Casa desolada (139 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Como, naturalmente, especulé acerca del objeto de aquellas visitas y como siempre relacionaba algo ridículo con aquel visitante, resultó que al reírme del señor Guppy hablé a mi Tutor de su proposición y de su retractación ulterior.

—Después de eso —dijo mi Tutor—, desde luego que tenemos que recibir a este héroe. —De modo que dimos instrucciones para que hicieran pasar al señor Guppy en cuanto volviera éste, y apenas acabábamos de darlas cuando, efectivamente, volvió.

Se sintió apurado al ver a mi Tutor conmigo, pero se recuperó y dijo:

—¿Cómo está usted, caballero?

—¿Cómo está usted, señor mío? —respondió mi Tutor.

—Muchas gracias, caballero, estoy pasable —replicó el señor Guppy—. Permítanme ustedes presentar a mi madre, la señora Guppy, de Old Street Road, y a mi amigo íntimo el señor Weevle. Es decir, mi amigo ha estado utilizando el nombre de Weevle, pero en realidad se llama Jobling.

Mi Tutor les rogó que tomaran asiento, lo que hicieron.

—Tony —dijo el señor Guppy a su amigo, tras un silencio embarazoso—, ¿quieres iniciar el caso?

—Hazlo tú —replicó el amigo en tono más bien cortante.

—Pues sabrá usted, señor Jarndyce —comenzó el señor Guppy para gran diversión de su madre, que la exhibió dándole con el codo al señor Jobling y haciéndome a mí unos guiños de lo más notable—, yo tenía idea de que iba a ver a la señorita Summerson a solas, y no estaba del todo preparado para su estimable presencia. Pero quizá le haya mencionado la señorita Summerson que en una ocasión anterior hubo algo entre nosotros.

—La señorita Summerson —asintió mi Tutor con una sonrisa— me ha hecho una comunicación en este sentido.

—Eso me facilita las cosas, señor mío —dijo el señor Guppy—. He terminado mi pasantía con Kenge y Carboy, y creo que de forma satisfactoria para todas las partes; ahora ya me he recibido (tras un examen que bastaría para que le salieran a uno las canas, sobre un montón de cosas que no le hacen a uno ninguna falta) en el colegio de abogados, y he sacado mi título, si es que desea usted verlo.

—Muchas gracias, señor Guppy —contestó mi Tutor—, pero estoy perfectamente dispuesto (creo que utilizo una frase jurídica) a reconocer implícitamente la validez del título.

Ante esto, el señor Guppy desistió de sacarse algo del bolsillo y siguió adelante sin más:

—Yo no tengo ningún capital, pero mi madre tiene algunos bienes en forma de una pensión vitalicia —al oír lo cual la madre del señor Guppy movió la cabeza de un lado a otro, como si aquella observación la hiciera disfrutar inmensamente, se llevó un pañuelo a la boca y me hizo otro guiño—, así que nunca faltan unas libras para los gastos del trabajo, sin interés, lo cual, como usted sabe, es una gran ventaja —dijo el señor Guppy con gran sentimiento.

—Una gran ventaja, desde luego —asintió mi Tutor.

—Y
tengo
algunas relaciones —prosiguió el señor Guppy—, que se hallan en la dirección de Walcot Square, Lambeth. Por eso he tomado una casa en esa localidad, que a juicio de mis amistades es una ganga (casi no tiene contribución y el uso de los muebles está incluido en la renta), y aspiro a establecerme allí profesionalmente dentro de nada.

Al oír esto, la señora Guppy cayó en una extraordinaria pasión de gestos de la cabeza y de sonrisas pícaras a todo el que quisiera mirarla.

—Tiene seis habitaciones, sin contar cocinas —siguió diciendo el señor Guppy—, y a juicio de mis amistades es un apartamento espacioso. Cuando digo mis amistades digo sobre todo aquí mi amigo Jobling, que, según creo, me conoce —y el señor Guppy lo miró con aire sentimental— desde que éramos muchachos.

