Cartas Marruecas (7 page)

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Authors: José Cadalso

Tags: #Ensayo,Clásico

»De los pueblos que hoy florecen, el inglés es el solo que parece adoptar esta máxima, y levanta monumentos a sus héroes en la misma iglesia que sirve de panteón a sus reyes; llegando a tanto su sistema, que hacen algunas voces igual obsequio a las cenizas de los héroes enemigos, para realzar la gloria de sus naturales. Las demás naciones son ingratas a la memoria de los que las han adornado y defendido. Esta es una de las fuentes de la desidia universal, o de la falta de entusiasmo de los generales modernos. Ya no hay patriotismo, porque ya no hay patria.

»La francesa y la española abundan en héroes insignes, mayores que muchos de los que veo en los altares de la Roma pagana. Los reinados de Francisco I, Enrique IV y Luis XIV han llenado de gloria los anales de Francia; pero no tienen los franceses una historia de sus héroes tan metódica como yo quisiera y ellos merecen, pues sólo tengo noticia de la obra de Mr. Perrault, y ésta no trata sino de los hombres ilustres del último de los tres reinados gloriosos que he dicho. En lugar de llenar toda Europa de tanta obra frívola como han derramado a millares en estos últimos años, ¡cuánto más beneméritos de sí mismos serían si nos hubieran dado una obra de esta especie, escrita por algún hombre grande de los que tienen todavía en medio del gran número de autores que no merecen tal nombre!».

—Este era uno de los asuntos que yo había emprendido —prosiguió Nuño— cuando tenía algunas ideas muy opuestas a las de quietud y descanso que ahora me ocupan. Intenté escribir una historia heroica de España: ésta era una relación de todos los hombres grandes que ha producido la nación desde don Pelayo. Para poner el cimiento de esta obra tuve que leer con sumo cuidado nuestras historias, así generales como particulares; y te juro que cada libro era una mina cuya abundancia me envanece. El mucho número formaba la gran dificultad de la empresa, porque todos hubieran llegado a un tomo exorbitante, y pocos hubieran sido de dificultosa elección. Entre tantos insignes, si cabe alguna preferencia que no agravie a los que incluye, señalaba como asuntos sobresalientes después de don Pelayo, libertador de su patria, don Ramiro, padre de sus vasallos; Peláez de Correa, azote de los moros; Alonso Pérez de Guzmán, ejemplo de fidelidad; Cid Ruy Díaz, restaurador de Valencia; Fernando III, el conquistador de Sevilla; Gonzalo Fernández de Córdoba, vasallo envidiable; Hernán Cortés, héroe mayor que los de la fábula; Leiva, Pescara y Basto, vencedores de Pavía, y Álvaro de Bazán, favorito de la fortuna.

¡Cuán glorioso proyecto sería el de levantar estatuas, monumentos y columnas en los parajes más públicos de la villa capital con un corto elogio de cada una citando la historia de sus hazañas! ¡Qué estímulo para nuestra juventud, que se criaría desde su niñez a vista de unas cenizas tan venerables! A semejantes ardides debió Roma en mucha parte el dominio del orbe.

Carta XVII

De Ben-Beley a Gazel.

De todas tus cartas recibidas hasta ahora, infiero que me pasaría en lo bullicioso y lucido de Europa lo mismo que experimento en el retiro de África, árida e insociable, como tú la llamas desde que te acostumbras a las delicias de Europa.

Nos fastidia con el tiempo el trato de una mujer que nos encantó a primera vista; nos cansa un juego que aprendimos con ansia; nos molesta una música que al principio nos arrebató; nos empalaga un plato que nos deleitó la primera vez; la corte que al primer día nos encantó, después nos repugna; la soledad, que nos parecía deliciosa a la primera semana, nos causa después melancolías; la virtud sola es la cosa que es más amable cuanto más la conocemos y cultivamos.

