Casa desolada

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

 

Representa, para Chesterton, el punto más alto de la madurez intelectual de Dickens, su obra central.

Esther Summerson, abandonada al nacer por sus padres, es la protegida de John Jarndyce, un poderoso gentleman de buen corazón que lleva años pleiteando a causa de una herencia. Esther vive en la residencia de Jarndyce, Casa Desolada, desde los dieciocho años, junto con Ada y Richard, primos adolescentes de John, huérfanos e indigentes a causa de la disputada herencia, a los que éste trata de orientar en la vida. La novela gira en torno a los avatares biográficos de Esther cuyo relato en primera persona se intercala con el del narrador?, siempre luchando por encontrar su identidad, superar su origen y triunfar socialmente.

Charles Dickens

Casa desolada

ePUB v1.1

Akakiy Akakiyievich
07.05.12

Título original:
Bleak House

Publicado por entregas entre marzo de 1852 y septiembre de 1853
.

Traducción y postfacio:
Fernando Santos Fontenla

Dedicatoria de la edición de 1853

Dedicado, en recuerdo de nuestra amistad y cooperacion

A mis amigos de la

Liga de la literatura y las artes

Prefacio a la primera edición

Hace unos meses, en una ceremonia pública, un magistrado de la Cancillería tuvo la amabilidad de comunicarme, como miembro de un grupo de 150 hombres y mujeres sospechosos de demencia, que el Tribunal de Cancillería, pese a ser objeto de tantísimos prejuicios del público (en cuyo momento me pareció que el magistrado me echaba una mirada de reojo), era algo casi inmaculado. Reconoció que había habido alguna cosilla que criticar en el ritmo de sus actuaciones, también se había exagerado mucho, y todo se había debido a la «parsimonia del público», cuyo culpable público, según parecía, había estado empeñado hasta hacía poco y con la mayor terquedad en no aumentar en absoluto el número de magistrados de Cancillería establecido por… creo que por Ricardo II, pero da igual cualquier rey.

Aquel chiste me pareció demasiado bueno para insertarlo en el cuerpo de este libro, pues si no se lo hubiera atribuido a Conversation Kenge o al señor Vholes, uno de los cuales creo que debió ser su creador. En boca de uno de ellos lo podría haber apareado con una cita idónea de uno de los sonetos de
Shakespeare
:

Mi naturaleza está sometida

Al material que trabaja, como la mano del tintorero:

¡Apiadaos, pues, de mí, y deseadme renovado!

Pero como es bueno que el parsimonioso público sepa lo que ha estado pasando, y sigue pasando, a este respecto, menciono aquí que todo lo narrado en estas páginas acerca del Tribunal de Cancillería es fundamentalmente cierto, y se ajusta a la verdad. El caso de Gridley se ha tomado en todo lo esencial de un caso real, hecho público por una persona desinteresada familiarizada por motivos profesionales con toda aquella monstruosidad desde el principio hasta el final. Actualmente
[1]
hay un caso ante ese Tribunal que se inició hace casi veinte años, en el cual se sabe que han llegado a comparecer de 30 a 40 abogados al mismo tiempo, en el cual se han acumulado costas de
70.000
libras, que no es sino un
pleito que resolver amigablemente
, y que (según me aseguran) no se halla ahora más cerca de su fin que cuando se inició. Hay en Cancillería otro famoso pleito, todavía sin fallar, que se inició antes de fines del siglo pasado, y en el cual las costas ya han engullido más del doble de
70.000
libras. Si quisiera buscar más bases para JARNDYCE Y JARNDYCE podría llenar páginas enteras al respecto, para gran vergüenza de… un público parsimonioso.