El señor Jobling lo confirmó con un leve movimiento de piernas.

—Mi amigo Jobling me ayudará en calidad de pasante, y vivirá en la casa —continuó el señor Guppy—. Mi madre también vivirá en la casa cuando cese y expire su actual contrato en Old Street Road, y en consecuencia no faltará la compañía. Mi amigo Jobling tiene gustos, naturalmente, aristocráticos, y además de estar familiarizado con las actividades de los altos círculos, me respalda plenamente en las intenciones que ahora sustento.

El señor Jobling dijo que «desde luego», y se alejó un poco del codo de la madre del señor Guppy.

—Bien, ahora tengo ocasión de mencionar a usted; señor mío, puesto que goza de la confianza de la señorita Summerson —observó el señor Guppy— (madre, ten la bondad de estarte quieta), que la imagen de la señorita Summerson me quedó firmemente grabada en el corazón y que le hice una proposición de matrimonio.

—Así he oído —respondió mi Tutor.

—Circunstancias —prosiguió el señor Guppy— ajenas a mi voluntad, totalmente ajenas, debilitaron, la impresión de aquella imagen durante algún tiempo. En cuyos momentos la conducta de la señorita Summerson fue muy distinguida. Podría añadir que incluso magnánima.

Mi Tutor me dio un golpecito en el hombro y pareció sentirse muy divertido.

—Ahora bien, señor mío —dijo el señor Guppy—, he llegado a un estado de ánimo tal que deseo reciprocar aquella conducta magnánima. Deseo demostrar a la señorita Summerson que puedo ponerme a una altura de la que quizá ella no me considerase capaz. Veo que la imagen que yo suponía se había borrado de mi corazón no se ha borrado. Su influencia sobre mí sigue siendo enorme, y al rendirme a ella estoy dispuesto a olvidar las circunstancias ajenas a mi voluntad, suya y la mía, y a repetir las proposiciones que tuve el honor de hacer a la señorita Summerson en tiempos pasados. Ruego ofrecer a la señorita Summerson la casa de Walcot Square, el negocio y a mí mismo, para que nos acepte.

—Es usted verdaderamente magnánimo, señor mío —observó mi Tutor.

—Verá usted —respondió sinceramente el señor Guppy—, lo que deseo es ser magnánimo. No considero que al hacer este ofrecimiento a la señorita Summerson esté haciendo yo un sacrificio en absoluto, y tampoco piensan eso mis amistades. Pero existen circunstancias que ruego se tengan en cuenta en comparación con cualquier defectillo que pueda tener yo, con objeto de llegar a un equilibrio equitativo.

—Señor mío, me propongo —rió mi Tutor, riendo mientras llamaba a la campanilla— ser yo quien responda a su proposición en nombre de la señorita Summerson. Le agradece sus generosas intenciones, le desea buenas noches y le desea suerte.

—¡Oh! —contestó el señor Guppy con aire de no comprender—. ¿Equivale eso, señor mío, a una aceptación, a un rechazo o a la petición de un plazo para reflexionar?

—A un rechazo total, compréndalo —replicó mi Tutor.

El señor Guppy miró incrédulo a su amigo y a su madre, que de pronto se puso a mirar, muy airada, al suelo y al techo.

—¿De verdad? —preguntó—. Entonces, Jobling, si fueras el amigo que dices ser, creo que podrías acompañar a mi madre al pasillo, en lugar de permitir que se quede donde no es bien recibida.

Pero la señora Guppy se negaba decididamente a salir al pasillo. Ni hablar de eso. Dijo a mi Tutor:

—Pero ¿qué se ha creído usted? ¿De qué habla? ¿No le parece bien mi hijo? ¡Vergüenza tendría que darle! ¡Vamos, lárguese usted!

—Señora mía —respondió mi Tutor—, no parece muy razonable decirme que me vaya de mis propios aposentos.

—¡A mí qué me importa! —dijo la señora Guppy—. Vamos, largo. Si no le parecemos bien, váyase a buscar a alguien que le parezca bien. ¡Vamos, váyase a buscarle!

