—Según entiendo —dice, sin modificar su postura ni un ápice más ni menos de lo necesario para llevarse la copa a los labios, con un gesto firme y rotundo—, yo soy el único ser vivo (o incluso muerto) capaz de sacarle a
usted
una pipa de tabaco.
—Bueno —replica el anciano—, es verdad que yo no veo a mucha gente, señor George, y que no suelo invitar. No me lo puedo permitir. Pero como usted, siempre tan amable, ha establecido la pipa como una condición…
—Bueno, no es por el valor de la cosa en sí, que no es mucho. Me pareció divertido ponerle esa condición. Sacar algo en limpio de mi dinero.
—¡Ja! ¡Es usted ingenioso, muy ingenioso, caballero! —exclama el Abuelo Smallweed, frotándose las piernas con gran vigor.
—Mucho. Desde niño —bocanada—. Una prueba innegable de mi ingenio es que he sabido llegar hasta aquí —bocanada—. Y también lo lejos que he llegado en la vida —bocanada—. Todo el mundo sabe lo ingenioso que soy —dice el señor George calmosamente mientras fuma—. Así es cómo he llegado tan lejos en la vida.
—No se desanime, caballero. Todavía puede usted prosperar.
El señor George se ríe y bebe.
El señor Smallweed pregunta con un brillo en los ojos:
—¿No tiene usted parientes que le paguen ese pequeño principal o que le den un buen aval o dos para que yo pueda persuadir a mi amigo de la City para que le anticipe algo más? A mi amigo de la City le bastaría con dos avales sólidos. ¿No, tiene usted parientes con esas posibilidades, señor George? —pregunta el Abuelo Smallweed, con los ojos chispeantes.
El señor George, que sigue fumando calmosamente, replica:
—Si los tuviera no iría a molestarlos. Ya les causé bastantes problemas en mi juventud.
Quizá
sea la penitencia que se merece un vagabundo que ha desperdiciado los mejores años de su vida el volver a casa de una gente buena de la que nunca fue digno y vivir a costa de ella, pero ése no es mi estilo. Entonces yo creo que la mejor forma de compensarlos por haberme ido lejos es mantenerme lejos de ellos.
—Pero ¿y el afecto natural, señor George? —sugiere el Abuelo Smallweed.
—A cambio de dos buenos avales, ¿eh? —dice el señor George, negando con la cabeza—. No. Ése tampoco es mi estilo.
El Abuelo Smallweed se ha ido hundiendo gradualmente en su silla desde la última vez que lo enderezaron, y ahora no es más que un montón de ropa, del interior del cual sale una voz que llama a Judy. Cuando aparece esa hurí, lo sacude como de costumbre, y el anciano le ordena que se quede a su lado, pues parece temer que su visitante vuelva a tomarse la molestia de atenderlo como hace un rato.
—¡Ja! —observa cuando vuelve a quedar bien—. Si hubiera usted podido encontrar al Capitán, señor George, habrían acabado sus problemas. Si cuando vino usted por primera vez, en respuesta a nuestros anuncios en la prensa (y cuando digo «nuestros» aludo a los colocados por mi amigo de la City y a una o dos personas más que aventuran su capital igual que él, y que tienen la amabilidad de aumentar algo mis magros recursos); si entonces hubiera usted podido ayudarnos, señor George, habrían acabado sus problemas.
—Yo estaba perfectamente dispuesto a «acabar» con ellos, como dice usted —contesta el señor George, que ya no fuma con la misma placidez que antes, pues desde que entró Judy está un tanto perturbado por una fascinación, no precisamente admirativa, que lo obliga a contemplarla mientras ella se mantiene en pie junto a la silla de su abuelo—, pero en general ahora celebro no haberlo hecho.
—¿Por qué, señor George? En nombre… del Infierno, ¿por qué no? —pregunta el señor Smallweed, con aire evidentemente exasperado (la mención del Infierno aparentemente se la ha sugerido la visión de la señora Smallweed, que se halla sumida en su sueño).