No deseo hacer sino otra observación más. La posibilidad de la llamada
Combustión Espontánea
se viene negando desde que murió el señor Krook, y mi buen amigo el señor LEWES
[2]
(quien en seguida averiguó que se había equivocado, al suponer que las autoridades habían abandonado la cuestión) publicó algunas cartas ingeniosas (dirigidas a mí) cuando se publicó el relato de aquel acontecimiento, en las cuales aducía la total imposibilidad de que existiera la
Combustión Espontánea
. Huelga observar que no pretendo inducir a error a mis lectores por acción ni por omisión, y que antes de escribir lo que digo me preocupé de investigar el asunto. Hay constancia de unos
30
casos, el más famoso de los cuales, el de la Condesa Cornelia de Bandi Cesenate, lo investigó y describió con gran minuciosidad Giuseppe Bianchini, prebendario de Verona, persona distinguida en el mundo de las letras, que publicó un relato al respecto en
1731
en Verona y después lo reeditó en Roma. Las apariencias observadas en aquel caso fuera de toda duda racional son las mismas observadas en el caso del señor Krook. El caso más famoso después de aquél ocurrió en Rheims seis años antes, y en aquella ocasión el cronista fue LE CAT, uno de los médicos cirujanos de más renombre de Francia. El sujeto fue una mujer, a cuyo marido la ignorancia lo condenó por asesinato, pero tras un recurso solemne a una instancia más alta, salió absuelto, pues se demostró en la prueba que la esposa había fallecido de la muerte a la que se da el nombre de
Combustión Espontánea
. No creo necesario añadir más de estos notables datos ni a la referencia general, las opiniones y las experiencias escritas de distinguidos catedráticos de Medicina, franceses, ingleses y escoceses, de tiempos más modernos, y me contento con observar que no rechazaré esos datos hasta que se haya producido una
Combustión Espontánea
de los testimonios que habitualmente sirven para demostrar los acontecimientos humanos.

En
Casa desolada
me he detenido adrede en el lado romántico de las cosas corrientes. Creo que nunca he tenido tantos lectores como en este libro. ¡Ojalá volvamos a encontrarnos!

Londres, agosto 1853

1. En Cancillería
[3]

Londres. Hace poco que ha terminado la temporada de San Miguel, y el Lord Canciller en su sala de Lincoln’s Inn’s
[4]
. Un tiempo implacable de noviembre. Tanto barro en las calles como si las aguas acabaran de retirarse de la faz de la Tierra y no fuera nada extraño encontrarse con un megalosaurio de unos 40 pies chapaleando como un lagarto gigantesco Colina de Holborn arriba. Humo que baja de los sombreretes de las chimeneas creando una llovizna negra y blanda con copos de hollín del tamaño de verdaderos copos de nieve, que cabría imaginar de luto por la muerte del sol. Perros, invisibles en el fango. Caballos, poco menos; enfangados hasta las anteojeras. Peatones que entrechocan sus paraguas, en una infección general de mal humor, que se resbalan en las esquinas, donde decenas de miles de otros peatones llevan resbalando y cayéndose desde que amaneció (si cupiera decir que ha amanecido) y añaden nuevos sedimentos a las costras superpuestas de barro, que en esos puntos se pega tenazmente al pavimento y se acumula a interés compuesto.

Niebla por todas partes. Niebla río arriba, por donde corre sucia entre las filas de barcos y las contaminaciones acuáticas de una ciudad enorme (y sucia). Niebla en los pantanos de Essex, niebla en los cerros de Kent. Niebla que se mete en las cabinas de los bergantines carboneros; niebla que cae sobre los astilleros y que se cierne sobre el aparejo de los grandes buques; niebla que cae sobre las bordas de las gabarras y los botes. Niebla en los ojos y las gargantas de ancianos retirados de Greenwich, que carraspean junto a las chimeneas en las salas de los hospitales; niebla en la boquilla y en la cazoleta de la pipa que se fuma por la tarde el patrón malhumorado, metido en su diminuto camarote; niebla que enfría cruelmente los dedos de los pies y de las manos del aprendiz que tirita en cubierta. Gentes que pasan por los puentes y miran por encima del parapeto el cielo bajo la niebla, todas rodeadas de niebla, como si estuvieran metidas en un globo, colgadas en medio de las nubes neblinosas.