Yo no estaba preparada para la rapidez con la que la capacidad de jocosidad de la señora Guppy se convertía en la capacidad para sentirse ofendidísima.

—Váyanse ustedes a buscar a alguien que les parezca bien —repitió la señora Guppy—. ¡Vamos, váyanse! —Nada parecía asombrar tanto a la señora Guppy, ni indignarla tanto, como el que no nos fuéramos—. ¿Por qué no se van ustedes? —repitió—. ¿Para qué se quedan aquí?

—Madre —interrumpió su hijo, poniéndose ante ella y haciéndola echarse atrás con un hombro, mientras ella acosaba a mi Tutor—,
¿quieres
callar la boca?

—No, William —le contestó ella—, ¡no quiero! ¡Si no se larga ése no me voy a callar!

Sin embargo, entre el señor Guppy y el señor Jobling cercaron a la señora Guppy (que empezaba a ponerse muy insultante) y se la llevaron, contra su voluntad, escaleras abajo, mientras la voz de ella se alzaba una escala más alta a cada escalón que bajaba, e insistía en que saliéramos inmediatamente a buscar a alguien que nos pareciera bien, y sobre todo que nos fuéramos.

65. Empezar el mundo

Había empezado el Curso, y mi Tutor encontró una nota del señor Kenge en el sentido de que dentro de dos días se iba a ver la Causa. Como a mí el Testamento me inspiraba suficientes esperanzas como para ponerme nerviosa, Allan y yo decidimos ir al Tribunal aquella mañana. Richard estaba sumamente agitado, y tan débil y tan bajo de ánimo, aunque su enfermedad estaba sobre todo en la cabeza, que de hecho mi niña tenía mucha necesidad de apoyos. Pero también ella abrigaba esperanzas (aunque ya muy pocas) de que le iba a llegar ayuda, y nunca se desanimaba.

La Causa se iba a ver en Westminster. Estoy convencida de que ya se había visto cien veces antes, pero yo no podía quitarme la idea de que ahora podría tener algún resultado. Salimos de casa inmediatamente después de desayunar, con objeto de llegar puntualmente a Westminster Hall, y fuimos a pie por calles animadas, ¡juntos de una manera que me parecía tan feliz y tan extraña!

Mientras nos dirigíamos allí, planeando lo que deberíamos hacer por Richard y Ada, oí una voz que gritaba: «¡Esther! ¡Mi querida Esther! ¡Esther!». Y era Caddy Jellyby, que sacaba la cabeza de un pequeño carruaje que ahora alquilaba para ir a las casas de sus diferentes alumnos, pues ya tenía muchos, como si quisiera darme un abrazo a una distancia de cien yardas. Yo le había escrito una nota para decirle lo que había hecho mi Tutor, pero no había tenido un momento para ir a verla. Naturalmente, volvimos atrás, pero aquella chica tan cariñosa estaba en tal estado de deliquio, y tan contenta de hablar de la noche en que me trajo las flores, y tan decidida a estrecharme la cara (y hasta el sombrero) en sus manos, y a comportarse con tal excitación y a dedicarme todo género de apelativos cariñosos, y a decir a Allan que yo había hecho no sé cuántas cosas por ella, que me sentí obligada a subir al pequeño carruaje y calmarla y dejarle decir y hacer todo lo que quisiera. Allan, que se quedó junto a la portezuela, estaba igual de satisfecho que Caddy, y yo tanto como ambos, y lo que me extraña es que lograse salir del carruaje y no que me bajara riendo, sonrojada y desordenada, y me quedara mirando a Caddy, que también nos siguió mirando por la ventanilla del coche mientras pudo vernos.

