—Esos niños de Jellyby. ¿No podíais?… ¿No?… Bueno, ¡si hubieran llovido pasteles de ciruela o tartas de frambuesa o algo así! —dijo el señor Jarndyce.
—Oh, primo… —empezó a contestar Ada.
—Estupendo, cariño mío. Me gusta que me llames primo. Y quizá sea mejor primo John.
—¡Bueno, pues primo John!… —empezó risueña Ada otra vez.
—¡Ja, ja! ¡Así me gusta! —dijo el señor Jarndyce muy contento—. Eso sí que suena natural. ¿Sí, hija mía?
—Fue algo mejor que eso. Llovió Esther.
—¿Cómo? —preguntó el señor Jarndyce—. ¿Qué hizo Esther?
—Pues, primo John —dijo Ada poniéndole ambas manos en el brazo y haciéndome que «no» con la cabeza, porque yo le estaba haciendo gestos de que se callara—, Esther se hizo inmediatamente amiga suya. Esther cuidó de ellos, los hizo dormirse, los lavó y los vistió, les contó cuentos, hizo que se callaran, les compró recuerdos (¡mi niña! no había hecho más que salir con Peepy cuando la encontraron) y un caballito de juguete, y, primo John, calmó tanto a la pobre Caroline, la mayor, y estuvo tan atenta y tan amable… ¡No, no, querida Esther, no permito que me contradigas! ¡Sabes perfectamente que es verdad!
Mi cariñosa niña se inclinó por encima de su primo John y me dio un beso, y después, mirándolo a los ojos, dijo:
—En todo caso, primo John, yo te doy las gracias por la compañera que me has procurado.
Me dio la sensación de que lo estaba desafiando a echarse a correr. Pero él no lo hizo.
—¿De dónde decías que soplaba el viento, Rick? —preguntó el señor Jarndyce.
—Del norte cuando nos apeamos, señor.
—¡Tienes razón! No es Levante. Me he equivocado. ¡Vamos, muchachas, venid a ver vuestra casa!
Era una de esas casas deliciosamente irregulares en las que para ir de una habitación a otra hay que subir o bajar escalones, y en las que se encuentra uno con más habitaciones cuando se cree que ya las ha visto todas, y en las que hay gran cantidad de pequeños vestíbulos y pasillos, y en las que se tropieza uno con habitaciones rústicas todavía más antiguas en los sitios más inesperados, con ventanas de celosía en las que crecen las plantas. La mía, que fue la primera en la que entramos, era de ese tipo, con un techo abuhardillado, y tenía más rincones que jamás haya visto en mi vida, y una chimenea (donde ardían unos troncos), con las paredes de azulejos de blanco purísimo, en cada uno de los cuales se reflejaba una miniatura brillante del fuego. Al salir de ella se bajaban dos escalones a una salita encantadora que daba a un jardín con flores, salita que en adelante nos pertenecería a Ada y a mí. De allí se bajaba por tres escalones al dormitorio de Ada, que tenía una magnífica ventana ancha con una vista estupenda (ahora no se veía sino una gran extensión de oscuridad bajo las estrellas), bajo la cual había una banqueta hueca en la que, con una buena cerradura, se podrían haber escondido inmediatamente tres Adas. De esa habitación se pasaba a una pequeña galería comunicada con las otras dos habitaciones principales (sólo dos), y de allí, por una escalerita de pasos bajos, que tenía muchas revueltas para su tamaño, se bajaba al vestíbulo. Pero si en lugar de salir por la puerta de Ada se volvía a mi habitación y se salía por la misma puerta por la que se había entrado, y se subían unos escalones serpenteantes que se desviaban de forma inesperada de la escalera principal, se perdía uno en una serie de pasillos en los que había calandrias y mesas triangulares, y una silla hindú, que al mismo tiempo era sofá, caja y cama, y parecía cualquier cosa a mitad de camino entre un esqueleto de bambú y una enorme jaula, y que nadie sabía quién ni cuándo había traído de la India. De allí se pasaba al dormitorio de Richard, que era en parte biblioteca, en parte salita, en parte dormitorio, y que parecía un complejo confortable de muchas habitaciones. Desde allí se pasaba directamente, con un pequeño intervalo de pasillo, a la habitación sencillísima en la que dormía el señor Jarndyce, todo el año, con la ventana abierta, una cama sin más muebles en medio de la habitación para que el aire entrase mejor, y su baño frío esperándolo en un cuartito al lado. De allí se salía a otro pasillo, en el que había una escalera trasera y desde el que se oía cómo les pasaban las almohazas a los caballos junto a los establos, mientras les decían «aguanta» o «quieto», porque se resbalaban mucho en aquellas piedras desiguales. O se podía, si se salía por otra puerta (cada habitación tenía por lo menos dos puertas), ir directamente otra vez al vestíbulo por media docena de escalones y un arco bajo, y quedarse uno maravillado de cómo había llegado allí, o cómo había salido de allí.
