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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (5 page)

Me sentí todavía menos capaz de decir palabra que antes.

—Bueno, ¿y qué dice nuestra joven amiga? —continuó el señor Kenge—. ¡Tómate tu tiempo! ¡Tómate tu tiempo! Haré una pausa para que repliques. ¡Pero tómate tu tiempo!

Huelga repetir lo que intentó decir el pobre objeto de aquel ofrecimiento. Podría contar con más facilidad lo que sí dijo, si mereciera la pena contarlo. Lo que sintió y seguirá sintiendo hasta la hora de su muerte es algo que jamás podría relatar.

Aquella entrevista se celebró en Windsor, donde (que yo supiera) había transcurrido toda mi vida. Ocho días después, bien provista de todo lo necesario, me fui de allí a Reading, en la diligencia.

La señora Rachael era demasiado buena para sentir emoción alguna ante nuestra separación, pero yo no era tan buena y lloré muchísimo. Pensaba que al cabo de tantos años debería haberla conocido mejor, y debería haberle inspirado suficiente cariño como para hacer que entonces también ella sintiera pena. Cuando me dio un frío beso de despedida en la frente, como una gota de hielo que cae del porche de piedra —era un día muy frío—, me sentí tan desgraciada y tan culpable que me así a ella y le dije que era culpa mía, ya lo sabía yo, que me pudiera decir adiós con tanta tranquilidad.

—¡No, Esther! —replicó—. ¡Es tu desgracia!

La diligencia estaba ante la portezuela del jardín (porque no habíamos salido hasta que oímos las ruedas), y allí la dejé, llena de pena. Volvió a entrar en casa antes de que hubieran terminado de poner mis maletas en la baca, y cerró la puerta. Entre lágrimas, seguí mirando la casa por la ventanilla hasta que dejó de verse. Mi madrina había legado a la señora Rachael lo poco que poseía, y se iba a realizar una subasta, y afuera, en medio del hielo y de la nieve, colgaba una vieja alfombrilla bordada de rosas, que a mí me había parecido siempre que era el más antiguo de mis recuerdos. Hacía un día o dos que había yo envuelto a mi vieja y querida Muñeca en su viejo chal y la había enterrado en silencio —casi me da vergüenza el decirlo— en el jardín, bajo el árbol que le daba sombra a mi antigua ventana. Ya no me quedaba más compañía que mi pájaro, y venía conmigo en su jaula.

Cuando se perdió de vista la casa, me quedé sentada con la jaula de mi pájaro depositada sobre la paja que había a mis pies, y desde la barqueta de la diligencia iba contemplando los árboles helados, que eran como pedazos maravillosos de espato, y los campos, todos blandos y blancos con la nieve de la noche pasada, y el sol, tan rojo, pero que daba tan poco calor, y el hielo, oscuro como el metal, donde los patinadores y los deslizadores habían ido apartando la nieve. En la diligencia había un señor sentado justo frente a mí, que parecía enorme de tanta ropa como llevaba, pero iba mirando por la otra ventanilla y no parecía darse cuenta de mi existencia.

Pensé en mi madrina muerta, en la noche en que le había estado leyendo, en aquel ceño tan fruncido y tan serio cuando estaba en la cama, en aquel lugar desconocido al que me dirigía, en la gente a la que iba a conocer allí y cómo sería y qué me diría, cuando una voz que sonó en la diligencia me asustó terriblemente:

—¿Por qué diablo estás lloriqueando? —me preguntó.

Me dio tanto miedo que me quedé sin voz y no pude sino responder con un susurro:

—¿Me dice a mí, señor? —Pues, naturalmente, comprendí que había debido de ser aquel señor con tanta ropa, aunque seguía mirando por su ventanilla.

—Si, a ti —dijo, volviéndose hacia mí.

—No me había dado cuenta de que estaba llorando, señor —tartamudeé.

—¡Pues sí que lo estás! —exclamó aquel señor—. ¡Mira!