—Por dos razones, compañero.
—¿Y cuáles son esas dos razones, señor George? En nombre de…
—¿De nuestro amigo de la City? —sugiere el señor George, que bebe plácidamente.
—Si le parece… ¿Qué dos razones?
—En primer lugar —comienza diciendo el señor George, aunque sigue mirando a Judy, como si al ser tan vieja y tan parecida a su abuelo le diera igual dirigirse a la una o al otro—, me engañaron ustedes. Anunciaron que había una buena noticia para el señor Hawdon (o el Capitán Hawdon, si prefiere usted; quien ha sido capitán siempre conserva ese título).
—¿Y qué? —responde el viejo, con voz cortante y chillona.
—Bien —dice el señor George, que sigue fumando—. No creo que fuera una noticia muy buena el verse encarcelado por toda la pandilla de acreedores y de jueces de deudas de Londres.
—¿Cómo lo sabe usted? A lo mejor alguno de sus parientes ricos le habría pagado sus deudas o llegado a algún acuerdo. Además, él nos había engañado a nosotros. Nos debía a todos unas sumas enormes. Yo hubiera preferido estrangularlo antes que quedarme sin nada. Cuando me acuerdo de él me siguen dando ganas de estrangularlo —gruñe el anciano, levantando sus diez dedos inútiles. Y en acceso repentino de furia le tira un cojín a la inocente señora Smallweed, pero no acierta y el cojín cae inofensivo junto a la silla.
—No hace falta que me diga —responde el soldado, quitándose la pipa de la boca durante un momento, y apartando la vista de la trayectoria del cojín hacia la cazoleta de la pipa, cuyo contenido empieza a bajar— que gastaba mucho y estaba arruinado. He estado muchas veces a su derecha cuando cargaba contra la ruina a todo galope. He estado con él en la enfermedad y la salud, en la riqueza y en la pobreza. Le he dado esta mano cuando ya lo había gastado todo y destrozado todo lo que tenía…, cuando se llevó una pistola a la cabeza.
—¡Ojalá se la hubiera disparado! —dice el benévolo anciano—, ¡y se hubiera reventado la cabeza en tantos pedazos como libras debía!
—Demasiado estallido —replica serenamente el soldado—; en todo caso hubo una época en que era joven, tenía un gran porvenir y era atractivo, y me alegro de no habérmelo encontrado, cuando ya no tenía nada de eso, para ver lo que le esperaba. Ésa es la razón número uno.
—Espero que la número dos sea igual de buena —gruñe burlón el viejo.
—Pues no. Es más bien egoísta. Para encontrarlo, hubiera tenido que ir a buscarlo al otro mundo. Era donde estaba.
—¿Cómo sabe usted que estaba allí?
—No estaba en éste.
—¿Cómo sabe usted que no estaba en éste?
—No pierda usted los modales además del dinero —dice el señor George, que quita calmosamente la ceniza de su pipa—. Se ahogó hace mucho tiempo. Estoy convencido. Debe de haberse caído de un barco. No sé si adrede o accidentalmente. Quizá lo sepa su amigo de la City. ¿Conoce usted esta melodía, señor Smallweed? —añade tras ponerse a silbar una canción, acompañándose en la mesa con la pipa vacía.
—¿Melodía? —pregunta el viejo—. No. Aquí no gastamos melodías.
—Pues es la
Marcha Fúnebre
del
Saúl
de Händel. Es la que tocan cuando se entierra a un soldado, de manera que es el final natural de este tema. Ahora, si su guapa nietecita (con su permiso, señorita) condesciende a cuidar de esta pipa durante dos meses, nos ahorraremos el precio de comprar otra para la próxima vez. ¡Buenas noches, señor Smallweed!
—¡Mi querido amigo! —el viejo le alarga ambas manos.
—¿Así que usted cree que su amigo de la City me tratará mal si me atraso en un pago? —pregunta el soldado, que lo mira desde arriba, como un gigante.
