Cartas Marruecas (10 page)

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Authors: José Cadalso

Tags: #Ensayo,Clásico

De aquí inferirás que cada nación tiene su carácter, que es un mixto de vicios y virtudes, en el cual los vicios pueden apenas llamarse tales si producen en la realidad algunos buenos efectos; y éstos se ven sólo en los lances prácticos, que suelen ser muy diversos de los que se esperaban por mera especulación.

Carta XXX

Del mismo al mismo.

Reparo que algunos tienen singular complacencia en hablar delante de aquéllos a quienes creen ignorantes, como los oráculos hablaban al vulgo necio y engañado. Aunque mi humor fuese de hablar mucho, creo sería de mayor gusto para mí el aparentar necedad y oír el discurso del que se cree sabio, o proferir de cuando en cuando algún desatino, con lo que daría mayor pábulo a su vanidad y a mi diversión.

Carta XXXI

Ben-Beley a Gazel.

De las cartas que recibo de tu parte desde que estás en España, y las que me escribiste en otros viajes, infiero una gran contradicción en los españoles, común a todos los europeos. Cada día alaban la libertad que les nace del trato civil y sociable, la ponderan y se envanecen de ella; pero al mismo tiempo se labran a sí mismos la más penosa esclavitud. La naturaleza les impone leyes como a todos los hombres; la religión les añade otras; la patria, otras; las carreras, otras; y como si no bastasen todas estas cadenas para esclavizarlos, se imponen a sí mismos otros muchos preceptos espontáneamente en el trato civil y diario, en el modo de vestirse, en la hora de comer, en la especie de diversión, en la calidad del pasatiempo, en el amor y en la amistad. Pero ¡qué exactitud en observarlos! ¡Cuánto mayor que en la observancia de los otros!

Carta XXXII

Del mismo al mismo.

Acabo de leer el último libro de los que me has enviado en los varios viajes que has hecho por Europa, con el cual llegan a algunos centenares las obras europeas de distintas naciones y tiempos, los que he leído. Gazel, Gazel, sin duda tendrás por grande absurdo lo que voy a decirte, y si publicas este mi dictamen, no habrá europeo que no me llame bárbaro africano; pero la amistad que te profeso es muy grande para dejar de corresponder con mis observaciones a las tuyas, y mi sinceridad es tanta, que en nada puede mi lengua hacer traición a mi pecho. En este supuesto, digo que de los libros que he referido he hecho la siguiente separación: he escogido cuatro de matemáticas, en los que admiro la extensión y acierto que tiene el entendimiento humano cuando va bien dirigido; otros tantos de filosofía escolástica, en que me asombra la variedad de ocurrencias extraordinarias que tiene el hombre cuando no procede sobre principios ciertos y evidentes; uno de medicina, al que falta un tratado completo de los simples, cuyo conocimiento es mil veces mayor en África; otro de anatomía, cuya lectura fue sin duda la que dio motivo al cuento del loco que se figuraba ser tan quebradizo como el vidrio; dos de los que reforman las costumbres, en las que advierto lo mucho que aún tienen que reformar; cuatro del conocimiento de la naturaleza, ciencia que llaman filosofía, en los que noto lo mucho que ignoraron nuestros abuelos y lo mucho más que tendrán que aprender nuestros nietos; algunos de poesía, delicioso delirio del alma, que prueba ferocidad en el hombre si la aborrece, puerilidad si la profesa toda la vida, y suavidad si la cultiva algún tiempo. Todas las demás obras de las ciencias humanas las he arrojado o distribuido, por parecerme inútiles extractos, compendios defectuosos y copias imperfectas de lo ya dicho y repetido una y mil veces.

Carta XXXIII

Gazel a Ben-Beley.

En mis viajes por la península me hallo de cuando en cuando con algunas cartas de mi amigo Nuño, que se mantiene en Madrid. Te enviaré copia de algunas y empiezo por la siguiente, en que habla de ti sin conocerte.

