muy brava, como lo es, y no haber en ella puerto ni parte donde pudiesen surgir con los dichos navíos; y por esto lo dejó, y proveyó luego con ciertos indios en una canoa, los cuales le habían dicho que sabían quién era el cacique con quien los dichos españoles estaban, y les escribió cómo si él dejaba de ir en persona con su armada para los librar no era sino por ser mala y brava la costa para surgir; pero que les rogaba que trabajasen dese soltar y huir en algunas canoas, y que ellos esperarían allí en la isla de Santa Cruz. Tres días después que el dicho capitán despachó aquellos indios con sus cartas, no le pareciendo que estaba muy satisfecho, creyendo que aquellos indios no lo sabrían hacer tan bien como él deseaba acordó de enviar y envió dos bergantines y un batel con cuarenta españoles de su armada a la dicha costa para que tomasen y recogiesen a los españoles cautivos, si allí acudiesen, y envió con ellos otros tres indios para que saltasen en tierra y fuesen a buscar y llamar a los españoles presos, con otra carta suya, y llegados estos dos bergantines y batel a la costa donde iban, echaron s tierra los tres indios, y enviaron los a buscar a los españoles, como el capitán les había mandado, y estuvieron los esperando en la dicha costa seis días con mucho trabajo; que casi se hubieran perdido y dado al través en la dicha costa, por ser brava allí la mar, según los pilotos habían dicho. Y visto que no venían los españoles cautivos ni los indios que a buscarlos habían ido, acordaron de se volver adonde el dicho capitán Fernando Cortés los estaba aguardando, en la isla de Santa Cruz; y llegados a la isla, como el capitán supo el mal que traían, recibió mucha pena, y luego otro día propuso de embarcar con toda determinación de ir y llegar a aquella tierra, aunque toda la flota se perdiese, y también por se certificar si era verdad lo que el capitán Juan de Grijalba había enviado a decir a la isla Fernandina, diciendo que era burla, que nunca a aquella costa habían llegado ni se habían perdido aquellos españoles que se decía estar cautivos. Y estando con este propósito el capitán, embarcada ya toda la gente, que no faltaba de se embarcar salvo su persona con otros veinte españoles que con él estaban en tierra, y haciéndoles el tiempo muy bueno y conforme a su propósito para salir del puerto, se levantó a deshora un viento contrario con unos aguaceros muy contrarios para salir, en tanta manera, que los pilotos dijeron al capitán que no se embarcase, porque el tiempo era muy contrario para salir del puerto. Y visto esto, el capitán mandó desembarcar toda la otra gente de la armada, y otro día a mediodía vieron una canoa a la vela hacia la dicha isla; llegada donde nosotros estábamos, vimos cómo venía en ella uno de los españoles cautivos, que se llamó Jerónimo de Aguilar, el cual nos contó la manera cómo se perdió y el tiempo que había que estaba en aquel cautiverio, que es como arriba a vuestras reales altezas hemos hecho relación, y túvose entre nosotros aquella contrariedad de tiempo que sucedió de improviso, como es verdad, por muy gran misterio y milagro de Dios, por donde se cree que ninguna cosa se comienza, que en servicio de vuestra majestad sea que pueda suceder sino en bien. Deste Jerónimo de Aguilar fuimos informados que los otros españoles que con él se perdieron en aquella carabela que dio al través estaban muy derramados por la tierra; la cual nos dijo que era muy grande, y que era imposible poderlos recoger sin estar y gastar mucho tiempo en ello. Pues como el capitán Fernando Cortés viese que se iban ya acabando los bastimentos de la armada y que la gente padecería mucha necesidad de hambre si se dilatase y esperase allí más tiempo, y que no habría efecto el propósito de su viaje, y determinó, con parecer de los que en su compañía venían, de se partir, y luego se partió, dejando aquella isla de Cozumel, que ahora se llama de Santa Cruz, muy pacífica, y en tanta manera, que si fuera para hacer poblador della, pudieran con toda voluntad los indios della comenzar luego a servir; y los caciques quedaron muy contentos y alegres por lo que de parte de vuestras reales altezas les había dicho el capitán, y por les haber dado muchos atavíos para sus personas; y tengo por cierto que todos los españoles que de aquí adelante a la dicha isla vinieron serán tan bien recibidos como si a otra tierra de las que ha mucho tiempo que están pobladas llegasen. Es la dicha pequeña, y no hay en ella río alguno ni arroyo, y toda el agua que los indios beben es de pozos, y en ella no hay otra cosa sino peñas y piedras y montes, y la granjería que los indios della tienen es colmenares, y nuestros procuradores llevaban a vuestras altezas la muestra de la miel de los dichos colmenares para que la manden ver.

