Read Cartas sobre la mesa Online
Authors: Agatha Christie
El señor Shaitana es famoso como anfitrión de sus fiestas. Sin embargo, se trata de un hombre del que todos desconfían. Así, cuando expone a Poirot su teoría sobre el asesinato como forma de arte, el detective tiene sus reservas sobre aceptar la invitación para ver la colección privada de Shaitana.
Convocado con otros tres criminólogos y cuatro supuestos asesinos, inician tras la cena una partida de
bridge
. Pero al final de la partida descubren que el anfitrión ha sido asesinado por uno de sus invitados...
Agatha Christie
Cartas sobre la mesa
ePUB v1.0
Ormi17.09.11
Título original:
Cards On The Table
Traducción: A. Soler Crespo
Agatha Christie, 1936
Edición 1985 - Editorial Molino - 237 páginas
ISBN: 8427201222
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:
ASTWELL
: Asistenta de las señoritas Meredith y Dawes.
BATT
(Elsie): Doncella que fue de la señora Luxmore, viuda de un conocido botánico, supuesto asesinado.
BATTLE
: Superintendente y uno de los mejores elementos de Scotland Yard.
BURGUESS
: Agraciada muchacha, secretaria del doctor Roberts.
DAWES
(Rhoda): Amiga íntima de Meredith, con la cual convive.
DESPARD
(John): Mayor del ejército, joven, alto, distinguido.
LORRIMER
: Mujer elegante, sexagenaria, inteligente y muy culta.
MEREDITH
(Anne): Hermosa muchacha de veinte años, de posición modesta, que vive a costa de Rhoda Dawes.
O'CONNOR
: Sargento de policía.
OLIVER
(Ariadne): Autora de novelas policíacas, mujer elegante y furibunda feminista.
RACE
: Coronel del «Servicio Secreto».
ROBERTS
(Goffrey): Notable doctor y verdadero hombre de mundo.
SHAITANA
: Hombre enigmático, rico y que es asesinado en su domicilio.
Existe la idea, bastante generalizada, de que una novela policíaca tiene cierto parecido a una carrera de caballos, pues como ésta, toman la salida un determinado número de participantes, igual que hacen los caballos y sus jinetes. Pueden ustedes apostar por el que prefieran. Pero, de común acuerdo, el favorito suele ser precisamente el opuesto al que lo sería en dichas carreras. En otras palabras: es un personaje completamente extraño a la cuestión. Localicen a quien parezca haber tenido oportunidades de cometer el crimen y, en el noventa por ciento de los casos, habrán acertado.
Como no quiero que mis fieles lectores desechen este libro con disgusto, prefiero advertirles de antemano que la novela que van a leer no es de la clase a que antes me refiero. Solamente hay en ella cuatro «participantes», cada uno de los cuales, con arreglo a determinadas circunstancias, pudo haber cometido el asesinato. Esto elimina, por fuerza, el factor sorpresa. Sin embargo, puede existir, según creo, pues cada una de ellas ha delinquido ya y es capaz de realizar nuevos crímenes. Se trata de cuatro caracteres completamente diferentes. El motivo que los impulsa al asesinato es inherente a la forma de ser de cada uno de ellos y, en consecuencia, también lo es el método empleado. Por lo tanto, las deducciones que se hagan deben ser totalmente psicológicas; pero tal cosa no deja de ser interesante, pues una vez que todo está dicho y hecho, es la mente del criminal lo que reviste mayor importancia.
Debo decir, como argumento adicional en favor de esta novela, que fue uno de los casos favoritos de Hércules Poirot. No obstante, su amigo, el capitán Hastings, lo encontró muy insustancial cuando el detective se lo relató. Me agradaría saber con quién de los dos estarán de acuerdo mis lectores.
Mi apreciado monsieur Poirot!
Era una voz suave y acariciadora; una voz usada deliberadamente como instrumento. En ella no había nada impulsivo e impremeditado. Hércules Poirot dio media vuelta. Se inclinó y estrechó ceremoniosamente la mano que le tendía el otro.
En los ojos del detective se reflejó una expresión extraña. Podía decirse que aquel encuentro casual había despertado en él una emoción experimentada en raras ocasiones.
—Mi estimado señor Shaitana —dijo.
Ambos callaron. Parecían dos duelistas
en garde
.
Alrededor de ellos se arremolinaba, con sosiego, una masa de londinenses lánguidos y bien vestidos. Se oía el murmullo de las voces.
—¡Precioso...! ¡Exquisito...!
—Son divinas, ¿no te parece, querida?
Se encontraban en la exposición de cajas de rapé que se celebraba en la Wessex House. El precio de la entrada, una guinea, se destinaba a los hospitales de Londres.
—¡Qué agradable verle de nuevo! —dijo el señor Shaitana—. ¿Escasea el trabajo de colgar o guillotinar a la gente? ¿Decae la actividad del mundo criminal... o va a ocurrir aquí un robo esta misma tarde...? Sería estupendo.
—Siento decepcionarle, monsieur —contestó Poirot—; pero mi presencia en esta exposición se debe a motivos puramente particulares.
La atención del señor Shaitana recayó, de momento, sobre una Adorable Jovencita que llevaba unos apretados rizos en un lado de su cabeza y tres cucuruchos de paja negra en el otro.
—Pero, ¿cómo no vino a mi última fiesta? —preguntó el señor Shaitana—. ¡Fue maravillosa! Gran cantidad de gente habló conmigo. ¡Pásmese! Hasta una señora me dijo: «¿Cómo está usted?», «Adiós» y «Muchísimas gracias»; pero la pobre era provinciana, desde luego.