Te deseo bastante fondo de ella para alabar al Ser Supremo con rectitud de corazón; tolerar los males de la vida; no desvanecerte con los bienes; hacer bien a todos, mal a ninguno; vivir contento; esparcir alegría entre tus amigos, participar sus pesadumbres, para aliviarles el peso de ellas; y volver sabio y salvo al seno de tu familia, que te saluda muy de corazón con vivísimos deseos de abrazarte.

Carta XVIII

Gazel a Ben-Beley.

Hoy sí que tengo una extraña observación que comunicarte. Desde la primera vez que desembarqué en Europa, no he observado cosa que me haya sorprendido como la que voy a participar en esta carta. Todos los sucesos políticos de esta parte del mundo, por extraordinarios que sean, me parecen más fáciles de explicar que la frecuencia de pleitos entre parientes cercanos, y aun entre hijos y padres. Ni el descubrimiento de las Indias orientales y occidentales, ni la incorporación de las coronas de Castilla y Aragón, ni la formación de la República holandesa, ni la constitución mixta de la Gran Bretaña, ni la desgracia de la Casa Stuart, ni el establecimiento de la de Braganza, ni la cultura de Rusia, ni suceso alguno de esta calidad, me sorprende tanto como ver pleitear padres con hijos. ¿En qué puede fundarse un hijo para demandar en justicia contra su padre? ¿O en qué puede fundarse un padre para negar alimentos a su hijo? Es cosa que no entiendo. Se han empeñado los sabios de este país en explicarlo, y mi entendimiento en resistir a la explicación, pues se invierten todas las ideas que tengo de amor paterno y amor filial.

Anoche me acosté con la cabeza llena de lo que sobre este asunto había oído, y me ocurrieron de tropel todas las instrucciones que oí de tu boca, cuando me hablabas en mi niñez sobre el carácter de padre y el rendimiento de hijo. Venerable Ben-Beley, después de levantar las manos al cielo, taparéme con ellas los oídos para impedir la entrada a voces sediciosas de jóvenes necios, que con tanto desacato me hablan de la dignidad paterna. No escucho sobre este punto más voz que la de la naturaleza, tan elocuente en mi corazón, y más cuando tú la acompañaste con tus sabios consejos. Este vicio europeo no llevaré yo a África. Me tuviera por más delincuente que si llevara a mi patria la peste de Turquía. Me verás a mi regreso tan humilde a tu vista y tan dócil a tus labios como cuando me sacaste de entre los brazos de mi moribunda madre para servirme de padre por la muerte de quien me engendró. Si con menos respeto te mirara, creo que vibraría la mano omnipotente un rayo irresistible que me redujera a cenizas con espanto del orbe entero, a quien mi nombre vendría a ser escarmiento infeliz y de eterna memoria.

¡Qué mofa harían de mí los jóvenes europeos si cayesen en sus manos impías estos renglones! ¡Cuánta necedad brotaría de sus insolentes labios! ¡Cuán ridículo objeto sería yo a sus ojos! Pero aun así, despreciaría al escarnio de los malvados, y me apartaría de ellos por mantener mi alma tan blanca como la leche de las ovejas.

Carta XIX

Ben-Beley a Gazel, respuesta de la anterior.

Como suben al cielo las aromas de las flores, y como llegan a mezclarse con los celestes coros los trinos de las aves, así he recibido la expresión de rendimiento que me ha traído la carta en que abominas del desacato de algunos jóvenes europeos hacia sus padres. Mantente contra tan horrendas máximas, como la peña se mantiene contra el esfuerzo de las olas, y créeme que Alá mirará con bondad, desde la alteza de su trono, a los hijos que tratan con reverencia a sus padres, pues los otros se oponen abiertamente al establecimiento de la sabia economía que resplandece en la creación.

Carta XX

Ben-Beley a Nuño.