Sepan vuestras majestades que como el capitán respondiese a los caciques de la dicha isla diciéndoles que no viviesen más en la seta gentílica que tenían pidieron que les diesen ley en que viviesen de allí adelante, y el dicho capitán los informó lo mejor que él supo en la fe católica, y les dejó una cruz de palo puesta en una casa alta y una imagen de Nuestra Señora la Virgen María, y les dio a entender muy cumplidamente lo que debían hacer para ser buenos cristianos, y ellos mostráronlo que recibían todo de muy buena voluntad; y ansí, quedaron muy alegres y contentos. Partidos desta isla, fuimos a Yucatán, y por la banda del norte corrimos la tierra adelante hasta llegar al río grande que se dice de Grijalba, que es, según relación a vuestras reales altezas, adonde llegó el capitán de Grijalba, pariente de Diego Velázquez, y es tan baja la entrada de aquel río, que ningún navío de los grandes pudo en él entrar; mas como el dicho capitán Fernando Cortés esté tan inclinado al servicio de vuestra majestad y tenga voluntad de les hacer verdadera relación de lo que en la tierra hay, propuso de no pasar más adelante hasta saber el secreto de aquel río y pueblos que en la ribera dél están, por la gran fama que de riqueza se decía que tenían; y ansí, sacó toda la gente de su armada en los bergantines pequeños y en las barcas, y subimos por el dicho río arriba hasta llegar y ver la tierra y pueblos della; y como llegásemos al primer pueblo, hallamos la gente de los indios dél puesta a la orilla del agua, y el dicho capitán les habló con la lengua y faraute que llevábamos y con el dicho Jerónimo de Aguilar, que había como dicho es de suso, estado cautivo en Yucatán, que entendía muy bien y hablaba la lengua de aquella tierra, y les hizo entender cómo él no venía a les hacer mal ni daño alguno, sino a les hablar de parte de vuestras majestades, y que para esto les rogaba que no dejasen y tuviesen por bien que saltásemos en tierra, porque no teníamos dónde dormir aquella noche sino en la mar en aquellos bergantines y barcas, en las cuales no cabíamos aun de pies, porque para volver a nuestros navíos era muy tarde, porque quedaban en alta mar; y oído esto por los indios, respondiéronle que hablase desde allí lo que quisiese, y que no habíase se saltar él ni su gente en tierra; sino, que le defenderían la entrada; y luego en diciendo esto comenzáronse a poner en orden para nos tirar flechas, amenazándonos y diciendo que nos fuésemos de allí; y por ser este día muy tarde, que casi era ya que quería poner el sol, acordó el capitán que nos fuésemos a unos arenales que estaban enfrente de aquel pueblo, y allí saltamos en tierra y dormimos aquella noche. Otro día de mañana luego siguiente vinieron a nosotros ciertos indios en una canoa, y trujeron ciertas gallinas y un poco de maíz que habría para comer algunos hombres en una comida, y dijéronnos que tomásemos aquello y que nos fuésemos de su tierra; y el capitán les habló con los intérpretes que teníamos, y les dio a entender que en ninguna manera él se había de partir de aquella tierra hasta saber el secreto della, para poder escribir a vuestra majestad verdadera relación della, y que les tornaba a rogar que no recibiesen pena dello ni le defendiesen la entrada en el dicho pueblo, pues que eran vasallos de vuestras reales altezas; y todavía respondieron diciendo que no atreviésemos de entrar en el dicho pueblo, sino que nos fuésemos de su tierra; y ansí, se fueron, y después de idos determinó el dicho capitán de ir allá, y mandó a un capitán de los que en su compañía estaban que se fuese con ducientos hombres por un camino que aquella noche que en tierra estuvimos se halló que iba a aquel pueblo, y el dicho capitán Fernando Cortés se embarcó con hasta ochenta hombres en las barcas y bergantines, y se fue a poner frontero del pueblo, para saltar en tierra si le dejasen, y como llegó, halló los indios puestos de guerra, armados con sus arcos y flechas y lanzas y rodelas, diciendo que nos fuésemos de su tierra; si no, si queríamos guerra, que comenzásemos luego, porque ellos eran hombres para defender su pueblo. Y después de les haber requerido el dicho capitán tres veces, y pedídolo por testimonio al escribano de vuestras reales altezas que consigo llevaba diciéndoles que no quería guerra, viendo que la determinada voluntad de los dichos indios era resistirle que no saltase en tierra y que comenzaban a flechar contra nosotros, mandó soltar los tiros de artillería que llevaba y que arremetiésemos a ellos; y soltados los tiros, al saltar que la gente saltó en tierra, nos hirieron algunos; pero finalmente, con la prisa que les dimos y con la gente que por las espaldas les dio de la nuestra, que por el camino había ido, huyeron y dejaron el pueblo, y ansí, lo tomamos y nos aposentamos en la parte dél que más fuerte nos pareció. Y otro día siguiente vinieron a hora de víspera dos indios de parte de