Copia. «Amado Gazel: Estimaré que continúes tu viaje por la península con felicidad. No extraño tu detención en Granada: es ciudad llena de antigüedades del tiempo de tus abuelos. Su suelo es delicioso y sus habitantes son amables. Yo continúo haciendo la vida que sabes y visitando la tertulia que conoces. Otras pudiera frecuentar, pero ¿a qué fin? He vivido con hombres de todas clases, edades y genios; mis años, mi humor y mi carrera me precisaron a tratar y congeniar sucesivamente con varios sujetos; milicia, pleitos, pretensiones y amores me han hecho entrar y salir con frecuencia en el mundo. Los lances de tanta escena como he presenciado, ya como individuo de la farsa, o ya como del auditorio, me han hecho hallar tedio en lo ruidoso de las gentes, peligro en lo bajo de la república y delicia en la medianía.

»¿Habrá cosa más fastidiosa que la conversación de aquellos que pesan el mérito del hombre por el de la plata y oro que posee? Éstos son los ricos. ¿Habrá cosa más cansada que la compañía de los que no estiman a un hombre por lo que es, sino por lo que fueron sus abuelos? Éstos son los nobles. ¿Cosa más vana que la concurrencia de aquellos que apenas llaman racional al que no sabe el cálculo algebraico o el idioma caldeo? Éstos son los sabios. ¿Cosa más insufrible que la concurrencia de los que vinculan todas las ventajas del entendimiento humano en juntar una colección de medallas o en saber qué edad tenía Catulo cuando compuso el Pervigilium Veneris, si es suyo, o de quien sea en caso de no serlo del dicho? Éstos son los eruditos. En ningún concurso de éstos ha depositado naturaleza el bien social de los hombres. Envidia, rencor y vanidad ocupan demasiado tales pechos para que en ellos quepan la verdadera alegría, la conversación festiva, la chanza inocente, la mutua benevolencia, el agasajo sincero y la amistad, en fin, madre de todos los bienes sociables. Ésta sólo se halla entre los hombres que se miran sin competencia.

»La semana pasada envié a Cádiz las cartas que me dejaste para el sujeto de aquella ciudad a quien has encargado las dirija a Ben-Beley. También escribo yo a este anciano como me lo encargas. Espero con la mayor ansia su respuesta para confirmarme en el concepto que me has hecho formar de sus virtudes, menos por la relación que me hiciste de ellas que por las que veo en tu persona. Prendas cuyo origen puede atribuirse en gran parte a sus consejos y crianza».

Carta XXXIV

Gazel a Ben-Beley.

Con más rapidez que la ley de nuestro profeta Mahoma han visto los cristianos de este siglo extenderse en sus países una secta de hombres extraordinarios que se llaman proyectistas. Éstos son unos entes que, sin patrimonio propio, pretenden enriquecer los países en que se hallan, o ya como naturales, o ya como advenedizos. Hasta en España, cuyos habitantes no han dejado de ser alguna vez demasiado tenaces en conservar sus antiguos usos, se hallan varios de estos innovadores de profesión. Mi amigo Nuño me decía, hablando de esta secta, que jamás había podido mirar uno de ellos sin llorar o reír, conforme la disposición de humores en que se hallaba.