Los muebles, más bien anticuados que antiguos, al igual que la casa, eran agradablemente irregulares. El dormitorio de Ada era todo de flores: de cretona y de papel, de terciopelo y bordadas en el brocado de las dos butacas tiesas que había, cada una de ellas complementada por un taburetito para mayor comodidad, a cada lado de la chimenea. Nuestra salita era toda verde, y en las paredes tenía enmarcados y tras un cristal múltiples aves sorprendentes y sorprendidas, que contemplaban desde sus marcos una trucha de verdad en una vitrina tan parda y brillante como si estuviera servida en salsa; la muerte del Capitán Cook, y todo el proceso de la preparación del té en China, pintado por artistas chinos. En mi dormitorio había grabados ovalados de los meses: señoras que preparaban el heno, con justillos y grandes sombreros atados bajo la barbilla, representaban a junio; nobles de finas pantorrillas señalaban con sus sombreros de tres picos a los campesinos de las aldeas en representación de octubre. Por toda la casa abundaban los retratos de medio cuerpo, hechos a carboncillo, pero estaban tan dispersos que me encontré con el hermano de un joven oficial de mi dormitorio en el armario de la vajilla, y con el marido maduro de mi joven y guapa novia, con una flor en el corpiño, en la salita de desayunar. En cambio, yo disponía de cuatro ángeles, del reinado de la Reina Ana, que llevaban al cielo, con alguna dificultad, a un caballero complaciente envuelto en festones, y una composición bordada que representaba unas frutas, una tetera y un alfabeto. Todos los muebles, desde los armarios hasta las mesas y las sillas, las colgaduras, los espejos, incluso los alfileteros y los pomos de olor de las coquetas mostraban la misma caprichosa variedad. No se acomodaban en nada, salvo en su perfecta limpieza, sus coberturas de los linos más finos y la omnipresencia, dondequiera que la existencia de un cajón, grande o pequeño, la permitiese, de cantidades de hojas de rosa y de lavanda. Ésas fueron nuestras primeras impresiones de la Casa Desolada, con sus ventanas iluminadas, suavizadas acá y allá por sombras de cortinas, que brillaban en la noche estrellada, con su luz y su calor, y su comodidad, con los ruidos acogedores, oídos a lo lejos, de los preparativos para la cena, con la cara de su generoso amo iluminando todo lo que veíamos y con suficiente viento para sonar como un acompañamiento bajo de todo lo que oíamos.
—Celebro que os guste —dijo el señor Jarndyce tras volvernos a traer a la salita de Ada—. Es una casita sin pretensiones, pero resulta cómoda, espero, y lo va a ser más con unas jóvenes tan agradables viviendo en ella. Tenéis apenas media hora antes de la cena. Aquí no hay nadie más que lo mejor que puede haber en la Tierra: un niño.
—¡Más niños, Esther! —dijo Ada.
—No quiero decir un niño literalmente —continuó diciendo el señor Jarndyce—, no un niño en cuanto a edad. Es adulto (tiene por lo menos la misma edad que yo), pero en su sencillez, su espontaneidad, su entusiasmo, y su total incapacidad inocente para todos los asuntos mundanos, es un niño total.
Consideramos que debía de ser muy interesante.
—Conoce a la señora Jellyby —añadió el señor Jarndyce—. Es músico aficionado, aunque hubiera podido ser profesional de ella. Es un hombre de grandes virtudes y modales cautivadores. Ha tenido mala fortuna en los negocios, y mala suerte en sus aficiones, y también mala en su familia, pero no le importa: ¡es un niño!
—¿Quiere usted decir que tiene hijos propios? —inquirió Richard.
—¡Sí, Rick! Media docena. ¡Más! Casi una docena, creo. Pero nunca ha cuidado de ellos. ¿Cómo iba a hacerlo? Necesitaba que alguien cuidara
de él
. ¡Ya sabes, es un niño! —dijo el señor Jarndyce.
—Y ¿han podido sus niños cuidar de sí mismos, señor? —inquirió Richard.
—Hombre, en la medida de lo posible —dijo el señor Jarndyce, cuyo gesto se hizo repentinamente grave. Hay quien dice que los hijos de la gente muy pobre no es que se críen, sino que salen adelante. Los hijos de Harold Skimpole han ido saliendo adelante de un modo u otro… Me temo que está cambiando el viento otra vez. ¡Cada vez lo noto más!
Richard observó que hacía una noche bastante mala, y la casa estaba más bien aislada.
—
Está aislada
—le respondió el señor Jarndyce—. No cabe duda de que a eso se debe. Ya el nombre de Casa Desolada suena a algo aislado. Pero tú ven conmigo. ¡Vamos!
Como ya había llegado nuestro equipaje y estaba todo a mano, me vestí en un momento y estaba ordenando mis pertenencias, cuando una doncella (no la que estaba ayudando a Ada, sino otra a la que no había visto yo) me trajo a mi habitación un cesto con dos manojos de llaves, todas ellas con su etiqueta.
—Para usted, señorita —dijo.
—¿Para mí? —respondí.
—Las llaves de la casa, señorita.
Mostré mi sorpresa, pues ella añadió, con una cierta sorpresa por su parte:
—Me dijeron que se las trajera en cuanto estuviera usted sola, señorita. Es usted la señorita Summerson, ¿verdad?