los caciques, y trujeron ciertas joyas de oro muy delgadas, de poco valor, y dijeron al capitán que ellos le traían aquello por que se fuese y les dejase su tierra como antes solían estar, y que no le hiciesen mal ni daño; y el dicho capitán le respondió diciendo que a lo que pedían de no les hacer mal ni daño, que él era contento; y de dejarles la tierra, dijo que supiesen que de allí adelante habían de tener por señores a los mayores príncipes del mundo, y que habían de ser vasallos y los habían de servir, y que haciendo esto, vuestras majestades les harían muchas mercedes, y los favores crecerían, y ampararían y defenderían de sus enemigos, y ellos respondieron que eran contentos de lo hacer ansí; pero todavía le requerían que les dejase su tierra; y ansí, quedamos todos amigos, y concertada esta amistad, les dijo el capitán que la gente española que allí estábamos con él no teníamos qué comer ni lo habíamos sacado de las naos; que les rogaba que el tiempo que allí en tierra estuviésemos nos trujesen de comer, y ellos respondían que otro día traerían; y ansí, se fueron, y tardaron aquel día y otro, que no vinieron con ninguna comida, y desta causa estábamos todos con mucha necesidad de mantenimientos, y al tercer día pidieron algunos españoles licencia al capitán para ir por las estancias de alrededor a buscar de comer; y como el capitán viese que los indios no venían, como habían quedado, envió cuatro capitanes con más de ducientos hombres a buscar a la redonda del pueblo si hallarían algo de comer, y andándolo buscando, toparon con muchos indios y comenzaron luego a flecharlos en tal manera, que hirieron veinte españoles, y si no fuera fecho de presto saberse el capitán para que los socorriese, como los socorrió, que créese que mataran más de la mitad de los cristianos; y ansí, nos venimos y retrajimos todos a nuestro real, y fueron curados los heridos y descansaron los que habían peleado. Y viendo el capitán cuán mal los indios lo habían hecho, que en lugar de nos traer de comer, como habían quedado, los flechaban y hacían guerra, mandó sacar diez caballos y yeguas de los que en las naos llevaban, y apercibir toda la gente, porque tenía pensamiento que aquellos indios, con el favor que el día pasado habían tomado, vendrían a dar sobre nosotros al real con pensamiento de hacer daño; y estando ansí todos bien apercibidos, envió otro día ciertos capitanes con trescientos hombres adonde el día pasado habían habido la batalla, a saber si estaban allí los dichos indios, o qué había sido dellos, y dende a poco envió otros dos capitanes con la retaguardia con otros cien hombres, y el dicho capitán Fernando Cortés, se fue con los diez de a caballo encubiertamente por un lado. Yendo, pues, en esta orden, los delanteros toparon gran cantidad de indios de guerra que venían todos a dar sobre nosotros en el real, y si por acaso aquel día no hubiésemos salido a recibirlos al camino, pudiera ser que nos pusieran en harto trabajo. Y como el capitán de la artillería, que iba delante, hiciese ciertos requerimientos por ante escribano a los dichos indios de guerra que topó, dándoles a entender por los farautes y lenguas que allí iban con nosotros que no queríamos guerra, sino paz y amor con ellos, y no se curaron de responder con palabras, sino con flechas muy espesas que comenzaron a tirar, y estando ansí peleando los delanteros con los indios, llegaron los dos capitanes de la retaguardia; y habiendo dos horas que estaban peleando todos con los indios, llegó el capitán Fernando Cortés con los de a caballo por la una parte del monte, por donde los indios comenzaron a cercar a los españoles a la redonda, y allí anduvo peleando con los dichos indios una hora; y tanta era la multitud de indios, que ni los que estaban peleando con la gente de pie de los españoles veían a los de a caballo ni sabían a qué parte andaban, ni los mismos de a caballo, entrando y saliendo en los indios se veían unos a otros; mas desque los españoles sintieron a los de a caballo, arremetieron de golpe a ellos, y luego fueron los indios puestos en huida, y siguiendo media legua el alcance, visto por el capitán cómo los indios iban huyendo y que no había más que hacer, y que su gente estaba muy cansada, mandó que todos se recogiesen a unas casas de unas estancias que allí había y después de recogidos se hallaron heridos veinte hombres, de los cuales ninguno murió, ni de los que hirieron el día pasado; y ansí, recogidos y curados los heridos, nos volvimos al real, y trujimos con nosotros dos indios que allí se tomaron, los cuales el dicho capitán mandó soltar y envió con ellos sus cartas a los caciques, diciéndoles que si quisiesen venir adonde él estaba que les perdonaría el yerro que habían hecho y que serían sus amigos, y este mesmo día, en la tarde, vinieron dos indios que parecían principales, y dijeron que a ellos les pesaba mucho de lo pasado y que aquellos caciques les