Casa desolada (8 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Poco después de las siete bajamos a cenar; con cuidado, según nos aconsejó la señora Jellyby, pues, además de que a la alfombra de la escalera le faltaban muchos raíles, estaba tan rota que parecía un recorrido de obstáculos. Cenamos un bacalao excelente, un trozo de rosbif, un plato de chuletas y un pudin, cena magnífica si hubiera estado algo cocinada, pero todo estaba casi crudo. La joven de la venda de franela servía y lo tiraba todo en la mesa, a donde cayera, y no lo volvía a quitar de allí hasta que lo ponía en la escalera. La persona a la que yo había visto en zuecos (que supongo debía de ser la cocinera) venía a menudo y se peleaba con ella ante la puerta, y parecía que entre ellas había mala voluntad.

Durante toda la cena —que fue larga, debido a accidentes tales como que el plato de patatas se hallara por equivocación en la carbonera y que el mango del sacacorchos saltara por accidente y golpeara a la muchacha en la barbilla—, la señora Jellyby mantuvo su buen humor. Nos contó muchas cosas interesantes acerca de Borriobula-Gha y sus indígenas, y recibió tantas cartas que Richard, que estaba sentado a su lado, vio cuatro sobres caídos al mismo tiempo en la salsera. Algunas de las cartas contenían las actas de comités de damas, o resoluciones de reuniones de damas, y nos las leyó, mientras que otras eran consultas de personas interesadas por diversos motivos en las posibilidades de cultivar el café y atraídas también por los indígenas; otras pedían respuestas, y tres o cuatro veces la señora hizo levantar a su hija mayor de la mesa para que las escribiese. Estaba ocupadísima, y no cabía duda de que, como nos había dicho, se consagraba totalmente a la causa.

Yo sentía una cierta curiosidad por saber quién era un caballero calvo y de modales amables, con gafas, que se dejó caer en una silla vacía (no había cabecera en especial de la mesa) después de que se llevaran el pescado, y que parecía someterse pasivamente a Borriobula-Gha, pero sin tomar un interés activo en su colonización. Como no decía ni una palabra, era posible que se tratara de un indígena, de no haber sido por el color de su piel. Hasta que nos levantamos de la mesa y se quedó a solas con Richard no se me pasó por la cabeza la idea de que fuera el señor Jellyby. Pero era el señor Jellyby, y un joven locuaz llamado señor Quale, que tenía unas sienes protuberantes y brillantes, y con el pelo planchado hacia atrás, que llegó más tarde y le dijo a Ada que era filántropo, también la informó de que él calificaba la alianza matrimonial entre la señora Jellyby y el señor Jellyby de la unión entre el espíritu, y la materia.

Aquel joven, además de tener mucho que decir acerca de sí mismo y de África, y de tener un proyecto para enseñar a los colonizadores del café a fabricar patas de piano y establecer un comercio de exportación, se deleitaba en alentar a la señora Jellyby con frases como: «Creo, señora Jellyby, que ha llegado usted a recibir nada menos que de ciento cincuenta a doscientas cartas al día para preguntarle por África, ¿no?», o: «Si la memoria no me engaña, señora Jellyby, hace tiempo mencionó usted que una vez envió cinco mil circulares por correo de golpe, ¿no?», y siempre nos repetía la respuesta de la señora Jellyby, como si fuera un intérprete. Durante toda la velada, el señor Jellyby se quedó sentado en su rincón, con la cabeza apoyada en la pared, como si estuviera bajo de ánimo. Según parece, varias veces había abierto la boca cuando se quedó a solas con Richard, después de la cena, como si se le hubiera ocurrido algo, pero siempre la había vuelto a cerrar sin decir nada, para gran confusión de Richard.

La señora Jellyby, sentada en medio de lo que parecía un nido de papeles viejos, pasó la velada bebiendo café y dictando a intervalos a su hija mayor. También mantuvo una conversación con el señor Quale, el tema de la cual pareció ser —si yo comprendí bien— la Fraternidad Humana, y expresó algunos sentimientos muy bellos. Sin embargo, no pude escucharla con toda la atención que habría deseado, pues Peepy y los otros niños vinieron a rodearnos a Ada y a mí en un rincón del salón, a pedirnos que les contáramos otro cuento, así que nos sentamos con ellos y les contamos en susurros el del Gato con Botas y no sé qué más, hasta que la señora Jellyby se acordó por casualidad de ellos y los mandó acostarse. Cuando Peepy dijo, llorando, que quería lo llevara yo a la cama, me lo llevé al piso de arriba, donde la muchacha de la venda de franela cargó entre las pequeños como un dragón y los metió a todos en cunas.

Después de eso me ocupé en ordenar un poco nuestra habitación y en atizar una chimenea que se empeñaba en no arder, hasta que lo logré y empezó a tirar bien. Cuando volví al piso de abajo advertí que la señora Jellyby me miraba de forma un poco despectiva, por ser tan frívola, y lo lamenté, pese a que al mismo tiempo también yo sabía que no tenía pretensiones más elevadas.