—Bien sé yo —decía ayer mi amigo a un proyectista—, bien sé yo que desde el siglo XVI hemos perdido los españoles el terreno que algunas otras naciones han adelantado en varias ciencias y artes. Largas guerras, lejanas conquistas, urgencias de los primeros reyes austríacos, desidia de los últimos, división de España al principio del siglo, continua extracción de hombres para las Américas, y otras causas, han detenido sin duda el aumento del floreciente estado en que dejaron esta monarquía los reyes don Fernando V y su esposa doña Isabel; de modo que, lejos de hallarse en el pie que aquellos reyes pudieron esperar en vista de su gobierno tan sabio y del plantío de los hombres grandes que dejaron, halló Felipe V su herencia en el estado más infeliz: sin ejército, marina, comercio, rentas ni agricultura, y con el desconsuelo de tener que abandonar todas las ideas que no fuesen de la guerra, durando ésta casi sin cesar en los cuarenta y seis años de su reinado. Bien sé que para igualar nuestra patria con otras naciones es preciso cortar muchos ramos podridos de este venerable tronco, ingerir otros nuevos y darle un fomento continuo; pero no por eso le hemos de aserrar por medio, ni cortarle las raíces, ni menos me harás creer que para darle su antiguo vigor es suficiente ponerle hojas postizas y frutos artificiales. Para hacer un edificio en que vivir, no basta la abundancia de materiales y de obreros; es preciso examinar el terreno para los cimientos, los genios de los que han de habitar, la calidad de sus vecinos, y otras mil circunstancias, como la de no preferir la hermosura de la fachada a la comodidad de sus viviendas. —Los canales —dijo el proyectista interrumpiendo a Nuño— son de tan alta utilidad, que el hecho solo de negarlo acreditaría a cualquiera de necio. Tengo un proyecto para hacer uno en España, el cual se ha de llamar canal de San Andrés, porque ha de tener la figura de las aspas de aquel bendito mártir. Desde La Coruña ha de llegar a Cartagena, y desde el cabo de Rosas al de San Vicente. Se han de cortar estas dos líneas en Castilla la Nueva, formando una isla, a la que se pondrá mi nombre para inmortalizar al protoproyectista. En ella se me levantará un monumento cuando muera, y han de venir en romería todos los proyectistas del mundo para pedir al cielo los ilumine (perdónese esta corta digresión a un hombre ansioso de fama póstuma). Ya tenemos, a más de las ventajas civiles y políticas de este archicanal, una división geográfica de España, muy cómodamente hecha, en septentrional, meridional, occidental y oriental. Llamo meridional la parte comprendida desde la isla hasta Gibraltar; occidental la que se contiene desde el citado paraje hasta la orilla del mar Océano por la costa de Portugal y Galicia; oriental, lo de Cataluña; y septentrional la cuarta parte restante. Hasta aquí lo material de mi proyecto. Ahora entra lo sublime de mis especulaciones, dirigido al mejor expediente de las providencias dadas, más fácil administración de la justicia, y mayor felicidad de los pueblos. Quiero que en cada una de estas partes se hable un idioma y se estile un traje. En la septentrional ha de hablarse precisamente vizcaíno; en la meridional, andaluz cerrado; en la oriental, catalán; y en la occidental, gallego. El traje en la septentrional ha de ser como el de los maragatos, ni más ni menos; en la segunda, montera granadina muy alta, capote de dos faldas y ajustador de ante; en la tercera, gambeto catalán y gorro encarnado; en la cuarta, calzones blancos largos, con todo el restante del equipaje que traen los segadores gallegos. Ítem, en cada una de las dichas, citadas, mencionadas y referidas cuatro partes integrantes de la península, quiero que haya su iglesia patriarcal, su universidad mayor, su capitanía general, su chancillería, su intendencia, su casa de contratación, su seminario de nobles, su hospicio general, su departamento de marina, su tesorería, su casa de moneda, sus fábricas de lanas, sedas y lienzos, su aduana general. Ítem, la corte irá mudándose según las cuatro estaciones del año por las cuatro partes, el invierno en la meridional, el verano en la septentrional, et sic de caeteris.

Fue tanto lo que aquel hombre iba diciendo sobre su proyecto, que sus secos labios iban padeciendo notable perjuicio, como se conocía en las contorsiones de boca, convulsiones de cuerpo, vueltas de ojos, movimiento de lengua y todas las señales de verdadero frenético. Nuño se levantó por no dar más pábulo al frenesí del pobre delirante, y sólo le dijo al despedirse: ¿Sabéis lo que falta en cada parte de vuestra España cuatripartita? Una casa de locos para los proyectistas de Norte, Sur, Poniente y Levante.

—¿Sabes lo malo de esto? —díjome volviendo la espalda al otro—. Lo malo es que la gente, desazonada con tanto proyecto frívolo, se preocupa contra las innovaciones útiles y que éstas, admitidas con repugnancia, no surten los buenos efectos que producirían si hallasen los ánimos más sosegados.

—Tienes razón, Nuño —respondí yo—. Si me obligaran a lavarme la cara con trementina, y luego con aceite, y luego con tinta, y luego con pez, me repugnaría tanto el lavarme que después no me lavaría gustoso ni con agua de la fuente más cristalina.

Carta XXXV

Del mismo al mismo.