Se acercó a mí desde la otra punta del coche, me pasó por los ojos uno de sus grandes puños de piel (pero sin hacerme daño) y me mostró que había quedado mojado.

—¡Bien! Ahora ya ves que estabas llorando —dijo—. ¿No?

—¡Sí, señor! —contesté.

—¿Y por qué lloras? —preguntó aquel señor—. ¿No quieres ir allí?

—¿Adónde, señor?

—¿Adónde? Pues a donde vas a ir —respondió el señor.

—Estoy muy contenta de ir, señor —contesté.

—¡Pues entonces! ¡Pon cara de estar contenta! —exclamó el señor.

Me pareció una persona muy rara, o por lo menos lo que se veía de él era muy raro, pues estaba envuelto en ropajes hasta la barbilla, y llevaba la cara casi tapada por una gorra de piel, con orejeras muy anchas que llevaba atadas bajo la barbilla, pero yo me había recuperado y ya no le tenía miedo. Así que le dije que creía que debía de haber estado llorando por la muerte de mi madrina y porque a la señora Rachael no le daba pena separarse de mí.

—¡Al diablo con la señora Rachael! —exclamó aquel señor—. ¡Que se vaya en una tormenta, montada en su escoba!

Entonces me empezó a dar miedo de verdad, y lo miré muy asombrada. Pero me pareció que tenía una mirada agradable, aunque no hacía más que murmurar cosas en tono enfadado, y llamando de todo a la señora Rachael.

Al cabo de un rato se abrió el abrigo, que a mí me parecía lo bastante grande como para envolver toda la diligencia, y se metió la mano en un bolsillo muy hondo que tenía dentro.

—¡Vamos, mira aquí! —dijo—. En este papel —que estaba muy bien doblado— hay un trozo de la mejor tarta de ciruelas que hay en el mercado; tiene por fuera por lo menos una pulgada de azúcar, tanto como grasa tienen las chuletas de cordero. Y éste es un pastelito (una joyita, tanto de tamaño como de calidad) hecho en Francia. ¿Y de qué te crees que está hecho? De hígados de gansos bien gordos. ¡Vaya un pastel! A ver cómo te lo comes todo.

—Gracias, señor —repliqué—. Se lo agradezco mucho, de verdad, pero espero que no se ofenda si le digo que son demasiado llenantes para mí.

—¡Me ha vuelto a dejar K. O.! —dijo aquel señor, cosa que no comprendí en absoluto, y tiró las dos cosas por la ventanilla.

No me volvió a decir nada hasta que se apeó del coche, poco antes de llegar a Reading, y entonces me aconsejó que fuera una niña buena, y que fuera estudiosa, y me dio la mano. He de decir que me sentí aliviada cuando se apeó. Lo dejamos junto a una piedra miliar. Muchas veces volví a pasar por allí, y durante mucho tiempo ninguna de ellas dejé de recordarlo, de pensar en él, y de medio esperar que me lo iba a encontrar. Pero nunca fue así, de manera que a medida que fue pasando el tiempo, me fui olvidando de él.

Cuando paró la diligencia, una señora muy bien arreglada miró por la ventanilla y dijo:

—La señorita Donny.

—No, señora; soy Esther Summerson.

—Exactamente —dijo la señora—. La señorita Donny.

Comprendí entonces que se estaba presentando ella, pedí perdón a la señorita Donny por mi error y le señalé mis maletas cuando me lo pidió. Conforme a las instrucciones de una doncella muy bien arreglada, las pusieron en un cochecito verde muy pequeño, y después la señorita Donny, la doncella y yo montamos en él y nos fuimos.

—Ya lo tienes todo preparado, Esther —dijo la señorita Donny—, y tu plan de actividades está todo organizado exactamente conforme a los deseos de tu tutor, el señor Jarndyce.

—De…, ¿cómo ha dicho, señorita?

—De tu tutor, el señor Jarndyce —dijo la señorita Donny.

Me sentí tan confusa, que la señorita Donny pensó que el frío del viaje había sido excesivo para mí, y me pasó su frasco de sales.