Casi era medianoche cuando encontramos una oportunidad de ir a acostarnos, e incluso entonces la señora Jellyby se quedó con sus papeles y tomando café, y con la señorita Jellyby, que seguía mordiéndose la pluma.

—¡Qué casa tan rara! —dijo Ada cuando llegamos arriba—. ¡Qué curioso es que mi primo Jarndyce nos envíe aquí!

—Cariño mío —le dije—, todo me tiene muy confusa. Desearía comprenderlo, pero no lo comprendo en absoluto.

—¿El qué? —preguntó Ada con su linda sonrisa—. Todo esto, querida mía. No cabe duda de que la señora Jellyby
tiene
que ser muy buena para preocuparse tanto por un plan en beneficio de los indígenas, y, sin embargo, ¡Peepy y toda la casa!

Ada rió, me echó un brazo al cuello mientras yo contemplaba el fuego, y me dijo que yo era una persona calmada, encantadora y que la había conquistado.

—Eres tan delicada, Esther —me dijo—, y, sin embargo, tan animada. ¡Y haces tantas cosas como si no estuvieras dándole importancia! Conseguirías crear un hogar incluso en esta casa.

¡Pobrecita mía! No se daba cuenta de que estaba cantando sus propios elogios, y de que la bondad de su corazón era la que le hacía cantar los míos.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —le dije cuando ya llevábamos un ratito sentadas ante la chimenea.

—Y hasta quinientas —contestó Ada.

—Tu primo, el señor Jarndyce, a quien tanto debo. ¿Te importaría describírmelo?

Ada sacudió sus rizos dorados y se me quedó mirando con una extrañeza tan risueña que yo también me quedé extrañada, en parte por tanta belleza y en parte por su sorpresa.

—¡Esther! —exclamó.

—¿Cariño?

—¿Quieres una descripción de mi primo Jarndyce?

—Es que nunca lo he visto, cielo.

—¡Y
yo
tampoco lo he visto nunca! —replicó Ada.

—¡Vaya!

No, nunca lo había visto. Pese a lo joven que era Ada cuando había muerto su mamá, recordaba cómo le venían a ésta las lágrimas a los ojos cuando hablaba de él y de la noble generosidad de su carácter, que, según decía, merecía más confianza que nada en el mundo, y Ada confiaba en él. Su primo Jarndyce le había escrito una carta hacía unos meses —«una carta clara y honesta», dijo Ada—, en la que le proponía el sistema de vida que íbamos ahora a iniciar, y le decía que «con el tiempo podría cicatrizar algunas de las heridas abiertas por ese horrible pleito en Cancillería». Ella había contestado para aceptar agradecida su propuesta. Richard había recibido una carta parecida, y había contestado de parecida forma. Él sí había visto al señor Jarndyce una vez, pero sólo una vez, hacía cinco años, en la escuela de Winchester. Había dicho a Ada, cuando estaban apoyados en la pantalla delante de la chimenea donde los había conocido yo, que lo recordaba como «un tipo muy directo y rubicundo». Era la descripción más completa que podía hacerme Ada.

Aquello me dejó tan pensativa que, cuando Ada se quedó dormida, yo seguí ante la chimenea, pensando y pensando en la Casa Desolada, y pensando y pensando en cuánto tiempo parecía haber transcurrido desde ayer por la mañana. No sé dónde estarían mis pensamientos, cuando se desvanecieron ante una llamada a la puerta.

La abrí silenciosamente, y me encontré con la señorita Jellyby, toda temblorosa, con una vela rota en una palmatoria rota en una mano y una huevera en la otra.

—¡Buenas noches! —dijo en tono muy hosco.

—¡Buenas noches! —respondí.

—¿Puedo pasar? —me preguntó en seguida, inesperadamente, con el mismo tono hosco.

—Pues claro —dije—. No despierte a la señorita Clare.

No quiso sentarse, sino que se quedó junto a la chimenea, mojándose el dedo mayor, manchado de tinta, en la huevera, que contenía vinagre, y pasándoselo por las manchas de tinta que tenía en la cara; todo el tiempo, con el ceño fruncido y con aire muy sombrío.

—¡Ojalá se muriese toda África! —dijo de repente.

Iba yo a replicar cuando siguió diciendo:

—¡De verdad! No me diga nada, señorita Summerson. La detesto y la odio. ¡Es un asco!

Le dije que debía de estar cansada y que lo sentía. Le puse la mano en la cabeza y le toqué la frente, y le dije que ahora estaba acalorada, pero que mañana se sentiría refrescada. Siguió inmóvil, con un mohín y el ceño fruncido en mi dirección, pero al cabo de un rato se deshizo de la huevera y se volvió en silencio hacia mi cama, donde estaba echada Ada.

—¡Es muy guapa! —dijo, con el mismo ceño fruncido y el mismo tono descortés.

Yo asentí con una sonrisa.

—Es
güérfana
, ¿verdad?

—Sí.

—Pero sabrá cantidad, ¿no? ¿Sabrá bailar, y tocar música, y cantar? Supongo que sabrá hablar francés, y
jografía
y mapas y bordados, y todo eso, ¿no?

—Sin duda —repliqué.