Mientras la Adorable Jovencita contestaba adecuadamente a estas razones, Poirot estudió con detenimiento el hirsuto adorno que campeaba sobre el labio superior del señor Shaitana.
Era un buen bigote; muy elegante. Tal vez único bigote que en Londres podía competir con el de monsieur Hércules Poirot.
«Pero no es tan exuberante —dijo para sí mismo—. No; no hay duda de que es inferior en todos los aspectos.
Tout de même
llama la atención.»
Toda la persona del señor Shaitana llamaba la atención, pues tal era la intención del propio interesado. Quería que su aspecto fuera lo más mefistofélico posible. Era alto y delgado, de cara larga y melancólica en la que resaltaban unas cejas fuertemente acentuadas y negras como el azabache. Llevaba un bigote con las puntas engomadas y una perilla negra. Sus ropas eran obras de arte; de correctísimo corte, aunque con cierto aire grotesco.
Todo buen inglés, cuando topaba con él, sentía un ardiente deseo de darle un puntapié. Y decían para su capote con una singular falta de originalidad: «Ahí viene ese maldito
dago
[1]
de Shaitana».
Las esposas, hijas, hermanos, tías, madres y hasta las abuelas de tales ingleses, si bien variaban las palabras de acuerdo con su propia generación, solían decir también frases parecidas a ésta: «Ya lo sé, querida. Tiene un aspecto algo tremebundo, desde luego. ¡Pero es rico...! ¡Y, da unas fiestas tan magníficas...! Además, siempre tiene alguna cosa divertida y maliciosa que contarte acerca de la gente».
Nadie sabía si el señor Shaitana era sudamericano, portugués, griego o de cualquier otra de las nacionalidades despreciadas por los británicos.
Pero tres hechos eran ciertos por completo.
Vivía lujosamente en un costoso piso de Park Lane.
Daba fiestas de todas clases: grandes, pequeñas, macabras», respetables y extravagantes.
Era un hombre a quien casi todos temían.
Esto último era difícil de expresar con palabras concretas. Tal vez era debido a que daba la sensación de saber muchas cosas más de las convenientes acerca de todo el mundo. Y a esto unía un especial sentido del humor.
La gente intuía que era mejor no arriesgarse, ofendiendo al señor Shaitana.
Aquella tarde, su humor le incitaba a fastidiar al hombre de aspecto ridículo, llamado Hércules Poirot.
—¿De modo que un policía también necesita distraerse? —observó—. Se interesa usted por el arte a una edad demasiado avanzada, monsieur Poirot.
El detective sonrió.
—Ya he visto que envió usted tres cajas de rapé a la exposición —dijo.
El señor Shaitana agitó una mano con gesto de excusa.
—Algunas veces me dedico a comprar bagatelas. Debía usted venir un día por mi casa. Tengo algunas piezas interesantes. Pero no me limito a ningún período en particular ni a objetos determinados.
—Sus gustos son ortodoxos —comentó Poirot sonriendo.
—Exactamente.
De pronto, los ojos del señor Shaitana brillaron, levantó las comisuras de los labios y sus cejas se arquearon.
—Hasta le puedo enseñar varias cosas relacionadas con su profesión, monsieur Poirot —anunció.
—¿Acaso tiene un «Museo negro» particular?
—¡Bah! —el señor Shaitana chasqueó los dedos con desdén—. La taza que utilizó el asesino de Brighton, las herramientas de un célebre ladrón... todo eso son chiquillerías absurdas. Yo no me preocupo por esa basura. Me gusta coleccionar lo mejor de cada caso.
—Y hablando artísticamente, ¿qué objetos considera usted mejores en el crimen? —preguntó Poirot a la espera impaciente de la respuesta.
El señor Shaitana se inclinó y apoyó los dedos sobre el hombro del detective. Contestó con acento dramático y voz sibilante:
—Los seres humanos que lo cometen, monsieur Poirot.
Las cejas de éste se levantaron un poco.
—¡Aja! Le he sorprendido —exclamó el señor Shaitana—. Mi estimado amigo, usted y yo consideramos estas cosas desde diferentes puntos de vista. Para usted, el crimen es una mera rutina: un asesinato, una investigación, una pista y, por último, el descubrimiento del asesino, pues indudablemente usted es un experto en la materia. ¡Pero esas trivialidades no me interesan! No me atraen los ejemplares de poco valor. Y un asesino descubierto es, necesariamente, algo que tiene un defecto. Algo de segunda clase. No; yo considero el asunto desde el punto de vista artístico. ¡Sólo colecciono lo mejor!
—¿Y qué es lo mejor? —preguntó Poirot.
—El que ha logrado escapar. ¡El que ha tenido éxito! El criminal que disfruta de una vida agradable y sobre el cual no se tiene ni la más mínima sospecha. Debe usted admitir que mi distracción es muy divertida.
—Estaba pensando en otra palabra... y no era precisamente «divertida».
—¡Una idea! —exclamó Shaitana sin hacer caso de la observación de Poirot—. ¡Una pequeña reunión! ¡Una comida para que tenga la oportunidad de conocer mi colección! Ha sido una ocurrencia divertida, de veras. No sé cómo no pensé antes en ella. Sí... sí; eso... exactamente. Déme un poco de tiempo... la próxima semana no podrá ser, digamos la siguiente. ¿No tendrá ningún compromiso? ¿Qué día podemos elegir?
—Si es dentro de dos semanas, cualquier día me conviene —respondió Poirot inclinándose.
—Bien... entonces pongamos el viernes. El viernes, día dieciocho. Lo anotaré en mi agenda. Desde luego, la idea me satisface enormemente.
—Pues yo no estoy tan seguro de ello —replicó Poirot con lentitud—. No quiero decir con eso que desprecie su amable invitación... no; no es eso...