—¿Conoce usted a mi… tutor, señorita? —pregunté, tras dudarlo mucho.

—No personalmente, Esther —respondió la señorita Donny—; sólo por conducto de sus abogados, los señores Kenge y Carboy, de Londres. El señor Kenge es persona de gran dignidad. Y muy elocuente. ¡Habla en unos períodos verdaderamente majestuosos!

Yo estaba totalmente de acuerdo, pero me sentía demasiado confusa para hacerle caso. Nuestra rápida llegada al punto de destino, antes de que tuviera tiempo para recuperarme, no hizo sino aumentar mi confusión, y jamás olvidaré el aspecto incierto e irreal que tenía todo, aquella tarde, en Greenleaf (la casa de la señorita Donny).

Pero en seguida me acostumbré. Tardé tan poco tiempo en acostumbrarme a la rutina de Greenleaf que era como si llevara mucho tiempo allí, y casi como si hubiera soñado, en lugar de vivido, mi vida anterior en casa de mi madrina. No podía haber nada más preciso, más exacto ni más ordenado que Greenleaf. Para cada hora del día había algo que hacer, y todo se hacía a su hora exacta.

Éramos doce pensionistas, y había dos señoritas Donny, que eran gemelas. Estaba entendido que con el tiempo yo tendría que ganarme la vida como institutriz, y no sólo se me instruyó en todo lo que se enseñaba en Greenleaf, sino que en seguida me dedicaron a enseñar a otras. Aunque en todos los demás respectos se me trataba igual que al resto de las alumnas, en mi caso se estableció esta diferencia desde el principio. A medida que iba aprendiendo más, iba enseñando más, de forma que con el tiempo llegué a tener mucho que hacer, y me gustaba hacerlo, porque hacía que las niñitas se encariñasen conmigo. Por último, cada vez que llegaba una nueva pupila que estaba un poco triste y melancólica, se hacía inmediatamente —no sé muy bien por qué— tan amiga mía que con el tiempo todas las recién llegadas quedaban confiadas a mi cuidado. Decían que yo era muy amable, pero estoy segura de que eran ellas las amables. Pensé muchas veces en la resolución que había hecho el día de mi cumpleaños, de tratar de ser industriosa, alegre y amable, y de hacer algún bien a alguien, y de conseguir que alguien me quisiera si podía, y de verdad, de verdad, casi me daba vergüenza haber hecho tan poco y conseguido tanto.

Pasé en Greenleaf seis años felices y tranquilos. Gracias a Dios, mientras estuve allí jamás vi reflejada la idea en ningún rostro de que mejor hubiera sido que yo no hubiera nacido nunca. Cuando llegaba aquella fecha, me traía tantos símbolos de recuerdo afectuoso que mi habitación estaba adornado con ellos desde Año Nuevo hasta Navidad.

En aquellos seis años nunca salí de allí, salvo para hacer visitas a los vecinos durante las fiestas. Al cabo de unos seis meses seguí el consejo de la señorita Donny en el sentido de que lo correcto sería escribir al señor Kenge para decirle que estaba contenta y agradecida, y con la aprobación de la señorita escribí una carta en esos términos. Recibí una respuesta formal en la que se acusaba recibo de la mía y decía: «Tomamos nota de su contenido, que se comunicará como procede a nuestro cliente». Después de eso, alguna vez oí comentar a la señorita Donny y su hermana la puntualidad con la que se pagaban mis cuentas, y unas dos veces al año me aventuraba a escribir otra carta parecida. Siempre recibía a vuelta de correo exactamente la misma respuesta, escrita con la misma letra redondilla, con la firma de Kenge y Carboy escrita con otra letra, que yo suponía era la del señor Kenge.

¡Me resulta tan curioso estar obligada a escribir todo esto acerca de mí misma! ¡Como si esta narración fuera la narración de mi vida! Pero falta poco para que mi personilla se funda en un contexto más general.