Los faroles de gas crean confusas aureolas en medio de la niebla en diversas partes de las calles, como las que parecería crear el sol, visto desde los campos esponjosos, a ojos del pastor y el labrador. Casi todas las tiendas han encendido el alumbrado dos horas antes de lo normal, y el gas parece darse cuenta de ello, pues tiene un aspecto sombrío y renuente.

Donde más hosca está la tarde, y donde más densa está la niebla, y donde más embarradas están las calles, es junto a esa mole antigua y pesada, ornamento idóneo del umbral de una corporación antigua y pesada: Temple Bar. Y junto a Temple Bar, en Lincoln’s Inn Hall, en el centro mismo de la niebla, está sentado el Lord Gran Canciller, en su Alto Tribunal de Cancillería.

Jamás podrá haber una niebla demasiado densa, jamás podrá haber un barro y un cieno tan espesos, como para concordar con la condición titubeante y dubitativa que ostenta hoy día este Alto Tribunal de Cancillería, el más pestilente de los pecadores empelucados que jamás hayan visto el Cielo y la Tierra.

Si hay una tarde adecuada para ello, esta es la tarde en que el Lord Gran Canciller debería estar en su sala —como lo está ahora— con un halo de niebla en torno a la cabeza, blandamente enmarcada en paños y cortinas escarlatas, mientras escucha a un abogado corpulento de grandes patillas, escasa voz y un expediente interminable, y él dirige la mirada a la lámpara del techo, donde no ve nada más que niebla. Si hay una tarde adecuada para ello, esta tarde debería haber una veintena de miembros del Alto Tribunal de Cancillería —y los hay— ocupados neblinosamente en una de las 10.000 fases de una causa interminable, echándose zancadillas los unos a los otros con precedentes escurridizos, hundidos hasta las rodillas en tecnicismos, dándose de cabezazos empelucados de pelo de cabra y crin de caballo contra muros de palabras, y presumiendo de equidad con gestos muy serios, como si fueran actores. En una tarde así, los diversos procuradores de la causa, dos o tres de los cuales la han heredado de sus padres, que hicieron una fortuna con ella, deberían estar en fila —¿no lo están?— en un foso alargado y afelpado (en el fondo del cual, sin embargo, sería vano buscar la Verdad), entre la mesa roja del escribano y las togas de seda, con peticiones, demandas, réplicas, dúplicas, citaciones, declaraciones juradas, preguntas, consultas a procuradores, informes de procuradores, montañas de necedades carísimas, todo amontonado ante ellos. ¡Es lógico que el tribunal esté oscuro, con unas velas moribundas acá y acullá; es lógico que sobre él se cierna una niebla densa, como si nunca fuera a desvanecerse; es lógico que las ventanas de vidrieras coloreadas pierdan el color y no dejen entrar ninguna luz; es lógico que los no iniciados, que atisban por los panales de vidrio de la puerta, se vean disuadidos de entrar por el ambiente solemne y por los lentos discursos que retumban lánguidos en el techo, procedentes del estrado donde el Lord Gran Canciller contempla la lámpara que no alumbra y donde están colgadas las pelucas de todos sus ayudantes en medio de un banco de niebla! Es el Alto Tribunal de Cancillería, que tiene sus casas en ruinas y sus tierras abandonadas en todos los condados; que tiene sus lunáticos esqueléticos en todos los manicomios, y sus muertos en todos los cementerios; que tiene a sus litigantes, con sus tacones gastados y sus ropas gastadas, que viven de los préstamos y las limosnas de sus conocidos; que da a los poderosos y adinerados abundantes medios para desalentar a quienes tienen la razón; que agota hasta tal punto la hacienda, la paciencia, el valor, la esperanza; que hasta tal punto agota las cabezas y destroza los corazones que entre todos sus profesionales no existe un hombre honorable que no esté dispuesto a dar —que no dé con frecuencia— la advertencia: «¡Más vale soportar todas las injusticias antes que venir aquí!».

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