Todo aquello nos hizo llegar con un cuarto de hora de retraso, y cuando llegamos a Westminster Hall vimos que ya habían empezado los asuntos del día. Todavía peor, vimos que en el Tribunal de Cancillería había una multitud tan desusada que estaba lleno hasta los topes, y no podíamos ver ni oír lo que pasaba allí dentro. Parecía ser algo divertido, pues de vez en cuando se oía una risa y un grito de «¡silencio!». Parecía ser algo interesante, pues todo el mundo empujaba y levantaba la cabeza para acercarse. Parecía ser algo que causaba gran contento a los profesionales, pues detrás de la multitud había varios abogados jóvenes con sus pelucas y sus togas, y cuando uno hablaba del asunto a los otros se llevaban las manos a los bolsillos y se retorcían de risa y daban patadas en los pisos del Hall.

Preguntamos a un caballero que estaba a nuestro lado si sabía qué causa se estaba viendo. Nos dijo que Jarndyce y Jarndyce. Le preguntamos si sabía qué pasaba. Dijo que en realidad no, nadie sabía nunca lo que pasaba, pero, que él supiera, se había terminado. ¿Terminado por el día?, le preguntamos. No, dijo, terminado para siempre.

¡Terminado para siempre!

Al oír aquella respuesta inexplicable nos miramos el uno al otro totalmente confusos. ¿Sería posible que el Testamento hubiera servido para poner, en fin, las cosas en orden y que Richard y Ada fueran a ser ricos? Parecía demasiado bueno para ser verdad. ¡Por desgracia, lo era!

Nuestra curiosidad duró poco, pues la multitud empezó pronto a disolverse, y la gente salió a toda prisa, con aspecto acalorado y excitado, y con ellos salió mucho aire rancio. Pero todos seguían muy divertidos, más bien como gente que sale de ver una comedia o un prestidigitador que de un Tribunal de Justicia. Nos hicimos a un lado en busca de una cara conocida, y al cabo de un momento empezaron a salir grandes montones de papeles: montones metidos en sacas, montones demasiado grandes para caber en sacas, masas inmensas de papeles de todas las formas y sin forma, que hacían encorvarse bajo su peso a quienes los portaban, los cuales los tiraban, al menos de momento, al piso del Hall, mientras volvían a sacar más. Hasta aquellos pasantes iban riéndose. Miramos los papeles y al ver que todos ellos iban encabezados Jarndyce y Jarndyce preguntamos a alguien con aspecto oficial, que estaba en medio de ellos, si había terminado la causa.

—Sí —dijo—, ¡por fin ha terminado todo! —y también él rompió en carcajadas.

En aquel momento vimos al señor Kenge, que salla del Tribunal, con un aire de dignidad afable, mientras escuchaba al señor Vholes, que le hablaba en tono deferente y llevaba su propia saca. El señor Vholes fue el primero que nos vio.

—Aquí está la señorita Summerson, señor mío —dijo—. Y el señor Woodcourt.

—¡Es cierto! Sí. ¡Claro! —dijo el señor Kenge, que se levantó el sombrero al verme, con gran cortesía ¿Cómo están ustedes? Me alegro de verlos. ¿No ha venido el señor Jarndyce?

No. Nunca venía, le recordé.

—La verdad —respondió el señor Kenge— es que más vale que no haya venido hoy, pues (¿podría decir en ausencia de mi buen amigo, su singularidad indomable de opinión?) quizá hubiera podido verse reforzada; no con razón, pero podría haberse visto reforzada.

—Por favor, ¿qué ha ocurrido hoy? —preguntó Allan.

—¿Cómo dice usted? —preguntó el señor Kenge con una cortesía excesiva.

—¿Qué ha ocurrido hoy?

—¿Qué ha ocurrido? —repitió el señor Kenge—. Claro. Sí. Pues no ha ocurrido gran cosa; no ha sido mucho. Nos han detenido…, nos han frenado de repente, cuando estábamos, ¿cómo diría yo…, digamos en el umbral?

—Señor mío, ¿se considera que el Testamento es un documento auténtico? —preguntó Allan—. ¿Puede usted decirnos?

—Desde luego, si pudiera —dijo el señor Kenge—, pero no hemos entrado en eso, no hemos entrado en eso.

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