En España, como en todas partes, el lenguaje se muda al mismo paso que las costumbres; y es que, como las voces son invenciones para representar las ideas, es preciso que se inventen palabras para explicar la impresión que hacen las costumbres nuevamente introducidas. Un español de este siglo gasta cada minuto de las veinticuatro horas en cosas totalmente distintas de aquellas en que su bisabuelo consumía el tiempo; éste, por consiguiente, no dice una palabra de las que al otro se le ofrecían. —Si me dejan hoy a leer —decía Nuño— un papel escrito por un galán del tiempo de Enrique el Enfermo refiriendo a su dama la pena en que se halla ausente de ella, no entendería una sola cláusula, por más que estuviese escrito de letra excelente moderna, aunque fuese de la mejor de las Escuelas Pías. Pero en recompensa ¡qué chasco llevaría uno de mis tatarabuelos si hallase, como me sucedió pocos días ha, un papel de mi hermana a una amiga suya, que vive en Burgos! Moro mío, te lo leeré, lo has de oír, y, como lo entiendas, tenme por hombre extravagante. Yo mismo, que soy español por todos cuatro costados y que, si no me debo preciar de saber el idioma de mi patria, a lo menos puedo asegurar que lo estudio con cuidado, yo mismo no entendí la mitad de lo que contenía. En vano me quedé con copia del dicho papel; llevado de curiosidad, me di prisa a extractarlo, y, apuntando las voces y frases más notables, llevé mi nuevo vocabulario de puerta en puerta, suplicando a todos mis amigos arrimasen el hombro al gran negocio de explicármelo. No bastó mi ansia ni su deseo de favorecerme. Todos ellos se hallaron tan suspensos como yo, por más tiempo que gastaron en revolver calepinos y diccionarios. Sólo un sobrino que tengo, muchacho de veinte años, que trincha una liebre, baila un minuet y destapa una botella de Champaña con más aire que cuantos hombres han nacido de mujeres, me supo explicar algunas voces. Con todo, la fecha era de este mismo año.

Tanto me movieron estas razones a deseo de leer la copia, que se la pedí a Nuño. Sacola de su cartera, y, poniéndose los anteojos, me dijo: —Amigo, ¿qué sé yo si leyéndotela te revelaré flaquezas de mi hermana y secretos de mi familia? Quédame el consuelo que no lo entenderás. Dice así: «Hoy no ha sido día en mi apartamiento hasta medio día y medio. Tomé dos tazas de té. Púseme un desabillé y bonete de noche. Hice un tour en mi jardín, y leí cerca de ocho versos del segundo acto de la Zaira. Vino Mr. Lavanda; empecé mi toaleta. No estuvo el abate. Mandé pagar mi modista. Pasé a la sala de compañía. Me sequé toda sola. Entró un poco de mundo; jugué una partida de mediator; tiré las cartas; jugué al piquete. El maître d'hôtel avisó. Mi nuevo jefe de cocina es divino; él viene de arribar de París. La crapaudina, mi plato favorito, estaba delicioso. Tomé café y licor. Otra partida de quince; perdí mi todo. Fui al espectáculo; la pieza que han dado es execrable; la pequeña pieza que han anunciado para el lunes que viene es muy galante, pero los actores son pitoyables; los vestidos, horribles; las decoraciones, tristes. La Mayorita cantó una cavatina pasablemente bien. El actor que hace los criados es un poquito extremoso; sin eso sería pasable. El que hace los amorosos no jugaría mal, pero su figura no es previniente. Es menester tomar paciencia, porque es preciso matar el tiempo. Salí al tercer acto, y me volví de allí a casa. Tomé de la limonada. Entré en mi gabinete para escribirte ésta, porque soy tu veritable amiga. Mi hermano no abandona su humor de misántropo; él siente todavía furiosamente el siglo pasado; yo no le pondré jamás en estado de brillar; ahora quiere irse a su provincia. Mi primo ha dejado a la joven persona que él entretenía. Mi tío ha dado en la devoción; ha sido en vano que yo he pretendido hacerle entender la razón. Adiós, mi querida amiga, baste otra posta; y ceso, porque me traen un dominó nuevo a ensayar».

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