—Mi querido amigo, me temo que sí —contesta el viejo, que lo mira desde abajo, como un pigmeo.
El señor George se ríe, y con una mirada al señor Smallweed, y un saludo de despedida a la desdeñosa Judy, sale a zancadas de la salita, con un ruido de sables imaginarios y otros arreos al marcharse.
—¡Maldito sinvergüenza! —dice el venerable anciano, con una mueca horrible hacia la puerta cuando se cierra ésta—. ¡Pero ya caerás en la trampa, ya caerás!
Tras esta amistosa observación, su espíritu se eleva hacia esas regiones encantadas de la reflexión que han abierto a su mente su educación y sus ocupaciones, y una vez más él y la señora Smallweed van pasando sus horas doradas, como dos centinelas no relevados, olvidados como se ha dicho por el Sargento Negro.
Mientras los dos siguen firmes en sus puestos, el señor George avanza por las calles con una especie de contoneo y un gesto grave. Ya son las ocho, y está el día a punto de acabar. Se detiene junto al Puente de Waterloo a leer un cartel de espectáculos; decide ir al Circo de Astley. Una vez en él, se queda encantado con los caballos y los números de los acróbatas; contempla las armas con ojo crítico; desaprueba los combates porque evidencian un mal entrenamiento en materia de esgrima, pero se siente conmovido ante los sentimientos que expresan las escenas teatrales. En la última escena, cuando el Emperador de los Tártaros se sube en un carruaje y se digna dar su bendición a los amantes reunidos, sobre los que se cierne blandiendo una bandera británica, el señor George tiene los párpados húmedos de la emoción.
Una vez terminado el espectáculo, el señor George vuelve a cruzar el río y llega a la curiosa región que se halla entre Haymarket y Leicester Square, que es un polo de atracción de hoteles anodinos y anodinos extranjeros, juegos de pelota, boxeadores, espadachines, vigilantes, vendedores de porcelana vieja, casas de juego, exposiciones y una gran variedad de vidas mediocres y furtivas. Penetra en el corazón de esa región y llega, por un patio y un largo pasillo encalado, hasta un gran edificio de ladrillo formado por paredes desnudas, suelos, vigas y claraboyas, en cuya fachada, si es que cabe calificar eso de fachada, campea un letrero que dice: GEORGE-GALERÍA DE TIRO, ETC.
Entra en George-Galería de Tiro, etc., donde hay luces de gas (parcialmente apagadas, de momento) y dos blancos pintados para el tiro con escopeta, un espacio para el tiro al arco, accesorios para la esgrima y además todo lo necesario para la británica arte del boxeo. Esta noche no se practica ninguno de esos deportes, o ejercicios, en la Galería de Tiro de George, que hasta tal punto está desierta que no la ocupa sino un hombrecillo grotesco de enorme cabeza, dormido en el suelo.
El hombrecillo está vestido de forma que parece un maestro armero, con un delantal y un gorro de fieltro verde, y tiene la cara y las manos manchadas de pólvora y grasa, de tanto cargar las armas. Acostado bajo la luz, ante un blanco resplandeciente, el polvo que lo recubre brilla todavía más. A poca distancia de él está la mesa robusta, rudimentaria y primitiva, en la cual se halla el torno con el que ha estado trabajando. Es un hombrecillo cuya cara está llena de anfractuosidades y que, por el aspecto azulado y lleno de manchas de una de sus mejillas, parece haber sufrido una explosión en su trabajo, en una o más ocasiones.
—¡Phil! —exclama el soldado con voz pausada.
—¡Presente! —grita Phil, poniéndose en pie.
—¿Alguna novedad?
—Calma chicha —replica Phil—. Cinco docenas de escopeta y una docena de pistola. ¡Y qué puntería! —gime Phil al recordarlo.
—¡Pues a cerrar la tienda, Phil!