—Yo no —contestó ella—. Yo casi no sé hacer de nada, menos de pluma. Siempre estoy dándole a la pluma, por mamá. Me supongo que a ustedes dos no les dio vergüenza llegar esta tarde y ver que no sé hacer más que eso. Claro que así son ustedes. ¡Pero seguro que se creen que son muy finas!

Vi que la pobre muchacha estaba a punto de echarse a llorar, y volví a sentarme, sin decir nada, y la miré (espero) con toda la amabilidad que podía sentir por ella.

—Es una vergüenza —continuó—. Usted sabe que es una vergüenza. Toda la casa es una vergüenza. Los niños son una vergüenza. Yo soy una vergüenza. Papá está destrozado, ¡y no me extraña! Priscilla beb…, se pasa la vida bebiendo. Es una vergüenza enorme, seguro que usted ya lo sabía, y no me vaya usted a decir que no la ha olido hoy. Cuando esperábamos a la cena, aquello olía a taberna, ¡lo sabe usted perfectamente!

—No sé nada de eso, hija —dije.

—Sí que lo sabe —contestó inmediatamente—. No me diga que no lo sabe. ¡Sí que lo sabe!

—¡Por favor! —dije—. Si no me dejas hablar…

—Ya está usted hablando. Lo sabe perfectamente. No me cuente historias, señorita Summerson.

—Hija mía —le dije—. Si no quieres escucharme…

—No quiero escucharla.

—Pero es que yo creo que sí quieres —repliqué—, porque si no sería completamente irracional. No sabía lo que me acabas de contar, porque durante la cena la sirvienta no se me acercó, pero no dudo de lo que me cuentas, y lamento escucharlo.

—Tampoco crea usted que es tanto mérito —me dijo.

—No, hija —contesté—. Sería una estupidez.

La muchacha seguía de pie junto a la cama, y entonces se inclinó (aunque seguía con el mismo gesto de descontento) y le dio un beso a Ada. Después volvió en silencio y se quedó al lado de mi silla. Tenía el seno agitado con tanta inquietud que me sentí muy triste por ella, pero consideré mejor no decir nada.

—¡Ojalá me muriese! —estalló—. Ojalá nos muriésemos todos. Sería lo mejor para todos.

Un momento después se hincó de hinojos a mi lado, hundió la cara en mi vestido, me pidió apasionadamente perdón y se echó a llorar. La tranquilicé y traté de ponerla en pie, pero ella decía que no, que no, que quería seguir allí.

—Usted antes era profesora de niñas —exclamó—. ¡Si hubiera podido ser profesora mía, hubiera podido aprender con usted! ¡Sufro tanto y me gusta tanto usted!

No logré persuadirla para que se quedara sentada conmigo ni para que hiciera más que traer un taburete medio destartalado adonde estaba arrodillada y se sentara en él, pero siguió igual, agarrada a mi vestido. Poco a poco, la pobre muchacha, agotada, se fue quedando dormida, y entonces logré levantarle la cabeza para que la apoyara en mi regazo, y con unos chales logré que las dos quedáramos tapadas. La chimenea se apagó, y así se quedó dormida toda la noche ante la parrilla llena de cenizas. Al principio, yo no lograba conciliar el sueño, y en vano traté de perderme, con los ojos cerrados, entre las escenas ocurridas aquel día. Por fin, lentamente, empezaron a confundirse, indistintas. Empecé a olvidar la identidad de quien dormía a mi lado. Ora era Ada; ora una de mis antiguas amigas de Reading, de las que no podía creer que hacía poco tiempo me había separado. Ora era la ancianita demente, agotada a fuerza de reverencias y de sonrisas; ora era alguien que mandaba en la Casa Desolada. Por último; no era nadie, y yo tampoco era nadie.

El día cegato combatía débilmente con la niebla cuando abrí los ojos para encontrarme con los de un pequeño espectro de cara sucia que me miraba fijamente. Peepy había salido a gatas de su cuna, se había bajado con el camisón y el gorro de dormir puestos y tenía tanto frío que al castañetearle los dientes parecía que ya le hubieran salido todos.

5. Una aventura matutina

Aunque la mañana estaba desapacible, y aunque la niebla parecía seguir siendo muy densa —y digo que lo parecía porque las ventanas estaban tan sucias que hubieran bastado para oscurecer el sol del verano—, yo ya estaba lo bastante advertida de las incomodidades de la casa a tan temprana hora, y sentía la suficiente curiosidad acerca de Londres, como para pensar que la señorita Jellyby había acertado cuando me propuso salir a dar un paseo.

—Mamá va a tardar mucho en bajar —dijo—, y después sería rarísimo que el desayuno estuviera listo antes de una hora, por lo menos…; son de una pachorra… En cuanto a papá, se toma lo que puede y se va a su oficina. Nunca se toma un desayuno medio decente. Priscilla le deja el pan y algo de leche, si es que queda, encima de la mesa. A veces ya no queda leche, y otras veces se la bebe el gato. Pero me temo que debe usted de estar cansada, señorita Summerson; quizá prefiera acostarse.

—No estoy nada cansada, hija —contesté—, y preferiría, con mucho, salir a dar un paseo.

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