—Sí —dije—. Así me llamo.
—El llavero más grande es el de la casa, señorita, y el pequeño es el de la bodega. Me han dicho que a la hora que usted quiera mañana por la mañana tengo que enseñarle los armarios y demás cosas a que corresponden.
Dije que estaría lista a las seis y media, y cuando se marchó me quedé contemplando el cesto, totalmente estupefacta ante la magnitud de mis funciones. Así me encontró Ada, y mostró una confianza tan maravillosa en mí cuando le enseñé las llaves y le dije lo que eran que hubiera sido yo una insensible y una ingrata de no haberme sentido alentada. Claro que ya sabía yo que aquello era por amabilidad de mi niña, pero me agradaba que me engañaran de modo tan agradable.
Cuando bajamos nos presentaron al señor Skimpole, que estaba de pie ante la chimenea, contándole a Richard lo aficionado que había sido al fútbol en sus años mozos. Era un hombrecillo animado con una cabeza bastante grande, pero de facciones delicadas y voz muy dulce, y era totalmente encantador. Todo lo que decía estaba a tal punto exento de fingimiento, y era tan espontáneo, y lo decía con una alegría tan cautivadora, que resultaba fascinante oírle hablar. Como era más esbelto que el señor Jarndyce y tenía mejor color, con el pelo más castaño, parecía más joven. De hecho aparentaba, en todos los respectos, ser más bien un joven ajado que un anciano bien conservado. Tenía una natural negligencia de modales, e incluso de atavío (pelo medio despeinado, corbatín suelto y caído como he visto en los autorretratos de artistas), de modo que no pude evitar la idea de un joven romántico que había pasado por un proceso excepcional de deterioro. Me dio la impresión de que no tenía en absoluto los modales ni el aspecto de un hombre que había ido recorriendo la vida por la vía usual de los años, las preocupaciones y la experiencia.
Por la conversación deduje que el señor Skimpole había hecho estudios de medicina y había vivido en tiempos, en el ejercicio de esa profesión, en la casa de un príncipe alemán. Sin embargo, nos dijo que como siempre había sido un mero niño en lo que hacía a pesos y medidas, y nunca había sabido nada al respecto (salvo que le repugnaban), nunca había logrado extender recetas con la exactitud de detalle necesaria. De hecho, nos dijo, no tenía cabeza para los detalles. Y nos contó, con mucho humor, que cuando lo llamaban a sangrar al príncipe, o a atender a alguno de los cortesanos, solían encontrarlo tendido en la cama, leyendo la prensa o haciendo caricaturas a lápiz, y no podía acudir. Cuando por fin el príncipe objetó a aquello, «en lo cual», dijo el señor Skimpole con absoluta franqueza, «tenía toda la razón», terminó el contrato, y como el señor Skimpole no tenía (añadió con una alegría deliciosa) «ningún objeto en la vida más que el amor, me enamoró, me casé y me rodeé de mejillas sonrosadas». Su buen amigo Jarndyce y otros cuantos amigos lo habían ayudado a obtener varios puestos, más o menos duraderos, con los que ganarse la vida, pero no había valido de nada, pues él confesaba dos de los problemas más antiguos del mundo: uno era que no tenía noción del tiempo y el otro que no tenía noción del dinero. Debido a lo cual nunca llegaba puntualmente, nunca podía realizar una transacción y nunca sabía lo que valía nada. ¡Bien! ¡Así lo había ido pasando y aquí estaba! Le gustaba mucho leer la prensa, le gustaba mucho hacer dibujos de memoria a lápiz, le gustaba mucho la naturaleza, le gustaba mucho el arte. Lo único que le pedía a la sociedad era que le dejara vivir. Eso no era mucho pedir. Tenía pocas necesidades. Con tal de tener periódicos, conversación, música, carne de cordero, café, paisajes, fruta en temporada, unas hojas de papel de dibujo y algo de clarete no pedía más. No era más que un niño en este mundo, pero tampoco pedía la luna. Él le decía al mundo: «¡Que cada uno haga en paz lo que quiera! Que unos lleven chaquetas rojas y otros azules, que se pongan mangas con puntillas, que se pongan la pluma en la oreja, que lleven delantales, que busquen la gloria, el comercio, el objeto que prefieran, con tal… ¡de que dejen vivir a Harold Skimpole!»
Nos dijo todo aquello, y mucho más, no sólo con el mayor agrado y desparpajo, sino con una cierta sinceridad vivaz; hablaba de sí mismo como si no fuera cuestión suya en absoluto, como si Skimpole fuera una tercera persona, como si supiera que Skimpole tenía sus peculiaridades, pero también sus derechos, que eran asunto general de la comunidad, y que no se debían menospreciar. Era encantador. Si me sentí algo confusa en aquellos primeros momentos, al tratar de conciliar lo que él decía con todo lo que yo pensaba acerca de los deberes y las responsabilidades de la vida (de todo lo cual disto mucho de estar segura), lo que me confundía era no comprender exactamente por qué estaba él exento de ellos. No dudaba de que él estuviera exento de ellos, puesto que, evidentemente, a él no le cabía duda.