Cuando Phil pasa a ejecutar esta orden da la sensación de que está cojo, aunque se desplaza con gran rapidez. En el lado desfigurado de la cara no tiene ceja, y del otro lado una ceja negra y poblada, y esa falta de uniformidad le da un aire muy singular y más bien siniestro. Las manos parecen haber sufrido todos los accidentes imaginables, aunque ha conservado todos los dedos, pues las tiene llenas de cicatrices, costurones y deformidades. Parece ser muy fuerte, y levanta unos bancos pesadísimos como si no apreciara su peso. Cojea de manera extraña por la galería, con un hombro pegado a la pared, de la que se despega para agarrar los objetos que busca, en lugar de ir directamente del uno al otro, lo cual ha dejado un rastro en las cuatro paredes, al que se llama convencionalmente «la huella de Phil».
Este guardián de la Galería de George cuando se halla ausente éste concluye su trabajo cuando ha cerrado el portón y apagado todas las luces menos una, que deja muy baja, y saca de un armario de madera dos colchones y ropa de cama. Una vez depositado todo esto a ambos extremos de la Galería, el soldado hace su cama y Phil la suya.
—¡Phil! —dice el propietario, que avanza hacia él tras despojarse de la chaqueta y el chaleco, y en tirantes posee un aire más marcial que nunca—. A ti te encontraron en un portal, ¿no?
—En el arroyo —dice Phil—. Me encontró un sereno.
—O sea que a ti el ser un vagabundo te resultó algo natural desde el principio.
—Lo más natural del mundo —dice Phil—¡Buenas noches!
—Buenas noches, jefe.
Phil no puede irse directamente ni siquiera a la cama, sino que considera necesario recorrer dos lados de la galería y después separarse de la pared para meterse en cama. El soldado, tras dar una vuelta o dos por la galería, y contemplar la luna, ya visible por las claraboyas, va a su colchón por un camino más corto y también se acuesta.
La alegoría parece encontrarse bastante fresca en Lincoln’s Inn Fields, aunque la tarde es calurosa, porque el señor Tulkinghorn tiene las dos ventanas abiertas, y el despacho tiene el techo alto y está bien ventilado y sombrío. Es posible que estas características no sean muy deseables cuando llega noviembre con sus nieblas y su granizo, o enero con su hielo y su nieve, pero tienen sus ventajas durante el tiempo caluroso de las vacaciones de verano. Permiten a la Alegoría, pese a sus mejillas sonrosadas, a sus rodillas como ramos de flores y a sus fuertes pantorrillas tostadas y sus brazos musculosos, tener un aire moderadamente fresco esta noche.
Entra mucho polvo por las ventanas del señor Tulkinghorn, y hay mucho más acumulado entre sus muebles y papeles. Hay una capa espesa de polvo por todas partes. Cuando se asusta una brisa del campo, que se ha extraviado y se lanza a ciegas a recuperar el camino, lanza tanto polvo a los ojos de la Alegoría como lanza el derecho —o el señor Tulkinghorn, uno de sus más dignos representantes— a veces a los ojos de los profanos.
En medio de su lóbrego montón de polvo, materia universal a la que se reducen sus documentos y él mismo, y todos sus clientes, y todo lo que existe sobre la Tierra, animal e inanimado, el señor Tulkinghorn está sentado junto a una de sus ventanas abiertas, saboreando una botella de oporto añejo. Aunque es hombre austero, cerrado, seco y silencioso, goza como el que más con el buen vino añejo. Tiene una caja inapreciable de oporto en una bodega disimulada ingeniosamente bajo Lincoln’s Inn, que es uno de sus múltiples secretos. Cuando cena a solas en su despacho, como ha hecho hoy, y hace que le traigan del café su pescado y su bistec o su pollo, desciende con una vela a las regiones resonantes que hay debajo de la mansión vacía y, precedido de un remoto tronar de puertas, regresa gravemente, envuelto en un aire polvoriento y cargado con una botella, de la que vierte un radiante néctar de cincuenta años que se sonroja en la copa al verse tan famoso y llena todo el despacho con la fragancia de las uvas del Sur.