Veo con sumo gusto el aprovechamiento con que Gazel va viajando por tu país y los progresos que hace su talento natural con el auxilio de tus consejos. Su entendimiento solo estaría tan lejos de serle útil sin tu dirección, que más serviría a alucinarle. A no haberte puesto la fortuna en el camino de este joven, hubiera malogrado Gazel su tiempo. ¿Qué se pudiera esperar de sus viajes? Mi Gazel hubiera aprendido, y mal, una infinidad de cosas; se llenaría la cabeza de especies sueltas, y hubiera vuelto a su patria ignorante y presumido. Pero aun así, dime, Nuño, ¿son verdaderas muchas de las noticias que me envía sobre las costumbres y usos de tus paisanos? Suspendo el juicio hasta ver tu respuesta. Algunas cosas me escribe incompatibles entre sí. Me temo que su juventud le engañe en algunas ocasiones y me represente las cosas no como son, sino cuales se le representaron. Haz que te enseñe cuantas cartas me remita, para que veas si me escribe con puntualidad lo que sucede o lo que se le figura. ¿Sabes de dónde nace esta mi confusión y esta mi eficacia en pedirte que me saques de ella, o por lo menos que impidas su aumento? Nace, cristiano amigo, nace de que sus cartas, que copio con exactitud y suelo leer con frecuencia, me representan tu nación diferente de todas en no tener carácter propio, que es el peor carácter que puede tener.

Carta XXI

Nuño a Ben-Beley, respuesta de la anterioro.

No me parece que mi nación esté en el estado que infieres de las cartas de Gazel, y según él mismo lo ha colegido de las costumbres de Madrid y alguna otra ciudad capital. Deja que él mismo te escriba lo que notare en las provincias, y verás cómo de ellas deduces que la nación es hoy la misma que era tres siglos ha. La multitud y variedad de trajes, costumbres, lenguas y usos, es igual en todas las cortes por el concurso de extranjeros que acuden a ellas; pero las provincias interiores de España, que por su poco comercio, malos caminos y ninguna diversión no tienen igual concurrencia, producen hoy unos hombres compuestos de los mismos vicios y virtudes que sus quintos abuelos. Si el carácter español, en general, se compone de religión, valor y amor a su soberano por una parte, y por otra de vanidad, desprecio a la industria (que los extranjeros llaman pereza) y demasiada propensión al amor; si este conjunto de buenas y malas calidades componían el corazón nacional de los españoles cinco siglos ha, el mismo compone el de los actuales. Por cada petimetre que se vea mudar de moda siempre que se lo manda su peluquero, habrá cien mil españoles que no han reformado un ápice en su traje antiguo. Por cada español que oigas algo tibio en la fe, habrá un millón que sacará la espada si oye hablar de tales materias. Por cada uno que se emplee en un arte mecánica, habrá un sinnúmero que están prontos a cerrar sus tiendas para ir a las Asturias o a sus Montañas en busca de una ejecutoria. En medio de esta decadencia aparente del carácter nacional, se descubren de cuando en cuando ciertas señales de antiguo espíritu; ni puede ser de otro modo: querer que una nación se quede con solas sus propias virtudes y se despoje de sus defectos propios para adquirir en su lugar las virtudes de las extrañas, es fingir otra república como la de Platón. Cada nación es como cada hombre, que tiene sus buenas y malas propiedades peculiares a su alma y cuerpo. Es muy justo trabajar a disminuir éstas y aumentar aquéllas; pero es imposible aniquilar lo que es parte de su constitución. El proverbio que dice «Genio y figura hasta la sepultura», sin duda se entiende de los hombres; mucho más de las naciones, que no son otra cosa más que una junta de hombres, en cuyo número se ven las cualidades de cada individuo. No obstante, soy de parecer que se deben distinguir las verdaderas prendas nacionales de las que no lo son sino por abuso o preocupación de algunos, a quienes guía la ignorancia o pereza. Ejemplares de esto abundan, y su examen me ha hecho ver con mucha frialdad cosas que otros paisanos míos no saben mirar sin enardecerse. Daréte algún ejemplo de los muchos que pudiera.