rogaban que los perdonase y que no les hiciese más daño de lo pasado, y que no les matase más gente de la muerta, que fueron hasta ducientos veinte hombres los muertos, y que lo pasado fuese pasado, y que dende en adelante ellos querían ser vasallos de aquellos príncipes que les decían, y que por tales se daban y tenían, y que quedaban y se obligaban de servirles cada vez que en nombre de vuestra majestad algo les mandasen; y así, se asentaron y quedaron hechas las paces, y preguntó el capitán a los dichos indios, por el intérprete que tenía que qué gente era la que en la batalla se había hallado, y respondiéronle que de ocho provincias se habían juntado los que allí habían venido, y que según la cuenta y copia que ellos tenían serían por todos cuarenta mil hombres, y que hasta aquel número sabían ellos muy bien contar. Crean vuestras reales altezas por cierto que esta batalla fue vencida más por voluntad de Dios que por nuestras fuerzas, porque para con cuarenta mil hombres de guerra poca defensa fuera cuatrocientos que nosotros éramos. Después de quedar todos muy amigos, y nos dieron en cuatro o cinco días que allí estuvimos hasta ciento y cuarenta pesos de oro entre todas piezas, y tan delgadas y tenidas dellos en tanto, que bien parece su tierra muy pobre de oro, porque de muy cierto se pensó que aquello que tenían era traído de otras partes por rescate. La tierra es muy buena y muy abondosa de comida, así de maíz como de fruta, pescado y otras cosas que ellos comen. Está asentado este pueblo en la ribera del susodicho río, por donde entramos en un llano, en el cual hay muchas estancias y labranzas de las que ellos usan y tienen. Reprendió seles el mal que hacían en adorar a los ídolos y dioses que ellos tienen, y hízoseles entender cómo habían de venir en conocimiento de nuestra muy santa fe, y quedó les una cruz de madera grande puesta en alto, y quedaron muy contentos, y dijeron que la tendrían en mucha veneración y la adorarían, quedando los dichos indios en esta manera por nuestros amigos y por vasallos de vuestras reales altezas. El dicho capitán Fernando Cortés se partió de allí prosiguiendo su viaje, y llegamos al puerto y bahía que se dice San Juan, que es adonde el susodicho capitán Juan de Grijalba hizo el rescate de que arriba a vuestras majestades estrecha relación se hace. Luego que allí llegamos, los indios naturales de la tierra vinieron a saber qué carabelas eran aquellas que habían venido; y porque el día que llegamos muy tarde, de casi noche, estúvose quedo el capitán en las carabelas y mandó que nadie saltase a tierra, y otro día de mañana saltó a tierra el dicho capitán con mucha parte de la gente de su armada, y halló allí dos principales de los indios, a los cuales dio ciertas preseas de vestir de su persona y les habló con los intérpretes y lenguas que llevábamos, dándoles a entender cómo él venía a estas partes por mandado de vuestras reales altezas a les hablar y decir lo que habían de hacer que a su servicio convenía, y que para esto les rogaba que luego fuesen a su pueblo y que llamasen al dicho cacique o caciques que allí hubiesen para que le viniesen a hablar, y porque viniesen seguros, les dio para los caciques dos camisas y dos jubones, uno de raso y otro de terciopelo, y sendas gorras de grana y sendos pares de cascabeles; y ansí, se fueron con estas joyas a los dichos caciques y otro día siguiente, poco antes de mediodía, vino un cacique con ellos de aquel pueblo, al cual el dicho capitán habló y le hizo entender con los farautes que no venía a les hacer mal ni daño alguno, sino a les hacer saber cómo habían de ser vasallos de vuestras majestades y le habían de servir y dar lo que en su tierra tuviesen, como todos los que son ansí lo hacen; y respondió que él era muy contento de lo ser y obedecer y que le placía de le servir y tener por señores a tan altos príncipes como el capitán les había hecho entender que eran vuestras reales altezas; y luego el capitán le dijo que pues tan buena voluntad mostraba a su rey y señor, que él vería las mercedes que vuestras majestades dende en adelante le harían. Diciéndoles esto, le hizo vestir una camisa de holanda y un sayón de terciopelo y una cinta de oro, con la cual el dicho cacique fue muy contento y alegre, diciendo al capitán que él se quería ir a su tierra, y que lo esperásemos allí, y que otro día volvería y traería de lo que tuviese, por más que enteramente conociésemos la voluntad que del servicio de vuestras reales altezas tienen; y así se despidió y se fue. Y otro día adelante vino el dicho cacique, como había quedado, y hizo tender una manta blanca delante del capitán, y ofrecióle ciertas preciosas joyas de oro, poniéndolas sobre la manta, de las cuales, y de otras que después se tuvieron, hacemos particular relación a vuestras majestades en un memorial que nuestros procuradores llevaban.

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