Había pasado yo seis años tranquilos (veo que lo digo por segunda vez) en Greenleaf, viendo en todas las que me rodeaban, como en un espejo, todas las fases de mi propio desarrollo y cambio en aquella casa, cuando, una mañana de noviembre, recibí la siguiente carta, cuya fecha omito:

Old Square, Lincoln’s Inn

Jarndyce y Jarndyce

Señorita:

Habida cta. de q. nuestro clte. el Sr. Jarndyce recibirá en breve en su casa, por orden del Tbl. de Canc. a una pupila del Tbl. en esta causa, para quien desea una Cía. adecuada, dicho clte. nos encarga informemos a Vd. de que celebraría mcho. contar con sus scios. en tal calidad.

Hemos encargado el tpte. de Vd. a título gratuito en la dgcia. de las 0800 de Reading el lunes a. m. próximo, destino a White Horse Cellar, Piccadilly, Londres, donde la esperará uno de nuestros ptes. para guiarla a Vd. a nuestra Ofna. mencionada. Quedamos a sus pies sus ss. SS.,

Kenge y Carboy

Srta. Esther Summerson

¡Jamás, jamás, jamás olvidaré la emoción que aquella carta causó en la casa! Eran tan cariñosas al ocuparse tanto de mí, era tan generoso por parte de aquel Padre, que no me había olvidado, el hacer que mi vida de huérfana fuera tan fácil y agradable, y el haber inclinado a tantos espíritus infantiles hacia mí, que yo apenas si podía soportarlo. No es que hubiera preferido que lo sintieran menos; me temo que no, pero el placer que me dieron, y al mismo tiempo el dolor, y el orgullo y la alegría, y el humilde pesar que todo aquello me provocó eran cosas tan mezcladas que casi parecía que se me partía el corazón al mismo tiempo que se me llenaba de gozo.

La carta sólo me daba cinco días de aviso antes de mi marcha. Cuando cada minuto me traía nuevas pruebas del amor y la amabilidad que se me demostraron aquellos días, y cuando por fin llegó la mañana, y cuando me hicieron recorrer toda la casa para que la viera por última vez, y cuando alguien me gritó: «¡Esther, querida mía, ven a decirme adiós junto a mi cama, donde por primera vez me dijiste cosas tan bonitas!», y cuando otras sólo me pidieron que escribiera sus nombres y las palabras «Con todo el cariño de Esther», y cuando todas me rodearon con sus regalos de despedida, y se agarraron a mí llorando y exclamando: «¿Qué vamos a hacer cuando ya no esté nuestra querida Esther?», y cuando traté de decirles lo buenas y lo pacientes qué habían sido todas conmigo, y cuánto las bendecía y les daba las gracias a todas, ¡cómo se me partía el corazón!

Y cuando las dos señoritas Donny, tan tristes al separarse de mí como las que más, y cuando las doncellas dijeron: «¡Que Dios la bendiga, señorita, dondequiera que vaya!», y cuando el jardinero, viejo, feo y cojo, que yo creía que ni se había dado cuenta de mi existencia en todos aquellos años, corrió jadeando tras la diligencia para darme un ramillete de geranios, y me dijo que yo era como las niñas de sus ojos —¡de verdad que eso fue lo que me dijo aquel anciano!—, ¡cómo se me partía el corazón!

¿Y cómo podía yo impedir que con todo aquello, y con la llegada a la escuelita, y la visión inesperada de los niños pobres que estaban al lado de ésta diciéndome adiós con los sombreros y las gorras, y la de un caballero de pelo canoso y su señora, de cuya hija había sido yo profesora particular, y a cuya casa había ido de visita (aunque decían que era la familia más orgullosa del condado), que sin ningún rebozo exclamaban: «Adiós, Esther. ¡Que seas muy feliz!»…, cómo podía yo evitar inclinar la cabeza mientras iba en el coche y decirme: «¡Ay, qué agradecida estoy, qué agradecida estoy!», una vez tras otra?

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