Oigo hablar con cariño y con respeto de cierto traje muy incómodo que llaman a la española antigua. El cuento es que el tal no es a la española antigua, ni a la moderna, sino un traje totalmente extranjero para España, pues fue traído por la Casa de Austria. El cuello está muy sujeto y casi en prensa; los muslos, apretados; la cintura, ceñida y cargada con una larga espada y otra más corta; el vientre, descubierto por la hechura de la chupilla; los hombros, sin resguardo; la cabeza, sin abrigo; y todo esto, que no es bueno, ni español, es celebrado generalmente porque dicen que es español y bueno; y en tanto grado aplaudido, que una comedia cuyos personales se vistan de este modo tendrá, por mala que sea, más entradas que otra alguna, por bien compuesta que esté, si le falta este ornamento.

La filosofía aristotélica, con todas sus sutilezas, desterrada ya de toda Europa, y que sólo ha hallado asilo en este rincón de ella, se defiende por algunos de nuestros viejos con tanto esmero, e iba a decir con tanta fe, como un símbolo de la religión. ¿Por qué? Porque dicen que es doctrina siempre defendida en España, y que el abandonarla es desdorar la memoria de nuestros abuelos. Esto parece muy plausible; pero has de saber, sabio africano, que en esta preocupación se envuelven dos absurdos a cuál mayor. El primero es que, habiendo todas las naciones de Europa mantenido algún tiempo el peripatecismo, y desechádolo después por otros sistemas de menos grito y más certidumbre, el dejarlo también nosotros no sería injuria a nuestros abuelos, pues no han pretendido injuriar a los suyos en esto los franceses e ingleses. Y el segundo es que el tal tejido de sutilezas, precisiones, trascendencias y otros semejantes pasatiempos escolásticos que tanto influjo tienen en las otras facultades, nos han venido de afuera, como de ello se queja uno o otro hombre español, tan amigo de la verdadera ciencia como enemigo de las hinchazones pedantescas, y sumamente ilustrado sobre lo que era o no era verdaderamente de España, y que escribía cuando empezaban a corromperse los estudios en nuestras universidades por el método escolástico que había venido de afuera; lo cual puede verse muy despacio en la Apología de la literatura española, escrita por el célebre literato Alfonso García Matamoros, natural de Sevilla, maestro de retórica en la universidad de Alcalá de Henares, y uno de los hombres mayores que florecieron en el siglo nuestro de Oro, a saber el de XVI.

Del mismo modo, cuando se trató de introducir en nuestro ejército las maniobras, evoluciones, fuegos y régimen mecánico de la disciplina prusiana, gritaron algunos de nuestros inválidos, diciendo que esto era un agravio manifiesto al ejército español; que sin el paso oblicuo, regular, corto y redoblado habían puesto a Felipe V en su trono, a Carlos en el de Nápoles, y a su hermano en el dominio de Parma; que sin oficiales introducidos en las divisiones habían tomado a Orán y defendido a Cartagena; que todo esto habían hecho y estaban prontos a hacer con su antigua disciplina española; y que así, parecía tiranía cuando menos el quitársela. Pero has de saber que la tal disciplina ni era española, pues al principio del siglo no había quedado ya memoria de la famosa y verdaderamente sabia disciplina que hizo florecer los ejércitos españoles en Flandes e Italia en tiempo de Carlos V y Felipe II, y mucho menos la invencible del Gran Capitán en Nápoles; sino otra igualmente extranjera que la prusiana, pues era la francesa, con la cual fue entonces preciso uniformar nuestras tropas a las de Francia, no sólo porque convenía que los aliados maniobrasen del mismo modo, sino porque los ejércitos de Luis XIV eran la norma de todos los de Europa en aquel tiempo, como los de Federico lo son en los nuestros.

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